El tiempo de la distopía
El fenómeno editorial de la saga ‘Los juegos del hambre’ alienta la nueva vigencia de un género literario que ha dejado de hablar del futuro para desvelar el presente
El pasado 6 de enero se estrenó en la cadena holandesa SBS 6 el último formato de reality show concebido por John de Mol, el hombre que dotó de nuevos significados al concepto orwelliano de Gran Hermano mediante el polémico —y longevo— concurso televisivo homónimo lanzado en 1999. El nuevo invento del demiurgo de la telerrealidad lo tiene todo para confirmar las peores sospechas de todos aquellos apasionados de la ciencia-ficción que vieron, en su día, en Gran Hermano la primera piedra de una distopía cumplida: el espacio lleva el nombre de Utopia y su mecánica consiste en aislar a un grupo de 15 concursantes en una zona rural para que tracen las bases de una nueva sociedad orientada a enmendar la plana a los sistemas vigentes. Fox adquirió el formato para emitir su versión americana, que se estrenó en septiembre con un desmesurado presupuesto de 50 millones de dólares por 20 episodios, y sus mensajes promocionales no dejaron de excitar la imaginación del futuro espectador, aunque no de manera especialmente tranquilizadora: “Sin previas estructuras de poder y recursos limitados, estos pioneros se enfrentarán al desafío de reescribir las reglas. ¿Escogerán democracia o dictadura? ¿Fidelidad o amor libre? ¿Castigarán o perdonarán? ¿Elegirán religión o racionalismo? ¿Compartirán con los otros o acapararán para ellos mismos? ¿Qué conflictos surgirán, qué líderes se afirmarán?”. Que no lleve a engaño el nombre del programa: una utopía a menudo suele revelar su naturaleza distópica al mirar bajo la alfombra.
Entretanto, la ficción distópica parece estar viviendo un momento dorado tanto en el mercado editorial como en el audiovisual: títulos como Anarchy: la noche de las bestias, El amanecer del planeta de los simios y El congreso han ofrecido en la cartelera veraniega tres visiones de futuro escalofriantes, apoyadas en conceptos tan distintos como la gestión estatal del odio y la violencia, la derrota evolutiva del ser humano por una especie con mayor conciencia medioambiental y lo que Stanislaw Lem vaticinó como farmacocracia, pero que, de hecho, ya existe como realidad palpable bajo lo que Beatriz Preciado denomina control farmacológico-pornográfico de nuestras estructuras de poder.
Cinco esenciales
Un mundo feliz (1932). Aldous Huxley. El placer es la principal herramienta de control en una sociedad futura que se parece demasiado a un presente donde hedonismo y trivialidad neutralizan nuestra capacidad de reacción.
1984 (1949). George Orwell. El texto distópico más influyente del siglo XX: una hipérbole de la pesadilla totalitaria de los cuarenta, cuyos agresivos conceptos —de la neolengua a la Policía del Pensamiento— parecen haberse adaptado y camuflado en nuestra cotidianidad videovigilada y políticamente correcta.
Congreso de futurología (1971). Stanislaw Lem. Tras encontrar un dramático final en el 8º Congreso Internacional Futurológico de Costarricania, el astronauta Igor Tichy es reanimado en un 2039 donde la humanidad ha llegado a la felicidad (o a su simulacro) por la psiquímica. Una afilada sátira distópica.
Bienvenidos a Metro-Centre (2006). J. G. Ballard. La construcción de un gran centro comercial en los suburbios inspira el surgimiento de un nuevo fascismo basado en el ímpetu consumista y un nacionalismo hooligan de grada de fútbol. La despedida de un maestro.
El círculo (2013). Dave Eggers. El deseo de desaparecer es una disidencia en el modelo de sociedad que imagina el autor de Qué es el qué: un Google-panóptico global que cree haber erradicado el problema del Mal a través de la hipervisibilidad.
Por otro lado, en el ámbito de la literatura juvenil, el fenómeno de la trilogía literaria abierta por Los juegos del hambre (RBA), de Suzanne Collins, ha inaugurado una ansiosa carrera a la búsqueda de nuevas propuestas de género dispuestas a batir esa marca: el tríptico formado por las novelas Divergente, Insurgente y Leal (RBA), de Veronica Roth, fagocitadas de inmediato por la industria del cine, ejemplifican, no obstante, los riesgos de mimetismo y reiteración que suelen conllevar esos estados de frenesí editorial. Que autores como el Nobel J. M. Coetzee tanteen las claves de lo distópico en un trabajo como La infancia de Jesús (Literatura Random House), que la crítica no ha recibido con excesiva benevolencia, podría ser otro síntoma de la pertinencia de esa clave genérica para descifrar un presente donde la memoria del pasado se desvanece ante la creciente materialidad de lo que, hasta no hace mucho, eran nuestros miedos futuros. De todos modos, el tiempo de las distopías también puede ser territorio fértil para su antítesis: la reciente traducción de Beaubourg. Una utopía subterránea (Enclave de Libros), de Albert Meister, obra en la que el suizo imaginaba un espacio utópico en el subsuelo del entonces recién inaugurado Centro Pompidou, permite establecer claras analogías entre su fantasía libertaria y las nuevas políticas culturales cultivadas en los círculos asamblearios surgidos tras el 15-M.
Presente distópico y futuro anticuado
“Nunca antes el futuro nos había parecido tan anticuado”, concluía el británico Will Self en su intervención radiofónica del pasado 1 de agosto en BBC Radio 4. Según el autor de Grandes simios (Anagrama), la utopía —y, por extensión, su reverso: la distopía— habla antes de las ansiedades y neurosis del presente que de los deseos de corregir el futuro y, así, el estado actual de ese modelo de discurso no hace otra cosa que subrayar un triunfo general del pesimismo que no permite habilitar una razonable parcela de porvenir que conquistar. Se podría decir de otra manera: vivimos un presente donde parecen haberse cumplido parcialmente muchas de las distopías más influyentes del siglo XX. Una buena prueba de ello es la buena salud y el excelente funcionamiento de la web Dystopia Tracker, creada por David Bauer, donde los usuarios van proponiendo y archivando algunas profecías cumplidas nacidas en el campo de la ficción: desde la vida virtual después de la muerte mostrada en un episodio de la serie Black Mirror hasta los coches de conducción automática que imaginó William Gibson en su obra germinal del ciberpunk, Neuromante (Minotauro).
“Se ha impuesto una sensación general de escepticismo tras esta crisis financiera que no ha sido sólo económica, sino también social y de valores”, señala el escritor Ricard Ruiz Garzón, coordinador de la antología Mañana todavía. Doce distopías para el siglo XXI (Fantascy). “La literatura distópica”, continúa, “ha vivido siempre sus momentos de mayor creatividad después de grandes crisis colectivas, que han colocado grandes interrogantes sobre el futuro. 1984, de George Orwell, y Fahrenheit 451 fueron hijas de la II Guerra Mundial, del mismo modo que la crisis del petróleo en los setenta dejó su huella en buen número de obras de ciencia-ficción que planteaban serias preocupaciones medioambientales”. La nueva era fundada tras el 11-S, la crisis económica, la renacida expansión del Ébola y los actuales conflictos en Gaza y Ucrania delimitan los perfiles de un presente inestable, donde, por otra parte, el control químico del bienestar, la videovigilancia, la hipervisibilidad de las redes sociales y los esbozos del transhumanismo definen una cotidianidad cada vez más parecida a una vieja novela de ciencia-ficción.
A pesar de todo eso, el experto británico David Pringle, editor de la legendaria revista dedicada al género Foundation entre 1980 y 1986 y autor del muy influyente libro divulgativo Ciencia-ficción: las 100 mejores novelas (Minotauro), tiene una opinión disidente frente a nuestro impulso de establecer una inmediata relación causa-efecto entre realidad y ficción: “En nuestro planeta está viviendo ahora mucha más gente que en ningún otro momento de la historia, con una media de vida más larga y con un índice de bienestar mayor que en cualquier punto de nuestro pasado. Si hemos de creer a Steven Pinker, autor de Los ángeles que llevamos dentro (Paidós), nos hemos convertido en una especie más amable y benigna. Los índices de criminalidad han descendido en las últimas décadas. Así que, en vista de todo esto, no queda otro remedio que concluir que vivimos en el mejor de los tiempos posibles. De todos modos, el animal humano tiene una pulsión por lo perverso (como bien sabía J. G. Ballard), así… ¿es posible que el fenómeno de la distopía contemporánea derive del hecho de estar viviendo en lo que, comparado con el resto de la historia, sería una utopía? Demasiada paz y tranquilidad nos hacen anhelar un poco de horror: la distopía”.
Breve historia de la distopía
La palabra distopía no figura en el Diccionario de la Real Academia, pero uno de los miembros de la institución, el escritor José María Merino —uno de los autores de Morir todavía—, mantiene un firme compromiso con su previsto proceso de incorporación. Se atribuye a John Stuart Mill el primer uso documentado del término en el curso de una intervención parlamentaria en 1868. Distopía —cuyo significado etimológico es “mal lugar”— es el antónimo de utopía, concepto acuñado por Tomás Moro en su obra escrita en 1516 para describir, literalmente, un no-lugar desde el que ofrecer un comentario sobre el presente político de Gran Bretaña. Según David Pringle, la primera utopía literaria ya incorporaba el germen de lo distópico: “La utopía tiene el desagradable hábito de transformarse en distopía. Incluso la obra de Tomás Moro, que bautizó el género literario de la utopía, tenía una doble cara. Es un cliché afirmar que describe una sociedad mejor, pero, de hecho, había algunos aspectos de esa sociedad imaginada que Moro contemplaba probablemente con horror: por ejemplo, la ausencia de Dios. Soy de los que piensan que realmente no estaba abogando por un buen lugar. Por el contrario, estaba imaginando un no-lugar como atalaya desde la que comentar, disimuladamente, el mundo que le rodeaba”.
La distopía crece y se expande como género literario a finales del siglo XIX, con los peligros del secularismo, el socialismo y el protofeminismo como primeros acicates para imaginar futuros problemáticos. La dialéctica entre capitalismo y socialismo dominará los primeros pasos de ese modelo de discurso dentro de una literatura de ciencia-ficción propiamente dicha para ir acogiendo, en décadas sucesivas, diversas modulaciones fóbicas espoleadas por los avances tecnológicos, la depredación medioambiental o la progresiva inmersión de lo real en lo virtual. En el último tramo de su trayectoria —el que se abre, en 1988, con la nouvelle Furia feroz (Booket) y se prolonga hasta su última obra de ficción Bienvenidos a Metro-Centre (Minotauro)—, J. G. Ballard tuvo la magistral intuición de despojar al género de su naturaleza anticipatoria para rastrear los elementos distópicos del presente. “No creo que Ballard se sintiese cómodo con el término distópico”, precisa Pringle, uno de los máximos especialistas en su obra, “él consideraba su trabajo como una exploración, que no era de por sí ni optimista, ni pesimista. A pesar de eso, a sus lectores nos resulta posible contemplar sus últimos trabajos bajo el signo de lo distópico. Están ambientados en un futuro muy cercano, que parece compuesto de lugares estables y felices, minados, no obstante, por esa demasiado humana pulsión por lo perverso. Según su punto de vista, la utopía no funciona porque la gente siempre se siente impelida a pulverizarla”. En Idyll (Dolmen), el cineasta reciclado en novelista Elio Quiroga propone una suerte de versión death-metal de ese último ciclo narrativo de Ballard. Resulta significativo que el escenario escogido —una zona residencial levantada en el desierto— se inspire en una inquietante utopía inmobiliaria sacada del mundo real: Celebration, la ciudad ideal con más de 7.000 habitantes que levantó The Walt Disney Company en Osceola County (Florida) a mediados de los años noventa, cumpliendo un viejo sueño del padre de Mickey Mouse.
Entre el romance y el videojuego
Las sagas literarias creadas por Suzanne Collins y Veronica Roth tienen varios puntos en común más allá de su paralela apuesta por futuros distópicos y aguerridas heroínas: un equilibrio entre una delgadísima —y mecánica— narrativa de videojuego y la habilidad para insertar una trama romántica en medio de una violencia que, de manera bastante desconcertante, no genera demasiados debates morales en unas protagonistas que parecen antes una fantasmagoría —o el equivalente literario de un avatar virtual— que personajes dotados de algo parecido al alma. En el caso de la trilogía de Collins, el factor romántico del relato adquiere, por lo menos, un matiz interesante al nacer, en un principio, como simulacro para la seducción mediática en un cruento reality, estrategia que conoce bien hasta el más merluzo aspirante a concursar en Gran Hermano.
La literatura distópica ha vivido sus momentos de mayor creatividad después de grandes crisis colectivas
Es cierto que Stephen King celebró la condición adictiva de la escritura de Suzanne Collins en una reseña publicada en Entertainment Weekly, pero el escritor no olvidaba señalar la palpable pereza autoral de un trabajo que, antes que un sólido edificio narrativo, se parecía más al andamio desde el que levantarlo. En Los juegos del hambre podría detectarse tanto una premonición de la revolución indignada como, según sugirió Jay Michaelson, una distopía del Tea Party, donde el populismo jeffersoniano encarna una idea del bien frente a un Estado demonizado. “Cuando una novela tiene diferentes lecturas es que es realmente grande, y personalmente me apasiona que sea así”, afirma Mar Peris, directora del área de literatura infantil y juvenil de RBA, “y si son viables estas lecturas dispares es porque el resultado final de la obra es lo bastante amplio de miras y universal para que mucha gente pueda identificarse. En definitiva, sea por una cosa o por otra, a nadie le gusta tener un ente represor que le oprima, eso está claro. A modo de ejemplo de cómo uno se puede identificar con la historia y de hasta dónde se puede llegar, impresiona mucho que en la revolución tailandesa contra el golpe de Estado, la gente hiciera suyo el símbolo de los tres dedos de Los juegos del hambre”. Otro signo de los tiempos —la distopía multiusos— o la cuadratura del círculo —Panem, el escenario de Los juegos del hambre, como un espacio tan ambiguo como lo fue en los orígenes la Utopía de Tomás Moro.
Colapsos del porvenir
Afirma Ricard Ruiz Garzón, responsable de la sólida antología Mañana todavía, que el título del volumen habla de esperanza y catarsis, porque pensar que habrá un mañana es ya un gesto positivo. No obstante, los futuros que describen los 12 relatos recogidos distan de ofrecer las comodidades de una residencia para entrar a vivir. Incluso dos de ellos, los firmados por Marc Pastor y José María Merino, se atreven a llevarle la contraria a uno de los tópicos tradicionales del género: el poder redentor de la ficción y la fuerza transformadora de la imaginación sobre lo real. En ellos, incluso la ficción es pervertida como instrumento de control.
Mañana todavía ofrece una excelente panorámica del buen estado de salud de la literatura de género en España: en ella conviven nombres veteranos —Javier Negrete, Elia Barceló, Rodolfo Martínez— con nuevos efectivos de una literatura de ciencia-ficción que tantea registros inéditos y se resiste a seducir sólo al iniciado —Marc Pastor, Emilio Bueso, Félix J. Palma—. En Los centinelas del tiempo, de Javier Negrete, la ortopedia lingüística de la corrección política se revela encarnación palpable de la neolengua que imaginó Orwell en 1984 (Debolsillo). Los relatos de Mañana todavía no juegan a las quinielas con el porvenir: usan las herramientas de la ficción para desvelar la estructura profunda del presente.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.