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Amparo Soler Leal, grande del cine y el teatro, muere a los 80 años

La actriz fallece en Barcelona tras una fructífera carrera junto a grandes directores como Berlanga, Buñuel, Pilar Miró o Jaime Chávarri

Marcos Ordóñez
Amparo Soler Leal.
Amparo Soler Leal.gorka lejarcegi

Amparo Soler Leal tuvo la sabiduría de dejar la escena tras un éxito: la gira de Al menos no es navidad, de Carles Alberola, lo que se dice un “mano a mano servido”, con Asunción Balaguer, en 2003.

Es difícil sintetizar en setecientas palabras una carrera como la suya. Durante años fue “la hija de Milagros Leal y Salvador Soler Marí”: fueron los años de sus comienzos, primeros cincuenta, en la compañía del María Guerrero, a las órdenes de Luis Escobar, donde destacó en lo cómico y lo dramático. Fue también Amparito (así la llamaban en las críticas) cuando, casada con Marsillach, consiguieron grandes éxitos en el Windsor barcelonés: Bobosse, de Roussin, y George y Margaret, de Savory, en el 58, y, al año siguiente, en la sala del cine (que llevaba el que sería su segunda pareja, Alfredo Matas), Café del Liceo, de Armiñán.

En 1961, sin abandonar su carrera teatral, fue Marilú, la entretenida generosa que albergaba en su piso a Julia Caba Alba en Plácido, de Berlanga, con quien trabajaría en media docena de películas memorables, hasta la última, Paris Tombuctú (1999): en la memoria queda su fantástico rol de Chus, la marquesa tuerta y sulfúrica de la Trilogía Nacional. Volviendo a la cronología, y si tuviera que completar una selección (forzosa) de sus mejores trabajos en la pantalla, me quedaría, de la década de los sesenta, con sus burbujeantes roles en tres adaptaciones de Paso (Usted puede ser un asesino (Forqué, 61), Vamos a contar mentiras (Isasi, 61) y Las que tienen que servir (Forqué, 67), y la amante de Maurice Ronet en la negrísima Amador (1966).

En los setenta ya es plenamente “la” Soler Leal: triunfa en televisión con Tres eran tres (72/73), de la mano de Armiñán, que vuelve a reclamarla para El amor del capitán Brando (73) y Jo, papá (75), y alcanza su mayor cota dramática como la madre terrible de Mi hija Hildegart (77), a las órdenes de Fernán-Gómez. No quisiera olvidar sus composiciones en La adúltera (75), de Bodegas, o la agridulce Nosotros que fuimos tan felices (76), de Drove, ni aquella insólita road-movie que fue Vámonos, Barbara (78), de Cecilia Bartolomé. Tras el bombazo de La escopeta nacional (78), llega la Varona de El crimen de Cuenca (Miró, 80), y dos papelazos con Chavarri: Dama Maria Antonia en Bearn (83) y Dolores, la esposa de Agustín González, en Las bicicletas son para el verano, al año siguiente.

Si no recuerdo mal, se había alejado de los escenarios a mediados de los setenta, tras la gira de La señorita Julia (1973), con Julio Núñez, dirigida por Marsillach, y no regresó hasta el 94, por puro placer, en una pequeña sala, la Beckett barcelonesa, y con la pieza de un debutante, Amanda (94), de Carsten Ahrenholz, dirigida por Herman Bonnin, junto a Jordi Dauder, Miquel Cors e Ivan Tubau. Encadena las funciones, porque en abril de ese mismo año, Bonnin le hace la clásica oferta imposible de rechazar: protagonizar La Celestina, la obra que su madre, Milagros Leal, había interpretado un cuarto de siglo antes. Lo hace en el Condal barcelonés, en versión de José Ruibal, secundada por Romà Sánchez, Bea Guevara, de nuevo Dauder, y Lina Lambert, entre otros.

El nombre de Amanda le trae suerte, porque poco más tarde la llama Mario Gas para interpretar a la madre de El zoo de cristal, Amanda Wingfield, de Tennessee Willims, junto a Francesc Orella, Maruchi León y Alex Casanovas. La función, todo un éxito, se estrena en abril del 84 en el Joventut de L’Hospitalet, recala luego en la Villarroel, gira por toda España y en enero del 95 llega al María Guerrero. En el 97 volvió a alejarse del teatro, diría que tras el estreno de Salvajes, de Alonso de Santos. Escribiendo esta nota he recordado, de golpe, la primera función que ví de Amparo Soler Leal: Viaje en un trapecio (70), de Jaime Salom, con José María Mompín, dirigidos por Loperena, en el extinto Moratín barcelonés, propiedad del dramaturgo. Estaba deliciosa, arrasadora. Inolvidable.

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