El espectador de su muerte
Albert Drach escribió una ácida novela en plena guerra y la situó en la Francia de Vichy
La literatura de la primera mitad del siglo XX parece una inmensa arca de la que todavía hoy salen verdaderos tesoros, obras escritas en la huida, entre incertidumbres y angustia de muerte, que a causa de la dispersión mundial de los escritores perseguidos, al ninguneo sistemático de sus logros literarios en la Alemania y Austria de posguerra, se perdieron o se olvidaron. Y ha sido el mérito de pequeñas editoriales como Minúscula que se rescataran y que en España, actualmente, se esté más al tanto de esta literatura que en sus países de origen. Este es el caso de Un viaje nada sentimental, de Albert Drach, abogado y escritor vienés huido en 1938 a Yugoslavia y después a Italia y Francia. Si esta novela escrita entre 1943 y 1946 tardó en recibir su merecido reconocimiento fue porque Drach sólo volvió en 1947 a Austria y no la pudo publicar hasta 1966. Tuvo que luchar contra resistencias antisemitas en todos los frentes. Desde luego, no pudo formar parte de la reconstrucción cultural de su país, como otros escritores judíos exiliados de su generación, sino que tuvo que reclamar su casa, ocupada por los denunciantes de su familia, y perderse en mil litigios.
De ahí que su amor patrio adquiriera un matiz algo ácido y a continuación se dedicara a escribir tan agudos como demoledores retratos de la sociedad austriaca de su época (ojalá se tradujera también alguno de ellos, como El gran protocolo contra Zweschkenbaum). De este cariz crítico y de su acidez, Un viaje nada sentimental ya da una buena prueba: "En mi querida patria cada cual tenía a su propio judío de excepción, al que luego denunciaba el vecino, de lo cual el primero se vengaba denunciando al judío de excepción del segundo, de manera que en ningún otro país parece que el exterminio de los judíos esté tan asegurado como en Austria".
Esta novela escrita entre 1943 y 1946 tardó en recibir su merecido reconocimiento fue porque Drach no la pudo publicar hasta 1966
Aquí, sin embargo, el fondo social sobre el que se desarrollan los hechos es la dulce Francia, la del régimen de Vichy, y Jean Coucou, un escritor y abogado austriaco judío refugiado en Niza, intenta no caer en las garras de las autoridades francesas, desde que decidiera negar la identidad racial que le han asignado los nazis. Los desinteresados funcionarios galos se muestran ávidos de satisfacer la demanda de judíos de los ocupantes alemanes, y seguimos aterrados a Coucou en su juego de falsas identidades, en cómo escapa del campo de internamiento, del tren de deportación o de la enésima detención. A partir de un momento, el fugitivo ya habla con los muertos, pues él mismo se considera muerto.
Su crónica resultaría insoportable si no se atenuara con ese cáustico sentido del humor y de la autoironía que disimulan el dramatismo del relato: “Pues sí, mi vida empieza a gustarme; cuando menos me resulta interesante: como si pudiera escindirme de tal manera que una parte mía asume los peligros, mientras que la otra asiste como un espectador pasivo al espectáculo que se ofrece”. La sentimentalidad queda prohibida desde el título. Es una fórmula que Coucou se repite en los momentos especialmente bajos, tras otra denuncia anónima, otra traición, otro fracaso amoroso. Pocos textos literarios sobre el Holocausto y sus antesalas consiguen semejante distanciamiento como Un viaje nada sentimental, con su seudosobrio estilo de protocolo judicial —espléndidamente recreado en la traducción de Adan Kovacsics— y su mirada entre rabiosa y desencantada sobre la especie humana.
Un viaje nada sentimental. Albert Drach. Traducción de Adan Kovacsics. Minúscula. Barcelona, 2013. 416 páginas. 24 euros
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