Banda sonora del materialismo mágico
Rodríguez Juliá contó en ‘El entierro de Cortijo’ las exequias del músico que llevó al éxito la plena
El sueño de todo lector que viaja —especie diferente a la del viajero que lee— es llegar a un lugar que no conoce, preguntar qué libro debe leer para entenderlo y, consultadas tres fuentes como es preceptivo, recibir una respuesta mayoritaria. Si uno va a Puerto Rico, coincide con más de dos escritores y hace la bendita pregunta, lo más probable es que termine escuchando este título: El entierro de Cortijo.Tal es la unanimidad en torno a la crónica en la que Edgardo Rodríguez Juliá —autor de más de veinte libros pero conocido en España sobre todo por sus novelas negras— relató las exequias del músico Rafael Cortijo, enterrado una sofocante mañana de octubre de 1982 en el cementerio de Villa Palmeras de Barrio Obrero después de que su ataúd tardara dos horas en recorrer la distancia que separa el lugar del velorio del camposanto y de hacerlo en loor —y en olor, añade Juliá— de multitudes.
El percusionista murió a los 54 años de cáncer, ya lejos de los focos
A la idea de Alfonso Reyes de que el ensayo es el centauro de los géneros le añadió Juan Villoro la de que la crónica es el ornitorrinco de la prosa: reportaje, cuento, entrevista, teatro, autobiografía. Desde ese punto de vista, El entierro de Cortijo, publicado en 1983 y reeditado repetidamente por ediciones Huracán, es un caso ejemplar. Arranca cuando el autor pone sobre la mesa sus prejuicios y reconoce que si llega en taxi al centro comunal de la calle Providencia es por miedo a que su pinta de "negrero mallorquín" desentone en aquel "corredor mítico de violencia". Nada de identificarse con los pobres para ganarse al lector. Cuando todo termine, él se volverá por donde ha venido y la pobreza se quedará donde está. Pero mientras termina, Rodríguez Juliá tiene tiempo de retratar a algunos de los muchos presentes, ya se trate de músicos ilustres como Rubén Blades, Ismael Rivera o Cheo Feliciano o de políticos "neoentusiastas" como el exgobernador Hernández Colón, cuyos guardaespaldas, impacientes, desentonan en una turba de gente digna de El Bosco y de la que, se cuenta, salieron los dedos que "distrajeron" la cartera del mismísimo cardenal que ofició el responso.
Según el novelista guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, al número de asistentes al entierro de un prócer latinoamericano hay que restarle un tercio por una razón simple: son guardaespaldas. No es el caso. En el caótico adiós a Cortijo los que se llenan la boca de grandes frases —"venimos a enterrar a un inmortal"— son minoría frente a la masa anónima de los que opinan que al muerto "se le ve de lo más bien". Milagros del maquillaje funeral. O frente a los que le recriminan como si fuera de la familia: "¿por qué te moriste el día de mi cumpleaños?". Cuando se para a descansar del relato, del calor y de los empujones, Rodríguez Juliá aprovecha para reflexionar sobre la muerte y sus ceremoniales: en todo dolor comunitario, dice, hay una pizca de narcisismo y otra pizca de cursilería. Él prefiere el pudor calvinista de "los gatos que se esconden para morir" frente al sinfín barroco de "ese escorial permanente que es la cultura hispánica", pero eso no le impide estar donde toca para apuntar, como al paso, que "a los muertos las mangas siempre les quedan un poco largas".
El autor muestra a ilustres que acudieron al funeral, como Rubén Blades
El entierro de Cortijo contiene la descripción de un coito digno de Lezama Lima y hay momentos en que alguien no acostumbrado al léxico caribeño podría perder pie, eso es cierto, pero nunca su aparente hermetismo impidió a nadie disfrutar Paradiso o el mismísimo Polifemo de Góngora, antillano a su modo. Recuperado de la borrachera lingüística, al lector no le costará nada recuperar el hilo de una crónica que incluye lecciones de antropología pero también su parte de historia de la música. Todo cabe en la despedida del gran rey de la plena, ese género musical nacido en Ponce, un lugar en la otra punta de la isla que hoy alberga, por cierto, una colección de pintura prerrafaelita inesperada fuera de Gran Bretaña. Cortijo, percusionista, acertó a llevar aquel ritmo de esclavos a la televisión y desde allí, hasta el éxito. Murió lejos ya de los focos, pero su desaparición a los 54 años —cáncer— sirvió para reconsagrarlo como pionero y tronco de tantas cosas, empezando por el Gran Combo de Puerto Rico. A los blancos les quitó los prejuicios y a los negros, las guaracheras, esas mangas flamígeras que llevan en los cómics las orquestas caribeñas.
Fue otra etapa gloriosa del viaje recurrente entre dos estaciones llamadas negación y negocio. Cambia el género musical pero no las reticencias de los biempensantes. Pocos años después de la muerte de Cortijo, a principios de los años noventa, comenzó a circular por Puerto Rico un nuevo estilo en el que los eruditos de lo popular han visto mezcla de plena, bomba, salsa y merengue del Caribe español con dancehall jamaicano, reggae de Panamá y hip hop neoyorquino: el reggaetón. En febrero de 1995, un destacamento de la policía llamado pretenciosamente Escuadrón del Control del Vicio organizó una redada en varias tiendas de discos de San Juan con el objeto de requisar grabaciones que "incitaban" al sexo, la violencia y el consumo de drogas. Siete años más arte, el propio Senado celebró un debate en torno al indecente "perreo". Ni que decir tiene que aquella campaña moralizante fue la mejor publicidad para una música cuyo éxito posterior no hace falta glosar. Lo cuenta el antropólogo puertorriqueño de origen cubano Jorge Duany en La nación en vaivén (Ediciones Callejón). El libro es un gran complemento para El entierro de Cortijo y su título refleja bien el estatus de un territorio fascinante pero a veces invisible cuando se piensa en Latinoamérica. De eso se quejan los ciudadanos de un país con más población en Estados Unidos que en la isla; tradicionalmente más pobre que el Estado más pobre de la unión a la que está "libremente" asociada, pero más rico que el país más rico de América Latina. Paradojas de una frontera insular que baila en español pero cobra en dólares. Como le gusta decir al irónico Luis Rafael Sánchez, autor del clásico La guaracha del Macho Camacho y gran patriarca de la literatura boricua moderna, esa moneda en el lubricante que engrasa las relaciones entre Puerto Rico y Estados Unidos. Él lo llama materialismo mágico.
Babelia
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