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CRÍTICA | EN EL OJO DE LA TORMENTA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La cuarta dimensión era un resfriado

El sistema de proyección con ventiladores ideado para el filme despista

Javier Ocaña
Secuencia de 'En el ojo de la tormenta', de Steven Quale.
Secuencia de 'En el ojo de la tormenta', de Steven Quale.

Casi desde los tiempos de ola olorvisión no se experimentaba nada igual. El que lo hiciera, porque aquello empezó en 1916, cuando en un cine de Pensilvania pusieron una bola de algodón con aceite de rosas delante de un ventilador para ambientar una película sobre un partido de fútbol americano llamado Rose Bowl. Mucho más tarde, en 1982, llegó la fantástica broma de John Waters y su versión en odorama de Polyester, con tarjetas para rascar y efluvios marranos. Modas de un día. Bromas para la historia, pero bromas al fin. Sin embargo, el correo de aviso para el pase de prensa de En el ojo de la tormenta parecía algo serio: "Los pases cuentan con un sistema de ventilación y nebulizador que irán sincronizados con los efectos especiales de la película, y para hacer la experiencia más impactante la sala estará equipada con la tecnología de audio Dolby Atmos". Todo ello para acompañar a una especie de Twister menor, en digital y sin caras conocidas en el reparto; una película sobre cazadores de tormentas, esos tipos a medio camino entre el documentalismo de naturaleza y la osadía idiota en la era del youtube, que se dedican a correr en dirección a un fenómeno del que todos los demás huyen.

El asunto se ponía peliagudo porque en la entrada del cine te daban un chubasquero. Y aunque había informadores que se lo ponían y otros que no, cuando entraba en juego tanto la estética como la profesionalidad, el juego parecía ganado desde el inicio por los responsables de la producción. Aunque fuera por un día, la cosa tenía gracia, como en aquella desternillante Matinee (1993) pergeñada por Joe Dante. Eso sí, cada uno en su sitio y tras un vistazo al presuntamente sofisticado sistema de ese cine que algunos atrevidos se han atrevido a bautizar como en cuatro dimensiones, empezaban las dudas: en los pasillos de los extremos había unos grandes ventiladores clásicos. De momento, parados.

Empezada la película, dirigida por Steven Quale, realizador de segunda unidad en Titanic, y escrita con cierta gracia por John Swetnam, y desarrollada la presentación de personajes, el asunto parecía más apasionante fuera de la pantalla que dentro, con esos impermeables feos como la rabia. Hasta que lo bueno, claro, empezaba con la tormenta. De pronto, una fría brisa te entraba por el lado, al que lanzabas una mirada amenazadora, y encontrando simplemente un ventilador dando vueltas, no al ritmo de los efectos especiales, sino al ritmo de toda la vida: un giro hacia un lado, pequeño parón, un giro para el otro. Más tarde, conforme avanzaba la acción, que no estaba ni bien ni mal sino todo lo contrario, una película de catástrofes más, con sus conflictos familiares internos y sus prototípicas redenciones finales en forma de actos heroicos, los ventiladores añadían al viento unas gotas de agua que te iban salpicando sin mojarte del todo, a la manera de los nebulizadores de las terrazas de los bares, y paraban cuando la historia se desarrollaba en interiores. Consecuencia: con En el ojo de la tormenta ocurre justo lo contrario de lo que se pretende, que es agudizar las sensaciones que ya crea la propia película. Al revés, el sistema despista, cada cosa va por su lado: la pantalla, los ventiladores y la cabeza del espectador, gira que te gira al ritmo de las aspas. Un sistema en el que además queda un ángulo ciego, justo en el centro del cine, al que con toda probabilidad no llegaban demasiadas gotas de agua.

Muchos directores de cine en tres dimensiones pensaron que el sistema, de por sí, añadiría emoción a la experiencia. Algo que ha ocurrido en cierto cine de animación, que sí ha sacado buen partido del 3D (¡Los mundos de Coraline!), y no tanto en la acción real, donde Gravity es el caso más palmario de éxito. Alfonso Cuarón entendió que no bastaba con las tres dimensiones y el escenario, sino que todo debía ir acompañado de una puesta en escena novedosa, huyendo del plano-contraplano y de ciertos academicismos arraigados durante décadas, casi desde que Griffith desarrollara el lenguaje del cine. Y la película, en verdad, causaba sensaciones nuevas, pero sobre todo por su poderío visual. Tampoco Coppola necesitó más que una cabeza de caballo en una cama para que se nos erizara el vello, ni Polanski más que la fuerza del primer plano del ojeroso rostro de Mia Farrow para que se nos helara el corazón. Así que de momento el futuro del cine no está aquí, sino en la emoción de siempre, en el talento de siempre; o en otro nuevo que, definitivamente, no es este. Estas cuatro dimensiones son un resfriado de verano.

EN EL OJO DE LA TORMENTA

Dirección: Steven Quale.

Intérpretes: Matt Walsh, Richard Armitage, Sarah Wayne Callies, Max Deacon.

Género: catástrofes. EE UU, 2014.

Duración: 89 minutos

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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