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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

En el jardín de la geometría

Dondequiera que esté, imagino a Máximo sentado entre Gorgias y Sócrates, los tres con una eternidad de horas muertas por delante

Manuel Vicent
Máximo, en una imagen de 1995.
Máximo, en una imagen de 1995.CLAUDIO ALVAREZ (EL PAÍS)

Dondequiera que esté, imagino a Máximo sentado entre Gorgias y Sócrates, los tres con una eternidad de horas muertas por delante, a la sombra de otros mármoles, jugando a los sofismas, a decir y desdecirse, a retorcer los silogismos para afirmar un juicio y al mismo tiempo llevarlo al absurdo y para demostrar que pese a haber muerto seguirá estando vivo. Aquí en la tierra era su juego preferido: entretener al verdugo con mil razones, no para evitar la sentencia, sino para seguir hablando de todo y de nada. El dibujante Máximo demostró que el pensamiento no es un acto íntimo, porque si estabas muy cerca, a su lado, lo oías pensar como si su cerebro tuviera más hilos, circuitos, conexiones y fusibles de los que necesita la lógica. De hecho cuando se le ocurría una buena idea podía detener el coche en medio de una autopista sin darse cuenta y tal vez creía que los gritos y los pitidos de los automovilistas airados eran aplausos.

Máximo expresaba su humor de intelectual especulativo con líneas muy puras de tinta china. Solo dibujaba ideas bajo un paisaje de símbolos en el jardín de la geometría. Lo mismo el ojo de Yahvé que el pubis angelical femenino eran dos triángulos isósceles. Un cubo hermético rodeado de hombres-hormigas expresaba la represión; un monolito grecolatino significaba la democracia; una rama de laurel que florecía en la grieta de un bloque de cemento podía ser la libertad; un paisaje de edificios, ventanas, pasillos y rótulos era la evidencia del poder burocrático; muchachas desnudas emergiendo del mar simbolizaban la belleza inalcanzable; intelectuales barbudos ante flechas que indican direcciones perdidas expresaban la duda metódica ; viejos hundidos en sillones de orejas era el fin de las cosas. También dibujaba niños deslumbrados frente a la nada, bocas de rifle, pobres sentados en la acera, pero su ideal era el cielo bruñido de la Ática. Sus dibujos nunca llevaban a la carcajada, sino a la perplejidad de una interpretación compleja solo al alcance de los exquisitos. El humor de Máximo era un zumo cerebral o destilación del pensamiento que te hacía cosquillas en la base del cráneo. Solo aprovechaba la parte final de los silogismos como si fueran puntas de espárragos.

Ahora Máximo ya está en el paraíso de la geometría con el plumín en la mano y la visera en la frente para no ser deslumbrado por ninguna deidad que no sea la armonía de las esferas y orden matemático. En la memoria de sus amigos seguirá soplando el leve barro de la creación para convertirlo con una línea pura de tinta china en juegos de la razón, en sonrisas perplejas del cerebro.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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