Marguerite Duras, año 100
La novelista, dramaturga, guionista y cineasta de las mil caras y compromisos sigue fascinando En su centenario, La Pléiade publica todos sus libros y los teatros reestrenan sus obras
Le Square es una novelita corta y una función de teatro, o más bien un diálogo largo, de una sola escena. Duras la escribió en 1955. Trata sobre la gente corriente. Una señora de mediana edad, que cuida a un niño en una de esas maravillosas plazas con jardín de París, se encuentra con un viajante de comercio. Los dos parecen grises, perdidos, sin atributos. Hablan de esto y aquello con palabras sencillas. De la soledad y el desamor, de los viajes hechos y no hechos, de la pequeña ambición de mejorar y lo mucho que cuesta cambiar, de la posibilidad de beberse la vida aunque los sueños no se cumplan.
Hace unos días, dos grandísimos actores, Clothilde Mollet y Didier Bezace, han representado en el teatro L’Atelier de París esa obrita de Marguerite Duras. Un escenario desnudo, unas sillas de bar apiladas, un banco, un niño que de vez en cuando vuelve de sus juegos y dice “tengo sed”. El resto es diálogo, palabras hermosas saltando de boca en boca con gracia y soltura, una lengua que parece música.
La acción es casi inexistente hasta que la pareja de desconocidos se anima de repente a echarse un bailecito sin música, porque descubren que los dos podrían pasar la vida bailando, pobres, felices y solitarios, ajenos al abrumador ruido de la Historia.
Pero lo más chocante de la pieza es la actitud del público en la platea; la gente contenía el aliento como si aquello fuera una película de suspense, nadie podía desviar un momento la vista, aunque no había rastro de tensión, sorpresas, efectos…
La vida, simplemente, tal cual era hace cincuenta años, conversada, improvisada, sin móviles ni tabletas en las que refugiarse: dos almas que se encuentran, conectan y se separan. Los aplausos del final, tranquilos, compactos, sostenidos, explicaban lo visto: ese era el universo de Marguerite Duras, su fascinante mundo interior; y a la vez, el tejido sentimental de un país, de un continente donde la gente amaba hablar con el otro y no tenía miedo a nadie más que a sí mismo; de una Europa que salía del horror y se conformaba con muy poco, o quizá con todo lo importante: el amor, la amistad, la comunicación, vivir.
Según su biógrafa, Laure Adler, “Duras inventó una nueva forma de escritura cantada y hablada”
Ayer hizo 100 años que Marguerite Duras nació en la Conchinchina. El lugar se llamaba Gia Dinh, cerca de Saigón, en lo que hoy es Vietnam y entonces era la Indochina francesa. Escritora, dramaturga, guionista y directora y productora de cine, Marguerite Germaine Marie Donnadieu fue quizá la mujer más activa e inquieta y la autora más plural y diversa de su época, una renovadora del teatro, la novela y el cine de su tiempo, una agitadora política y cultural que se atrevió a romper las cadenas y las convenciones mucho antes de que los cachorros de Mayo prohibieran prohibir.
“Era encantadora, ingeniosa, valiente, divertida, brillante, fascinante y, aunque dicen que le gustaban los excesos, no necesitaba tomar nada para colocarse. Marguerite estaba siempre colocada de forma natural y era imposible aburrirse con ella, seguramente es la persona más libre que he conocido nunca”. Más o menos así recuerda a su amiga el cineasta español Adolfo Arrieta, que la conoció en una playa de Pesaro (Italia) en 1969, cuando él era un joven exiliado y presentaba su película El juguete asesino, y Duras presentaba su segundo filme, Détruir dit-elle. “Su película me encantó; la actriz era Catherine Sellers, que había sido novia de Albert Camus. Hablamos mucho de cine, nos hicimos muy amigos y nos bañamos en el mar. Marguerite nadaba muy bien, me acuerdo de que había muchas olas, y las olas nos tapaban y nos descubrían. Fue como una metáfora de nuestra relación. Unas épocas nos veíamos mucho y de repente nos dejábamos de ver”, recuerda Arrieta.
Después del encuentro en la playa, el cineasta underground frecuentó a Duras en París con otros jóvenes españoles huidos del páramo franquista. Arrieta recuerda que Duras “tenía una buhardilla vacía en su casa de la calle de Saint-Benoît y se la prestó a Javier Grandes (su actor fetiche y tío de Almudena Grandes) para que pintara allí. Luego llegó Enrique Vila-Matas y se quedó a vivir una temporada, de gorra, claro. “Marguerite me prestó su casa de París y otra que tenía en el campo, en Neaufles, para que rodara Pointilly. Ella adoraba montar con Enrique en una barca en el estanque misterioso de la casa de Neaufles”.
“Duras pasaba el tiempo escribiendo en su casa, muy cerca del café de Flore y del Hotel des Pyrénées, donde nos alojábamos Grandes, el pintor Miguel Ángel Irazazábal y yo. Era muy gracioso ver a Duras, tan bajita, caminar con Miguel Ángel, que era altísimo. Marguerite lo adoraba”.
Unos años más tarde, en plena madurez pero siempre inquieta e insatisfecha, Duras conoció un éxito formidable: en 1984 ganó el Premio Goncourt con El amante, una autoficción sobre su adolescencia oriental que se haría todavía más célebre por su adaptación al cine. La versión de Jean-Jacques Annaud batió récords de taquilla, pero Duras renegó por completo: “No tengo nada que ver con esa película. Es un fantasma de un tal Annaud”, dijo. En 1991, reescribiría el libro con el título El amante de la China del Norte.
Allí estaba su infancia, cosmopolita, colonial y precoz, transcurrida en la escuela de Gia Dinh, que dirigía su padre, Henri Donnadieu, mientras su madre trabajaba como maestra: el principio de la sensualidad, la primera regla, las primeras violaciones de las reglas, las escapadas, el río de la vida, el sexo, el arrobo… El mismo espíritu transgresor que recrearía de forma más explícita en Hiroshima mon amour, la película de Alain Resnais, que Duras escribió en 1959, con la presencia de ánimo suficiente para conectar sexo y muerte —su padre había muerto en la metrópolis cuando ella tenía siete años—.
Las fotos la traen del pasado con el cigarrillo entre las manos, menuda y esquiva, las gafas gordas de pasta. Su biografía estuvo hecha de idas y vueltas, y su obra de mundos lejanos e íntimos, muy poco transitados por la literatura, especialmente por la literatura escrita por mujeres. Duras eligió su seudónimo en homenaje a la ciudad francesa donde vivió brevemente en los años veinte, pero enseguida su madre nómada decidió volver a Camboya, y de nuevo a Vietnam, antes de meterse a terrateniente, arruinarse y dejar a sus tres hijos en la miseria. Marguerite lograría hacer el bachillerato de Filosofía, volvió a Francia, empezó Derecho, terminó Ciencias Políticas y en 1938 se colocó de secretaria en el Ministerio de las Colonias.
Era encantadora, ingeniosa, valiente, divertida, brillante, fascinante y, aunque dicen que le gustaban los excesos, no necesitaba tomar nada para colocarse
Un año después, se casaría con el poeta Robert Antelme, y juntos lucharon en la Resistencia contra la ocupación nazi, aunque ella no tardaría en echarse un amante y en publicar su primera novela, Les Impudents (1943), ya con el seudónimo Duras. En 1944, su grupo de resistentes cayó en una emboscada; la heroína consiguió escapar gracias a Jacques Morland (el nombre de guerra de François Mitterrand). Antelme fue deportado a Buchenwald y Dachau. Allí lo encontraría Mitterrand en 1945, enfermo de tifus. A su regreso, Antelme escribiría un libro de referencia sobre los campos de concentración nazis, La especie humana (1947).
Duras también contaría esa etapa en su relato El dolor. La pareja se hizo militante comunista y se divorció en 1946. Duras tuvo un hijo –Jean— con su nueva pareja, el escritor Dionys Mascolo, en 1947. Antelme fue comunista hasta 1956. Duras lo dejó un año antes. Más tarde, los dos compartirían otra causa noble: la oposición a la guerra de Argelia. Antelme moriría en 1990.
Antes de eso, en 1984, Duras se encontró con Mitterrand una noche en un restaurante. Acababa de ganar el Goncourt y le dijo al presidente: “¡Ahora soy más célebre que usted!”.
También dijo que nunca había mentido en un libro, y que “lo que está en los libros es más verdadero que lo que el autor ha vivido”. Según su biógrafa, Laure Adler, “Duras inventó una nueva forma de escritura cantada y hablada”.
Pero inventó también una forma de vida nueva, libre, femenina y feminista, solitaria y colectiva, divertida y polémica, hecha de excesos, renuncias y libertad, de militancia y agitación.
Su historia y su obra múltiple han llegado al centenario de su nacimiento con la fuerza contenida que siempre tuvieron. Una decena de obras teatrales se representarán este año; el 13 de mayo La Pléiade publicará sus obras completas, y el Ayuntamiento de París ha organizado debates y conferencias en su honor.
Después de escribir docenas de novelas que guiaron los pasos del nouveau roman, de convertirse en una heteredoxa de la nouvelle vague y de influir en escritores y artistas de todas las disciplinas posibles, Duras se apagó el 3 de marzo de 1996, en el tercer piso de su casa del número 5 de la Rue Saint-Benoît.
Adolfo Arrieta recuerda que un día antes sintió la necesidad de ver a Duras. “Fue tremendo, llevaba años sin verla y de repente tuve la sensación muy intensa de que debía ir a verla enseguida. Agarré un avión en Madrid y me fui a París. Fui hasta la casa, vi la luz encendida pero no me atreví a llamar. Al día siguiente, me enteré de que se había ido a otro planeta”.
Sobre su tumba, en el cementerio de Montparnasse, sus amantes y seguidores siguen depositando todavía hoy flores y recuerdos. En la lápida se puede leer su nom de plume, Marguerite Duras, dos fechas y sus iniciales: M. D.
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