Un hidalgo enamorado
En un intento de romper con la leyenda negra, Duverger presenta a Hernán Cortés como un conquistador amante del mundo mestizo y poco proclive a usar la violencia
Sin estar extinguidos todavía los ecos de su controvertido libro sobre la autoría de la Historia verdadera de la Nueva España (que aquí sólo se recuerda de modo elegante en una nota marginal), aparece la biografía que el hispanista y mexicanista Christian Duverger dedica a la figura de Hernán Cortés. Ahora bien, dejando fuera de toda duda el perfecto dominio que el autor tiene de las fuentes, la bibliografía y el actual estado de la cuestión sobre el personaje, las preguntas pertinentes son: ¿Qué aporta de nuevo esta obra a la colección de biografías existentes (desde la de Salvador de Madariaga a la de Juan Miralles)? ¿Cuáles son los rasgos distintivos del Hernán Cortés que surge de sus páginas?
En el prólogo, José Luis Martínez señala ya la línea maestra del texto. El conquistador español se enamoró de México y quiso modelar un mundo mestizo, mediante la lengua (el náhuatl como vehículo de comunicación), mediante la sangre (enlaces mixtos entre hispanos e indígenas en menoscabo de las mujeres españolas) y mediante la construcción de un universo mental en que un cristianismo humanista y tolerante supiese incorporar sin traumas el núcleo de las antiguas creencias de los mesoamericanos. Esta imagen del Cortés mestizo es la que puede sorprender o encantar al lector del libro, aunque el prologuista advierte también de los riesgos de la tendencia apologética que recorre el curso de la obra y de algunas inciertas idealizaciones, como la sobrevaloración del conocimiento que el conquistador podía tener de la lengua autóctona o incluso el aumento de su estatura hasta el metro setenta superando el metro cincuenta y ocho que le adjudican las mediciones antropológicas.
Pasando ya al bloque central, la exposición de los hechos es impecable, combinando perfectamente la continuidad del relato con las inevitables digresiones obligadas por la necesidad de resolver los puntos litigiosos. Hernán Cortés se nos presenta como un hidalgo extremeño (más acomodado de lo que se había venido creyendo), estudiante de Salamanca por corto tiempo (aunque quizás con el suficiente para hacerse “bachiller en leyes”) y temprano pasajero con rumbo a La Española, donde actuará como jefe militar en la “pacificación” de la isla antes de desempeñar función similar en la de Cuba. Ya por entonces Cortés se distingue por una actitud proclive al empleo de la menor violencia posible y a la negociación subsiguiente, frente a la política de matanzas a gran escala y sometimiento brutal de los vencidos practicada por sus iguales, aunque parezca excesiva la declaración del autor de que “Cortés ama a los indios”.
La conquista de México podemos seguirla a través de las etapas conocidas: Veracruz, Cempoala, Tlaxcala y Cholula, donde hay que encontrar una justificación a la alevosa matanza que dejó sobre el campo a más de tres mil indígenas: mera razón de supervivencia en una expedición militar. Siguen los episodios del conocimiento y amorosa convivencia con la Malinche (Doña Marina), la ocupación pacífica de Tenochtitlan, la sujeción de Moctezuma, la matanza perpetrada por Alvarado en el Templo Mayor en ausencia de Cortés, la Noche Triste y el sitio de la capital mexicana, con la derrota de los aztecas que pone fin al mundo mesoamericano.
Y ahora llega la parte más personal del libro, aquella en la que el autor despliega el proyecto cortesiano. La noción clave es la de la creación de una entidad original específicamente mexicana, recurriendo al mestizaje y renunciando a la hispanización. Por un lado, se requiere la mezcla de las sangres, la unión de los españoles con las indígenas, en lo que el propio Cortés da ejemplo con su abierta práctica de la poligamia, que aquí se defiende como una concesión al mundo náhuatl y no como una inclinación natural del conquistador, que queda exonerado de las acusaciones demasiado simplistas (al estilo de la irónica afirmación del gran humorista mexicano Rius de que “lo cortés no quita lo caliente”). Después se admite la práctica de la esclavitud al modo mesoamericano y se establece la encomienda y el repartimiento de indios entre los miembros de la hueste conquistadora. Y finalmente se busca la autarquía de los pobladores mediante la introducción de cultivos europeos.
La otra vertiente esencial de la argumentación es la enemistad patente entre Hernán Cortés y el emperador Carlos V, caracterizado como “un soberano de salón sin ninguna nobleza de alma”. En realidad, la supuesta rivalidad remite a un plano superior: la pretensión de la Corona de disponer de todos los derechos de una Monarquía Absoluta en los territorios de su soberanía frente a las apetencias de los conquistadores (en México como en otros lugares) por consolidar un modelo feudal de apropiación de los medios de producción: la tierra y la mano de obra indígena. De ahí que Hernán Cortés, más que estar “a favor de lo criollo”, se encuentre desorientado justamente en el momento en que las Leyes Nuevas de 1542 se convierten en un verdadero tajamar dentro de la organización política y social de las Indias.
Hernán Cortés. Christian Duverger. Prólogo de José Luis Martínez. Taurus. Madrid, 2013. 480 páginas. 20 euros (electrónico: 9,99)
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