El padre del ‘pop art’ sigue asombrando al mundo
La Tate Modern acoge una ambiciosa muestra retrospectiva de Richard Hamilton La exposición, que repasa los 60 años carrera del artista, llegará al Museo Reina Sofía en junio
Bill Hayes canta con afectación hillbilly desde las entrañas de una vetusta gramola The ballad of Davy Crockett, mientras Kirk Douglas besa a otro hombre, Charlton Heston se dispone a hacer añicos las tablas de la ley ante la mirada crispada de Robbie el Robot y un micrófono invita a que cualquiera alce la voz. Si la instalación demostró ayer, durante la presentación de la fenomenal exposición dedicada por la Tate Modern al artista británico Richard Hamilton, que conserva intacta su capacidad de asombrar incluso aunque se hayan cumplido con creces todas sus profecías pop… ¿Cómo debió de ser el impacto en los visitantes a la histórica colectiva del Independent Group This is tomorrow, de 1956, donde se pudo ver por primera vez?
Imposible saberlo… pero no tan difícil de suponer. Richard Hamilton, artista analítico y escrupuloso, padre del arte pop británico y casi con toda seguridad también del otro, debió de provocar entonces la conmoción reservada a los cambios de paradigma; entre la nueva y la vieja Inglaterra, entre el pasado burgués y el futuro de la publicidad y el consumismo, entre la sociedad de la radio y los mass media. En la misma sala de la instalación, una reproducción de su gran collage ¿Qué hace de los hogares de hoy tan diferentes, tan atractivos? parece la prueba definitiva de que sus dardos siguen acertando en las dianas.
Richard Hamilton debió de provocar entonces la conmoción reservada a los cambios de modelo
Fue diseñado para la cubierta del catálogo de This is tomorrow y con su mezcla de culturistas, piruletas, electrodomésticos y eslóganes publicitarios está considerado el big bang del pop art, movimiento que Hamilton definió en su célebre carta a los Smithson (“es prescindible, es barato, es…”) para luego desmontarlo con cerebral ironía; al elegir a Bing Crosby, ya una ajada estrella en los sesenta, parece mirar por encima del hombro al Warhol fascinado con la obviedad de Elvis Presley.
Antes y después del collage se despliega en la exposición, que en junio llegará con el apoyo de la Fundación Abertis al Reina Sofía ampliada y mejorada (260 obras en Madrid, frente a las 160 de Londres), el universo de un creador excepcional. Se ha convertido en un cliché decir de uno de esos ajustes de cuentas artísticas que llaman retrospectiva que pone en su sitio el legado de tal o cual nombre denostado por la academia, pero en este caso no parece arriesgado afirmar, como hace Manuel Borja-Villel, director del Reina, que esta exposición recoloca a Hamilton “como uno de los mejores artistas del siglo XX”.
Concebida en su origen por él mismo —la muerte a los 89 años le impidió en 2011 terminar el trabajo— y organizada cronológicamente por los comisarios, Vicente Todolí, exdirector de la Tate, y Paul Schimmel, la propuesta gravita en torno a los icónicos interiores de Hamilton. Una de ellas, la inaugural Growth & Form, da la bienvenida al visitante con su extraña mezcla de ciencia y escultura en lo que se trata de todo un acontecimiento: nunca se había reconstruido la pieza, desde su primera exhibición 1951 en las salas del Institute of Contemporary Arts (ICA), a cuyos heroicos comienzos estuvo Hamilton asociado, cuando Reino Unido trataba de restañarse las heridas de la II Guerra Mundial a base de orgullo nacionalista y el optimismo un tanto irónico propio de Pasaporte para Pimlico y el resto de las comedias de los estudios Ealing.
El resto de las instalaciones se reparten entre las salas del museo nacional y el ICA. Todolí explicaba ayer en el transcurso de una charla sostenida con vistas a un día de perros sobre el Támesis y la catedral de San Pablo, que más allá del número de obras incluidas, la muestra del Reina “se centrará más en el proceso de trabajo del artista que en sus resultados”.
Recuerdan los implicados en el proyecto, como el coordinador de la exposición Rafael García, que Hamilton quiso desde el principio privilegiar la parada madrileña (es más, nunca contó con que la itinerancia incluyera la Tate). El artista, londinense que durante tantos años fue profesor en Newcastle, consideraba España como su segunda casa desde que llegó en los sesenta siguiendo los pasos de Duchamp, quien, a su vez, hizo lo propio con Dalí. Como prueba de su sostenida relación con la Costa Brava, Huc Malla, continuador del legado de la mítica Galería Cadaqués tras la muerte hace seis años de su fundador, Lanfranco Bombelli , contemplaba ayer algunas de las obras que Hamilton concibió para sus 14 exposiciones individuales celebradas en el espacio.
En la sala contigua a esta, cuyas piezas estrella son los relieves con la silueta del Guggenheim de Nueva York y una representación de la risa de un crítico como dentadura postiza, aguarda la portada del disco blanco de los Beatles y la serie de pinturas con diversas técnicas que hizo a partir de una foto de Mick Jagger esposado al galerista Robert Fraser. Y si algo queda claro es que, si bien él no se consideraba pintor, se reveló como un pulcro maestro del medio. La técnica toma protagonismo en las últimas décadas; a medida que fue envejeciendo (del paso del tiempo hay pruebas en otra de las grandes obras de su vida, las Polaroids que de él tomaron personalidades como Gerhard Richter, Dieter Roth, Joseph Beuys o Ferran Adrià) su arte se hizo más político (con lienzos como el que representa a Tony Blair en plan pistolero o el antes y después de la ocupación en Palestina).
La muestra termina con el tríptico inacabado, basado en La obra maestra desconocida, de Balzac, en la que Poussin, Tiziano y Courbet posan delante un ordenador en otra demostración de que ni la ironía, ni la tecnología (llegó a diseñar un ordenador en los ochenta) le abandonaron nunca. Y al final queda la sensación de que mirar al pasado de Hamilton, hombre obsesionado con el futuro, los cohes, las tostadoras y otras promesas, es un ejercicio memorable.
Babelia
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