Los años mallorquines
Un recuerdo a la década pasada por el genio de la guitarra en las Islas Baleares, adonde llegó en busca de anonimato
“Bach es la música”, espetó Paco de Lucía un día de la que fue su última década discreta refugiado en Mallorca. En una sobremesa familiar con gente ajena a su tema, desgranó sus referentes históricos en un arte en cuyo panteón de ilustres ya habitan el flamenco, obviamente, el jazz, de manera central, y la música cubana que le arrastró a vivir en la Habana. Dio detalles de su relación con la copla y su recobrado interés por Albéniz; festejó el calado artístico y humano de su compadre Alejandro Sanz, describió el genio imprevisible de Chick Corea, la fantasía de Al di Meola o narró maravillas del que creía gigante inigualable, su amigo muerto, Camarón. Ironizó, de paso, sobre algunos músicos “que cantaban como un vaca” y lamentó el excesivo protagonista de algunos productores musicales.
Era un antiguo rojo sin trabas, habitante de la discreción aunque politizado y con opiniones formadas sobre todas las cuestiones de actualidad. Miraba a la gente a los ojos y escuchaba, se interesaba por cuestiones familiares y profesionales de sus interlocutores. Sin pedantería hablaba de Machado, Lorca, Kant o de una película clásica. Era un álbum de vivencias, cariñoso. En cada hotel salía a fumar a la terraza y abría el iPad para seguir las novedades de España y del Mundo, el caso Urdangarin y los detalles del Real Madrid, porque a él le interesaba eso.
Quería trabajar con los viejos intérpretes habaneros, vivir su mar y estar cerca de México, la tierra de su mujer, Gabriela. Por ello se tomó un año de estancia en la Habana, con sus amigos, de nuevo en en el Caribe, tras aquellos tiempos de ensueño, ocio, mar y mucha pesca submarina en el Yucatán.
“Es difícil y lento componer. Hacer una letra tampoco es sencillo y rápido, como la poesía que es densa, pero crear buena música, parir una canción no sale siempre, es harto complicado”, confesó el autor de Entre dos aguas, banda sonora de una generación. En su madurez quería intentar cantar, dar protagonismo a su voz, tras ser un intérprete excelso de la guitarra desde la niñez. Cual monje perfeccionista, autoexigente, llegó a tener etapas de hastío o respeto hacia el instrumento, que no tocaba ni miraba. Un disco era el fruto de años de probaturas, silencios y temores. “La guitarra no tiene hambre”, bromeó un día en una matanza del cerdo cuando un rústico anfitrión le emplazó a ir a buscar su otro yo y tocar.
Renunció a vivir en su caserón de seis plantas de Toledo; optó por Mallorca, donde pudo habitar sin ser ametrallado cada día por los flashes del ejército de japoneses que se apostaba ante su puerta castellana para captar la imagen del souvenir, un ‘monumento’ vivo. Su casa grande fue señalada en las rutas turísticas y las guías.
Paco de Lucía buscó después refugio y soledad para componer, leer y tocar la guitarra en una casa de campo cerca de la mítica playa de Es Trenc, en Campos, adonde acudía, caminando. “Cocino guisos simples, sin pijerías, como los que elabora la gente humilde sabiamente”. Sus pasiones alternativas estaban bajo el mar y en la cocina. También, en la naturaleza y el campo. Sembró olivos, prensó su aceite y vio crecer con su mujer a sus hijos pequeños, Antonia y Diego, de 14 y 11 años, junto a los que pereció, jugando en la arena. Para poder educar en el Liceo Francés de Palma a los dos menores de sus cinco descendientes restauró una casa grande en una zona montañosa no lejos de la capital. Cultivó los jardines y ascendía rápido por los pinares en cuesta porque para ser buen guitarrista era necesario estar en forma, recordaba.
En los festejos rurales de Mallorca era un tímido afable, nada vanidoso y muy poco dado a la autorreferencia. Temía tener de vecino un pesado sabiondo y desdeñaba que para complacerle el anfitrión colocara su música en alto. Perfeccionista, era crítico con todo lo hecho. Al lado de la bahía de Palma se reencontró una vez con su viejo cómplice el poeta José Manuel Caballero Bonald. Hablaron de flamenco, de tiempos idos, amigos y de las aceitunas partidas, amargas, que seducen al literato.
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