La sumisión de las masas
La mutación fue fulgurante: primero un amigo de Ionesco, algunos compañeros suyos luego, enseguida profesores y vecinos… Cuando Totul pentru Tara, partido fascista, alcanzó el poder, en 1940, medio millón de rumanos corrieron a afiliarse. Algo parecido había sucedido en España (donde siete oficiales de la Guardia de Hierro, su brazo paramilitar, combatieron junto a los sublevados) con los camisas nuevas de Falange.
Rinoceronte
Versión y dirección: Ernesto Caballero. Intérpretes: José Luis Alcobendas, Fernanda Orazi, Ester Bellver, Janfri Topera, Mona Martínez, Juan Carlos Talavera… Escenografía: Paco Azorín. Madrid, Teatro María Guerrero. Hasta el 8 de febrero.
Veinte años después, Ionesco reelaboró esta experiencia perturbadora en Rinoceronte, fábula trágica cuyo protagonista asiste incrédulo al proceso de deshumanización galopante de sus conciudadanos y amigos. Al frente del Centro Dramático Nacional, Ernesto Caballero ha ideado una puesta en escena envolvente, que sitúa al público en el ojo del huracán, bajo la misma luz que los actores, durante un primer acto repleto de golpes de efecto tan oportunos como bien administrados. La combinación de cotidianeidad e incertidumbre, apaciguamiento y desasosiego, de humorismo sobre fondo trágico, está lograda, y cada vez que alguien avista al rinoceronte sobrevenido, una sensación de peligro gravita sobre nuestras cabezas, mayor cuanto más invisible es su fuente.
En el acto II, la acción, derramada antes sobre la platea, se concentra en el escenario, donde el cara a cara entre Berenguer y Juan adquiere temperatura creciente y desemboca en una mutación resuelta de manera prodigiosa por un Fernando Cayo que, a la vista, sin trampa ni cartón, deja de ser amable doctor Jekyll para encarnar a un mister Hyde con material genético de La Masa, sin que esa circunstancia rebaje el patetismo de su desencuentro ni la anagnórisis subsiguiente.
El último acto es de Pepe Viyuela, un Berenguer frágil, atribulado, incómodo consigo mismo, que intenta superarse y luchar, aún sin el apoyo de Dudard, intelectual tibio y acomodaticio, ni el de Daisy, arrastrada por el aire de los nuevos tiempos. Dice Ionesco que, puesto a escoger entre poner máscaras de rinocerontes a los actores y dejar que estos encarnen a los perisodáctilos a cara descubierta, mediante un movimiento del alma, prefería esta segunda opción, y estoy de acuerdo, porque con las máscaras parte del público sale creyendo que el rinoceronte son los otros, como sucede en este montaje, sin caer en la cuenta de que hace tiempo ya que su propia piel se encalleció, que le brotó un cuerno donde antaño tuvo el tercer ojo y de que la inmensa deuda moral y financiera que venimos arrastrando es fruto del hozar alegre y continuo de la manada.
Conforme a la intención de Ionesco, que nunca fue ejercer de oráculo, esta obra sigue evocándonos fanatismos, cegueras colectivas y mansedumbres pasadas y presentes (¿qué es sino sumisión ciega aceptar como único viable un modelo económico basado en la intervención estatal para sostener los precios inmobiliarios vía Sareb, en el turismo y en reducir los costes de producción mediante bajadas salariales?). La puesta en escena de Caballero viaja de la metateatralidad a la ilusión teatral, en un desenlace en el que quizá sería más expresivo que Berenguer estuviese rodeado por el público. Superlativos, la luz de Valentín Álvarez y el sonido de Luis Miguel Cobo. Afinadísimo también, el resto del reparto.
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