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‘Dramatis personae’: el verano

Un recorrido por las novelas que encierran en sí la idea del paréntesis estival

Elizabeth Taylor, en la película 'De repente, el último verano', basada en la obra de Tennessee Williams.
Elizabeth Taylor, en la película 'De repente, el último verano', basada en la obra de Tennessee Williams.

¿Qué libros encierran en sí la idea del verano? Más que de una guía de buenas lecturas ahora que la estación se acerca a su final, se trata de efectuar un paseo literario por, digámoslo así, el deseo y la muerte. Un enigma, antes de empezar: por alguna razón, sobre un alto porcentaje de los libros que tratan de encapsular en sus páginas la esencia del estío, se cierne la sombra de la tragedia. No siempre es así, por supuesto. De hecho, una entre las muchas maneras posibles de dar comienzo a nuestra travesía corresponde a una comedia: el Sueño de una noche de verano de Shakespeare es una fantasía deliciosa acerca de las veleidades y contradicciones del amor como pocas veces ha logrado trazar jamás ningún poeta. Cabe continuar el viaje en el mítico condado de Yoknapatawha, escenario de las narraciones debidas a uno de los mejores novelistas de todos los tiempos: William Faulkner, quien en Luz de agosto logró atrapar con pavorosa precisión el pulso infernal de la canícula. De una cumbre a otra. Dentro de la asombrosa producción narrativa de Flaubert, llama la atención una novela cuya acción tiene lugar en el corazón del verano: la ingeniosa Bouvard y Pécuchet, que el propio autor juzgaba la más importante de cuantas novelas habían salido de su imaginación. Relato en extremo entretenido y un punto delirante, antes de embarcarse en su redacción Flaubert se impuso la tarea de leer 1.500 libros. No podía ser menos, tratándose de un texto en el que su autor se propuso encapsular toda la sabiduría del universo. El escritor, y ello le añade una dimensión de trágica grandeza a su empeño, murió sin terminarla.

Tras nuestra incursión por tierras europeas, si les parece podemos cruzar de nuevo el Atlántico y abandonarnos a la contemplación de las aguas de la rada de Long Island desde una de las mansiones más lujosas que se alzan en su orilla. En El Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, las noches sofocantes del verano son la atalaya desde la que varias generaciones de lectores han visto y lo siguen haciendo hoy cómo se despliega ante sus ojos una de las tragedias amorosas pocas veces atrapadas de modo más certero entre las páginas de un libro. Una brisa impregnada de desconsuelo recorre dos historias acaecidas en los veranos del Sur: la primera es de Harper Lee, la gran dama de las letras sureñas, quien en Matar a un ruiseñor, refiere los detalles de un aciago drama de racismo y bajeza moral. Oriundo de Nueva Orleans, en el vecino estado de Luisiana, su gran amigo de la infancia, Truman Capote, es el autor del segundo relato. Capote se negó en vida su primera incursión en el terreno de la novela, pero Travesía del verano, una historia de iniciación sexual durante el tórrido verano de 1945 en Nueva York es una narración magnífica. Otro voz de otro ámbito. Un solo vocablo: Verano. Al sudafricano J. M. Coetzee, posiblemente el mejor escritor vivo, le basta una palabra para dar título a una escalofriante meditación sobre la condición humana en nuestro tiempo.

En el momento de escribir estas líneas, se abate sobre Nueva York una desesperante ola de calor, un calor capaz de despertar, y la expresión no es metafórica, instintos asesinos. El origen de la conexión es incierto, la toxicidad misma del calor, tal vez, pero es innegable que existe una relación entre la idea del verano y ciertas concreciones del mal. Durante una de las olas de calor más agobiantes de la historia de la ciudad, acaecida en el verano de 1976, un asesino en serie mantuvo en vilo a los residentes de los cinco condados de Nueva York. (La historia del satánico “hijo de Sam” la contó en imágenes Spike Lee.) El nombre real del asesino era David Berkowitz. Algún tiempo después de ser declarado responsable de sus actos y sentenciado a una condena centenaria en años, Berkowitz le pidió al psiquiatra que lo había examinado que transcribiera su historia. Las confesiones del hijo de Sam no es un libro que destaque por la calidad de su prosa, sino una foto fija de la mente de un asesino que permite asomarse a las raíces psicológicas de una ecuación extrañamente persistente: la que aúna literatura y crimen.

Una entre muchas escenografías posibles del deseo: las acotaciones a De repente, el último verano, de Tennessee Williams. Estamos en una mansión de estilo gótico victoriano en el Garden District de Nueva Orleans, un atardecer a finales de verano, asomados a un jardín tropical en el que crece, a la sombra de plantas de colores violentos, un bosque de helechos gigantes. En el aire flota el vapor caliente que desprende la tierra tras el fragor de una tormenta. Los árboles parecen sangrar. Cuando rompen a hablar, las voces de los dramatis personae desgranan las cadencias de una historia impregnada de deseo homoerótico. Una sed de signo pansexual transpira desde las páginas de Bonjour tristesse, narración de Françoise Sagan escrita contra el fondo caluroso de un verano. La protagonista, Céline, tiene 17 años y se encuentra atrapada en el centro de un complejo encruzamiento de pasiones. A su vez, la protagonista de El amante, novela autobiográfica de Marguerite Duras, tiene solo 15 años cuando, perdida en el exilio que comparte en la Indochina colonial con su madre, se deja arrastrar por el deseo agónico que enciende en su interior el joven chino que se enamora de ella. La lejanía geográfica de la cultura que forjó la visión del mundo de tres novelistas, una visión que no logra arrojar luz sobre las capas más profundas de la pulsión sexual recibe un tratamiento magistral en otros tantos relatos que transcurren en parajes tórridos: las cuevas (ficticias) de Marabar en Viaje a la India, de E. M. Forster; el Marruecos de Paul Bowles, en El cielo protector; y la luz cegadora del Caribe en El color del verano, de Reinaldo Arenas.

El desasosiego sexual discurre por cauces no menos turbios e inquietantes en los relatos que integran La Playa, de Cesare Pavese. En ellos al simbolismo del mar se añade el del fuego que saluda desde la arena la llegada del solsticio. Un río que atraviesa la sequedad de la meseta castellana. En El Jarama, novela de lírica desnudez, Rafael Sánchez Ferlosio, nuestro mejor prosista, narra con insólita profundidad de sentimiento la crónica de 16 horas en la vida de un grupo de adolescentes sobre quienes se abate la tragedia una tarde de verano en la aridez espiritual de la posguerra. En Helena o el mar del verano, bellísima fábula de Julián Ayesta, se encapsula con serenidad la trayectoria parabólica de todo un verano. Esta breve novela narra una historia de gran pureza en la que amor, muerte y adolescencia se engarzan siguiendo la derrota del sol en su lento declinar hacia el equinoccio de otoño. Sería imperdonable no incluir en nuestra travesía la Sonata de estío, de Valle Inclán, uno de prosistas mayores de nuestra historia literaria. Prodigiosa es también, de modo muy distinto, la enigmática Narda o el verano, del mexicano Salvador Elizondo.

No está justificado hablar de verano sin invocar la palabra aventura. Pocas novelas las refieren con más gracia y candor que Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain, en su luminoso recorrido por el Misisipí. Hablando de ríos, uno de los más singulares jamás ideados es el que conforma de manera intermitente el reguero de piscinas en las que se sumerge sucesivamente el protagonista de El nadador, relato de John Cheever que transcurre en el curso de un domingo de verano en un condado al norte de Nueva York. En las 22 viñetas que integran su hermosísimo Libro del verano, Tove Jansson recoge las lúcidas conversaciones que mantiene una niña finlandesa de 6 años con su abuela pintora. El libro destila la esencia de las horas del verano escandinavo, durante las cuales el sol no llega a abandonar un solo instante el cielo. Como todas, esta lista es inevitablemente arbitraria. Son cientos los títulos que merecen formar parte de una evocación como ésta. Sea esto como fuere, una manera oportuna de poner fin a nuestro recorrido es invocar el genio de J. D. Salinger. En Levantad, carpinteros, la viga maestra, relato más bien esquivo, la presencia opresiva del verano se adentra en un coche con los jóvenes protagonistas, borrando la distancia entre el mundo y el paisaje interior del alma adolescente, interponiéndose entre el deseo y la muerte, podríamos decir.

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