Gabo se cabrea
Gabriel García Márquez fue jurado en el festival de Cannes en 1982, cuando se premiaron ex aequo con la Palma de Oro Desaparecido, de Costa Gavras y Yol, de Yilmaz Güney, ambas muy justamente. Aquel mismo año también competía la película cubana Cecilia, de Humberto Solás, basada en la novela de Cirilo Villaverde. Fue una producción ambiciosa, ambientada con lujo de detalles a mediados del siglo XIX, de casi tres horas de duración, en la que la oficialidad cinematográfica cubana se había volcado en exclusiva, a pesar de la coproducción con España, aplazando proyectos de otros cineastas, para su comprensible disgusto. García Márquez batalló con ahínco para conseguirle un premio a la película, pero los demás componentes del jurado, que presidía Giorgio Strehler, no se mostraron afines y Cecilia se quedó sin premio alguno. Gabo cogió un cabreo de mil pares de diablos y culpó públicamente al presidente del Festival, Favre Le Bret, de haber presionado al jurado para que no premiaran la película cubana, lo cual fue desmentido por los demás jurados, entre los que estaban Sidney Lumet y Geraldine Chaplin.
Más comedido, pero también irritado, se mostró García Márquez cuando un año después volvió a Cannes para apoyar la adaptación de su novela La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, que había dirigido el brasileño Ruy Guerra. Como tantas otras veces ha ocurrido con películas basadas en su espléndida obra, esta también estaba lejos de la magia original del autor y, como no gustó, García Márquez andaba aquella noche de mal humor. A Pilar Miró, entonces directora general de cine, se le ocurrió invitarle a cenar junto a algunos amigos –aunque el objetivo principal que ella tenía era conversar con Víctor Erice, que acababa de presentar en el festival y con éxito El sur, es decir la primera parte de esa película que quedó truncada por decisión del productor, Elías Querejeta. La Miró quería que Erice la terminara y para ello le ofrecía las ayudas oficiales necesarias. Erice, resignado a que El sur solo fuera lo que en Cannes se había presentado, rechazó la oferta–. Los demás invitados a la cena debíamos tratar de consolar a Gabo de su aflicción por el desastre de Eréndira, y a mí también me tocó hablar con él, tan alicaído como estaba el hombre. Le conté que había estado en Macondo, o sea en su Aracataca natal, y que conservaba con cariño una foto que allí me hicieron frente a un viejo almacén de madera donde con alguna A destrozada por el tiempo, aún podía leerse bien claro el nombre del pueblo. “Usted quiere caerme bien pero miente. No hay en Aracataca ningún lugar que diga Aracataca”. Como lógicamente no tenía a mano la dichosa foto tuve que callarme, pero cada vez que la veo pienso qué grandísimo escritor ha sido, pero qué mal perder tenía… De cerca, algunas veces los genios desensantan al vérseles tan humanos.
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