Adiós a Félix Grande: Caeré diciendo que era buena la vida
Voz imprescindible de la poesía española del último medio siglo, el poeta muere a los 76 años Sus versos mezclaron lo lírico con la visión descarnada de las cosas
Félix Grande, que escribió en dos versos que sólo son verdaderas / las palabras irreparables, murió ayer en Madrid víctima de un cáncer. El martes que viene hubiera cumplido 77 años. Por si en sus ocho libros de poemas quedaba alguna duda sobre la relación entre literatura y vida él llamó Biografía a su poesía reunida y Libro de familia a su último poemario. En él habla de los suyos, es decir, de Vallejo y Machado, del flamenco, de su mujer y su hija (Francisca Aguirre y Guadalupe Grande, también poetas). Y de su madre, una mujer que amenazaba con suicidarse porque, contaba su hijo, llevaba dentro el “espanto” de la Guerra Civil: Oh madre alucinada, o madre medio loca, princesilla / del martirio, emperatriz del pánico, sacerdotisa / de la calamidad, hormiguita cargada con la piedra / del miedo universal del mundo.
Aquella madre trabajaba en el hospital de Mérida mientras el padre combatía en el bando republicano y por eso Félix Grande nació el 4 de febrero de 1937 en la capital extremeña, concretamente, donde se juntan, otra vez las palabras, la calle Concordia y la calle del Calvario, no lejos del Guadiana. Niño de la guerra, la contienda marcó al muchacho como alguien que siempre estuvo entre dos calles: fue extremeño de Tomelloso (Ciudad Real) —donde pasó su infancia y donde será enterrado—, guitarrista flamenco consagrado a la poesía y poeta a caballo entre la generación de los cincuenta y la de los novísimos. Tenía tres años menos que Claudio Rodríguez pero se estrenó como escritor uno más tarde que Pere Gimferrer. Fue en 1964, con Las piedras, ganador del premio Adonais, el libro que inauguraba públicamente —Taranto (Homenaje a César Vallejo) seguía inédito— una obra expresionista y existencial que combina el compromiso cívico del medio siglo con la ruptura formal que explotó en el 68. Publicado un año antes, en 1967, el torrencial Blanco spirituals llevó el nombre de Félix Grande a las historias de la literatura.
Cuando obtuvo el galardón más importante de la poesía española de la época, Grande llevaba siete años viviendo en Madrid. Aunque había empezado vendiendo de puerta en puerta pomadas contra los sabañones, trabajaba desde 1961 con Luis Rosales en Cuadernos Hispanoamericanos, convertida en caja de resonancia de una literatura muy ignorada hasta la ruidosa eclosión del boom. En sus páginas encontraron cobijo tanto autores consagrados como Cortázar u Onetti como exiliados que no disfrutaban de tanto reconocimiento como Antonio di Benedetto o Daniel Moyano. El propio Grande llegaría a dirigir la revista entre 1983 y 1996, año en el que fue destituido por el Gobierno del PP, un gesto que el poeta vivió como un desgarro.
En los remotos días del pueblo Félix Grande había acumulado un variado curriculum como vendedor ambulante, vinatero, oficinista en un almacén, recitador de casino y cabrero como su abuelo, su padre y su hermano. Por eso solía decir que había sido “más pastor” que Miguel Hernández aunque “menos poeta”. También decía que la figura arrolladora de Paco de Lucía le hizo entender que nunca sería un guitarrista de los grandes. Fue entonces cuando combinó tablaos y bibliotecas para escribir Memoria del flamenco, un clásico del género y Premio Nacional de Flamencología en 1978. Ese mismo año publicó otro de sus libros fundamentales, Las rubáiyátas de Horacio Martín, que obtuvo otro premio nacional, esta vez de poesía. A partir de ahí, el silencio. Si acaso, los versos rescatados para cada nueva edición de Biografía. Y la prosa: ensayos como La calumnia (1987), una defensa de Rosales frente a la acusación de delatar a Lorca o La balada del abuelo Palancas (2003), una novela, cómo no, autobiográfica.
Cuando en el invierno de 2004 le concedieron el Premio Nacional de las Letras Españolas, la obra poética de Félix Grande parecía cerrada. “Cuando no llegan las palabras es tal vez porque uno no se lo merece”, decía sobre un silencio de más de 30 años. Fue la impresión causada por una visita al campo de exterminio de Auschwitz lo que le devolvió a la poesía, para él, una mezcla de inocencia y coraje, “un estado de gracia, no un género literario”. Así nació La cabellera de la Shoah, el poema-libro de mil versos con el que se cerraba en 2010 su poesía reunida, aquella Biografía a la que siguió, pocos meses más tarde, Libro de familia. Y ayer, la muerte, esa enorme palabra irreparable. Pero caeré diciendo / que era buena la vida / y que valía la pena / vivir y reventar, escribió Félix Grande en unos versos que quiso titular, secamente, Poética.
Babelia
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