“Me visto bien para la gente”
Un encuentro informal en la Feria del Libro de Guadalajara con un superventas
Este es el relato de un encuentro informal con un señor canoso que durante cuatro años lució orgulloso un espeso bigote hasta que un buen día se lo afeitó, sin motivo aparente. A partir de ese momento comenzaron a decirle que parecía alguien más distinguido. Desde entonces utiliza la maquinilla eléctrica con la fe de los conversos.
Este mediodía, Ken Follett (Cardiff, 1955) aparece en el hotel Hilton de Guadalajara, la ciudad mexicana en la que se celebró hasta el domingo la Feria Internacional del Libro (FIL), con la piel todavía brillante por el aftershave que se aplicó a primera hora. Se levantó a las siete, tomó un té inglés y se vistió con uno de los tres trajes que lleva en la maleta. Un pañuelo azul claro asoma por el bolsillo de la chaqueta.
Antes de la llegada de este escritor superventas, se sentía cierta inquietud entre sus editores. Follett estuvo aquí hace seis años y quedó horrorizado con la impuntualidad de sus entrevistas. Hoy es distinto. Queda un minuto para las 12:00 y está todo preparado. De camino a la sala donde charlaremos, Follett se cruza con Claudio Magris, el intelectual italiano que ha recibido el premio FIL. Un sesudo germanista enfocado en la difusa identidad contemporánea. Ni se miran. "Lo conozco. Pero no he leído ninguno de sus libros y nuestra conversación podría resultar embarazosa", explica Follett. Le acompaña su hijo Emmanuel, un robusto cuarentón que cualquiera querría tener de su lado en una pelea de pub. Su pomposo cargo es el siguiente: Director de Proyectos Especiales de la Oficina de Ken Follett.
Este elegante señor fue reportero del South Wales Echo, un periódico de Cardiff, pero no se sentía realizado. Indagó en las claves del éxito de un novelista. A fe que encontró el truco. El autor de Los pilares de la Tierra reconoce una influencia clave en el cine, a pesar que de niño no veía televisión ni escuchaba la radio por prohibición de sus padres, ambos pianistas. "En el siglo XIX se dedicaban seis páginas a hablar de una montaña. Nosotros no podemos hacer eso. Contamos historias en escenas".
Follett y lo que le rodea actúa en la feria como un carro de combate. El día anterior, 400 personas lo esperaban en la firma de ejemplares de su última novela, El umbral de la eternidad (Plaza y Janés). Satisfizo a todos en una hora, sorprendente teniendo en cuenta que en este país la gente se puede llamar Cuauhtémoc, Xóchitl, o que a un hombre le digan Inés. Esto también tiene truco: su equipo va recopilando nombres y escribiéndolos en un pósit que pegan en el libro que caerá en manos del escritor. Durante la firma Follett bebió a sorbitos de una copa de vino de Las Moras, un Malbec argentino.
Cuenta Follett que siempre viaja en primera clase, exige una suite presidencial de hotel y una limusina en el aeropuerto. Esto último no es lo más refinado aquí. Las adolescentes que cumplen 15 años, vestidas de princesas, suben a sus amigos a una limusina con la música a todo volumen y el techo descubierto. "La próxima vez elegiré un Mercedes", responde un avisado Follett.
-Por cierto, ¿conoce a su paisano Gareth Bale?
-No.
Emmanuel asoma la cabeza y corrobora el desconocimiento de los Follett sobre el jugador (otro artillero galés) del Real Madrid: "¿Es famoso?".
El escritor lleva en la muñeca un reloj Cartier. Las gafas de montura fina que se le acomodan en una nariz un tanto ovalada son del diseñador Tom Ford. "¿Quiere saber por qué visto bien? El conocerle a usted es importante para mí. No quiero venir a nuestra cita en pantalones vaqueros como si no me importara esto. Me gusta vestirme para decirle a la gente: me arreglé para ti". ¿También se afeita con precisión por este motivo? "El día que me lo quité, mi mujer, Bárbara, se enamoró de mí. Eso lo hago por ella, no por usted".
Babelia
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