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Una dosis de nostalgia pura

Dan Zelinsky exhibe en un museo las atracciones mecánicas que heredó de su padre

Dan Zelinsky en su Musée Mécanique de San Francisco.
Dan Zelinsky en su Musée Mécanique de San Francisco.

No tiene horario fijo, aunque abre los siete días a la semana. En una nave, junto al submarino de la II Guerra Mundial con visitas guiadas, al borde del muelle donde se disputa la Copa del América, se resguardan más de 200 reliquias de otro tiempo, el Musée Mécanique. Dan Zelinsky (San Francisco, 1952) no recuerda otro oficio más que cuidar de las máquinas recreativas, una colección que comenzó su padre, Edward, en 1920, y no sabe si alguno de sus dos hijos, que por ahora ayudan, seguirán con la caótica exposición.

En el hangar se agolpan una recreación de una diligencia en una vitrina, un forzudo de cartón piedra que pone a prueba la virilidad o la recreación de una ejecución en la guillotina. La entrada es gratuita. Solo se paga por jugar a la primera versión de Pac man, el mítico comecocos, contemplar un diaporama de los estragos que causó el gran terremoto, deleitarse con un piano que suena sin intérprete o dejar que una zíngara de tela y pelo enredado lea la fortuna. La más antigua, el Praxinoscope, data de 1884: crea durante pocos segundos un efecto arcaico de dibujos animados. Los pinball, con muestras desde los años cincuenta, tienen cola. Son 25 céntimos por partida. “Podría pedir más, claro, pero de momento me parece un precio justo a cambio de revivir la infancia, de una dosis de nostalgia pura. Me da para vivir y pagar a los tres empleados. No necesito más”, reconoce.

A Zelinsky, cuyo medio de transporte son unos patines y usa como uniforme ropa de obrero del Oeste, camisa y pantalón vaqueros, le cuesta decidirse por una pieza. “Todas tienen su encanto. Es difícil. Quizá las que tienen melodías, la música me encanta. Los videojuegos, pocos, son los que menos me atraen. Son difíciles de arreglar, tienen electrónica. Lo mío es la mecánica”, aclara inmerso en un taller colmado de sierras, telas, hierros y olor permanente a aceite para engrasar. La herencia, aunque le sirve de medio de vida, no está exenta de complicaciones: “Tuve que ir a la universidad para aprender mecánica. Primero fui aprendiendo de los que venían cuando se rompía algo, ahora ya sé hacer cualquier pieza. No me queda otra porque ya no se hacen los repuestos”.

Disneyland le propuso cuidar la colección en su parque y darle una asignación. Lo rechazó

Se puede echar una partida de futbolín —fussbal, en alemán, se llama oficialmente—, enloquecer con la velocidad del hockey de aire o admirar una motocicleta de vapor por la que le llegaron a ofrecer 250.000 dólares. No claudica ante ninguna chequera, por voluminosa que sea. “No se vende. No hay nada en venta. Ni junto ni por separado”, espeta con cierta molestia.

“De todas las ofertas, la más generosa fue de Disneyland”, confiesa. Eso fue en 2002, cuando Playland, como se llamaban sus recreativos, tuvieron que desalojar el edificio Cliff. Durante dos años estuvo parado, sin tener adonde ir. La factoría de los sueños les ofreció cuidar la colección en su parque y darle una asignación mensual por la explotación. Tampoco aceptó. El elenco de artilugios se mantuvo en un almacén temporal hasta que ocupó con un acuerdo verbal el diáfano edificio actual.

Ese es precisamente el problema, que la localización actual tampoco es suya. “De momento, al Ayuntamiento no le parece mal que estemos aquí. Cuanto más populares, más seguros estamos, pero nunca se sabe, el espacio es escaso en esta ciudad”, se lamenta.

Todo está limpio, cuidado, y se respetan las muestras como en cualquier museo de prestigio, pero no hay folletos, guías o cuartos de baño. Nada más. Tan solo juegos y una expendedora de monedas de cuarto de dólar para comenzar a disfrutar del salto al pasado. Quizá se echa en falta un artilugio para que la sensación de nostalgia sea completa: una máquina de algodón de azúcar.

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