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Un adelanto de ‘Amanecer en la cosecha’, el esperado quinto libro de ‘Los juegos del hambre’

Desvelamos el arranque de la nueva novela de la saga creada por Suzanne Collins, un fenómeno que vendió más de 100 millones de copias y arrasó en taquilla con su versión cinematográfica. La trama está ambientada 24 años antes de los acontecimientos originales

Imagen promocional de 'Amanecer en la cosecha', de Suzanne Collins, editado por Molino, quinto libro de la saga 'Los juegos del hambre'.
Imagen promocional de 'Amanecer en la cosecha', de Suzanne Collins, editado por Molino, quinto libro de la saga 'Los juegos del hambre'.

Capítulo 1

—¡Feliz cumpleaños, Haymitch!

Lo bueno de haber nacido el día de la cosecha es que puedes quedarte durmiendo hasta tarde en tu cumpleaños. A partir de ahí, todo va cuesta abajo y sin frenos. Un día sin clase no compensa el terror del sorteo de nombres. Y, aunque sobrevivas a eso, a nadie le apetece comer tarta después de ver cómo se llevan a dos críos al Capitolio para asesinarlos. Me doy la vuelta en la cama y me tapo la cabeza con la sábana.

—¡Feliz cumpleaños! —Mi hermano Sid, que tiene diez años, me sacude el hombro—. Me dijiste que fuera tu gallo. Me dijiste que querías llegar al bosque en cuanto saliera el sol.

Es verdad. Espero terminar mi trabajo antes de la ceremonia para dedicar la tarde a las dos cosas que más me gustan: perder el tiempo y estar con mi chica, Lenore Dove. Mi madre convierte ambas cosas en un reto, ya que no deja de anunciar a quien quiera oírlo que no hay ningún trabajo demasiado difícil, sucio o complicado para mí, e incluso los más pobres son capaces de reunir como pueden unos cuantos peniques para que otros se encarguen de lo que no les gusta. Sin embargo, dados los dos acontecimientos del día, creo que me concederá un momento de libertad, siempre que termine antes la tarea. Los Vigilantes de los Juegos son los que podrían fastidiarme los planes.

—¡Haymitch! —gimotea Sid—. ¡Que ya sale el sol!

—Vale, vale, ya estoy levantado.

Ruedo del colchón al suelo y me pongo unos pantalones cortos hechos con la tela de un saco de harina proporcionado por el Gobierno. Tienen las palabras CORTESÍA DEL CAPITOLIO estampadas en el trasero. Mi madre no tira nada. Como se quedó viuda muy joven, al morirse mi padre en un incendio en la mina de carbón, nos ha criado a Sid y a mí encargándose de lavar la ropa de los demás y aprovechando hasta el último pedacito de todo. Las cenizas de la leña del brasero exterior se guardan para el jabón de sosa. Las cáscaras de huevo se trituran para abonar el huerto. Algún día, estos pantalones se cortarán en tiras y se trenzarán para hacer una alfombra.

Termino de vestirme y meto de nuevo a Sid en su cama, donde se entierra bajo la colcha de retales. En la cocina, cojo una rebanada de pan de maíz; es algo especial, solo por mi cumpleaños, mucho mejor que la masa oscura y arenosa que se hace con la harina del Capitolio. En la parte de atrás, mamá ya está removiendo con un palo un caldero humeante lleno de ropa; se le marcan los músculos al darle la vuelta a un mono de minero. Solo tiene treinta y cinco años, pero las penurias de la vida le han surcado de arrugas el rostro, como suele pasar.

Me ve mirándola desde el umbral y se seca la frente.

—Felices dieciséis. Hay salsa en la cocina.

—Gracias, mamá.

Doy con una sartén llena de ciruelas guisadas y me echo un poco en el pan antes de salir. Las descubrí en el bosque el otro día, pero es una agradable sorpresa encontrármelas calentitas y con azúcar.

—Necesito que hoy llenes la cisterna —me dice mi madre cuando paso junto a ella.

Tenemos agua corriente fría, aunque el chorro que sale es muy fino y se tardaría una eternidad en llenar un cubo. Hay un barril especial de agua de lluvia pura por la que cobra un extra, ya que deja la ropa que se lava con ella más suave de lo normal, pero usa el agua del pozo para casi toda la colada. Con todo lo que hay que bombear y cargar, llenar la cisterna es un trabajo de dos horas, incluso con la ayuda de Sid.

—¿No puede esperar a mañana?

—Me estoy quedando sin agua y todavía tengo ahí una montaña de ropa —responde.

—Pues esta tarde —le digo, intentando ocultar mi frustración.

Si la cosecha termina a la una, suponiendo que no forme parte del sacrificio de este año, puedo acabar con lo del agua a las tres y tener un rato para ir a ver a Lenore Dove.

Una manta de niebla envuelve con aire protector las casas maltrechas y grises de la Veta. Resultaría una visión reconfortante de no ser por los gritos dispersos de los niños que sueñan que los persiguen. En las últimas semanas, a medida que se acercaban los Quincuagésimos Juegos del Hambre, esos sonidos se han vuelto más frecuentes, igual que los pensamientos que, motivados por la ansiedad, he tenido que mantener a raya. «El segundo Vasallaje de los Veinticinco. El doble de niños». Me digo que no tiene sentido darle vueltas, que no puedo hacer nada al respecto. «Como dos Juegos del Hambre en uno». No hay forma de controlar el resultado de la cosecha ni lo que ocurre después, así que no alimentes las pesadillas. No te dejes llevar por el pánico. No le des esa satisfacción al Capitolio. Ya nos han quitado más que de sobra.

Sigo por la calle vacía cubierta de carbonilla que lleva a la colina donde está el cementerio de los mineros. Un revoltijo de lápidas toscas sobresale de la pendiente. Hay de todo, desde piedras con nombres y fechas grabados hasta tablas de madera a las que se les pela la pintura. Mi padre está enterrado en la tumba familiar. La parcela de los Abernathy, con una sola lápida de piedra caliza para todos nosotros.

Imagen promocional de la escritora Suzanne Collins, cedida por la editorial Molino.
Imagen promocional de la escritora Suzanne Collins, cedida por la editorial Molino.Todd Pitt

Tras echar un vistazo rápido alrededor por si hay testigos (aquí no suele venir gente, y menos al alba), me arrastro por debajo de la valla para salir al bosque que linda con el Distrito 12 y poner rumbo al alambique. Fabricar licor blanco con Hattie Meeney es un negocio arriesgado, aunque un paseo por el campo comparado con matar ratas o limpiar los retretes de fuera. Espera de mí que me esfuerce al máximo, pero ella también lo hace y, aunque ya dejó atrás los sesenta, es capaz de trabajar más que una persona el doble de joven. Hay que hacer muchas tareas monótonas: recoger leña, cargar con el cereal, guardar las botellas llenas y transportar las vacías para volver a llenarlas. De eso me encargo yo: soy la mula de Hattie.

Me detengo junto a lo que llamamos el depósito, una zona pelada oculta por las ramas colgantes de un sauce donde Hattie deja las provisiones. Dos sacos de doce kilos de maíz triturado me esperan, y me echo uno a cada hombro.

Tardo una media hora en llegar al alambique, donde me encuentro a Hattie frente a una olla llena de malta remojada, junto a los restos de una pequeña fogata.

Me ofrece una cuchara de madera con un mango muy largo.

—¿Por qué no lo remueves un poco? Suelto los sacos de maíz bajo el techado en el que guardamos las provisiones y alzo la cuchara, victorioso.

—¡Toma, un ascenso!

Que me deje encargarme de la malta es nuevo. Puede que Hattie empiece a entrenarme para que algún día seamos socios. Dos de nosotros fabricando licor a tiempo completo aumentaría la producción, y siempre hay más demanda de la que puede cubrir, incluso de la porquería imbebible que hace con el cereal del Capitolio. Sobre todo de esa, porque es lo bastante barata para que los mineros puedan permitírsela. El licor bueno lo compran los soldados alborotadores (los agentes de la paz, vamos) y la gente más rica de la ciudad. Sin embargo, el contrabando incumple mil leyes distintas, así que basta con que nos pongan un nuevo jefe de los agentes de la paz (uno al que no le gusten las bebidas fuertes) para que acabemos en el cepo o algo peor. La minería es un trabajo duro, pero no te cuelgan por hacerlo.

Mientras Hattie mete las botellas de medio litro de licor blanco en una cesta forrada de musgo, yo me agacho y remuevo a ratos la malta. Cuando se enfría un poco, la echo en un cubo profundo y ella añade la levadura. Dejo la malta remojada en el techado para que fermente. Hattie no va a destilar hoy porque no quiere arriesgarse a que el humo llame la atención si la niebla se disipa. Puede que nuestros agentes locales hagan la vista gorda con la destilería y el puesto en el Quemador, un viejo almacén que nos sirve de mercado negro, pero le preocupa que sus colegas del Capitolio nos localicen desde sus aerodeslizadores ocultos, que siempre vuelan bajo. Hoy tampoco vamos a transportar las botellas, así que me toca cortar leña para la semana. Cuando repongo la pila entera, le pregunto qué más hay que hacer y ella niega con la cabeza.

Hattie se ha ganado mi cariño dejándome una propina de vez en cuando. No en sueldo, porque eso se lo paga directamente a mi madre, sino con algún que otro detalle a escondidas. Un puñado de maíz triturado que le puedo llevar a Lenore Dove para sus gansos, un paquete de levadura con el que puedo comerciar en el Quemador y, hoy, medio litro de licor blanco para uso propio. Esboza una sonrisa llena de dientes rotos y dice:

—Feliz cumpleaños, Haymitch. Me parece que, si eres lo bastante mayor para prepararlo, eres lo bastante mayor para beberlo.

Tengo que darle la razón y, aunque no soy un gran bebedor, me alegro de tener la botella. No me va a costar nada venderla o cambiarla por otra cosa, e incluso podría dársela al tío de Lenore Dove, Clerk Carmine, a ver si cambia su opinión sobre mi persona. Cabría pensar que el hijo de una lavandera es alguien inofensivo, pero los Abernathy éramos unos rebeldes muy conocidos en su día y, al parecer, todavía apestamos a sedición, un aroma que resulta seductor y escalofriante a partes iguales. Hubo muchos rumores tras la muerte de mi padre; se sospechaba que el incendio no había sido un accidente. Algunos dicen que murió saboteando la mina, otros que su equipo fue víctima de los jefes del Capitolio por ser una pandilla de agitadores. Así que puede que el problema sea mi familia. No es que Clerk Carmine sienta simpatía por los agentes de la paz, pero tampoco es de los que tiran de su cadena. O puede que no le guste que su sobrina vaya por ahí con un contrabandista de alcohol, aunque el trabajo sea estable. En fin, al margen del motivo, el caso es que apenas me saluda con la cabeza y una vez le dijo a Lenore Dove que yo era de los que morían jóvenes, y no creo que lo dijera como un cumplido.

Hattie chilla cuando, siguiendo un impulso, le doy un abrazo.

—Venga, déjalo ya. ¿Todavía estás camelándote a esa chica de la Bandada?

—Al menos lo intento con ganas —respondo, entre risas.

—Pues ve a molestarla a ella. Hoy no me sirves de nada.

Me echa un poco de maíz triturado en la mano y me ahuyenta con aspavientos. Me guardo el maíz y me voy antes de que cambie de idea sobre su mejor regalo: tiempo con el que no contaba para estar con mi chica. Sé que debería irme a casa y adelantar el trabajo con la cisterna, pero no soy capaz de resistirme a la idea de unos cuantos besos robados. Es mi cumpleaños y, por una vez, la cisterna puede esperar.

La niebla comienza a clarear mientras corro por el bosque hacia la Pradera. Casi todo el mundo habla sobre lo bonita que es, pero Lenore Dove la llama «la amiga de los condenados» porque te esconde de los agentes de la paz. Suele ver el lado más oscuro de las cosas, aunque ¿qué cabría esperar de una persona a la que le ponen el nombre de una chica muerta? Bueno, la mitad por Lenore, la chica muerta de aquel viejo poema, y la otra mitad porque Dove es un tono de gris, cosa que descubrí el día que nos conocimos.

Amanecer en la cosecha, de Suzanne Collins, editada por Molino, sale a la venta este jueves 20 de marzo. Es la quinta novela de la saga Los juegos del hambre.

Jennifer Lawrence en la piel de Katniss Everdeen, en la adaptación cinematográfica de 'Los juegos del hambre'.
Jennifer Lawrence en la piel de Katniss Everdeen, en la adaptación cinematográfica de 'Los juegos del hambre'. EONE

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