Esta camisa me tira de la sisa
Con Rodrigo, nada podíamos hacer, que tenía su sastre propio. Como todo el mundo lo advertía, que aquel cuello chimenea no podía ser industrial
Estaba cepillándome el abrigo, que me dije, bueno, mientras no me lo pueda quitar, al menos que vaya presentable, al tiempo que perfeccionaba el silbo gomero, para ver si así podía darle algún susto a José Manuel Soria, el ministro de Industria, que siempre que te dabas de bruces con él te llevabas un susto de muerte, que es igualito a Aznar pero en crecidito, como si llevara más alzas, lo que todavía daba más terror, porque un peluche, por muy amoroso que sea, si mide dos metros, por ejemplo, te pega un cerote de aquí te espero, así que imagínate si se trata de alguien con ese donaire que ustedes saben.
Me he ido, que lo que quería decirles es que fue ver a Pons, que seguro que se iba de mitin, porque llevaba la camisa blanca esa, que enseguida me acordé de la que tuvimos que armar con las camisas. Y las facturas. Con todas las cosas que teníamos que hacer Álvaro Lapuerta y yo y encima aquello: hala, a liarnos con las camisas, que aquí ahora todos venga que si Bárcenas un caradura, que si Bárcenas un traidor, pero bien que nos utilizaban. La mía, un 42, pero azulita, decían, que me favorece…
La cosa de las camisas surgió un día que EL PAÍS, en un colorín del domingo, allá en los noventa, sacó una foto de la mano de Aznar, sí, sí, como lo oyen, de la mano, que se le veía todo el puño raído. Entonces era solo aspirante a presidente. Se disculpó algún jefe del periódico, que yo lo sé, pero el aspirante se puso como una hidra: ¡Es una campaña, es una campaña!, gritaba en el despacho. Por no contar lo que bramaba Miguel Ángel Rodríguez. ¿Ana? Bueno, terrible, sí… ¿y no te pudiste mirar la manga, Josemari?, que te dejo un minuto… Así que en Génova se dio una orden tajante, no voy a decir de quién, pero ustedes ya se imaginarán, de que siempre hubiera camisas nuevas, a estrenar, para los jefes supremos.
Me niegan tres veces, por quitarse las pulgas y eso, pero había que vernos entonces. Primero se las comprábamos a Rajoy, que para eso es el jefe, y además menuda talla tiene el tío, que nos mide 1,88, casi nada. Luego las arreglábamos para Cascos, que tiene mi Rosalía una costurera buenísima, que arregla las sisas y pone unas lorzas —ocultas, claro— que son una monada. El vice no se daba ni cuenta, que hasta la quinta, o sexta o séptima mujer, ya no me acuerdo, no había quien hiciera carrera de él, que lo mismo se ponía una corbata de cuadros rojos con una camisa verde que sus jefes de campaña sufrían lo indecible, porque además a ver quién le decía que se cambiara de algo. Luego mejoró. Dentro de lo posible, aclaro. Con el otro, con Rodrigo, nada podíamos hacer, que tenía su sastre propio. Como todo el mundo lo advertía, que aquel cuello chimenea no podía ser industrial…
A Arenas, como es un currutaco y siempre ha sido de ir hecho un pincel, se las hacíamos a medida. Se las ponía una vez y las seguía usando Acebes.
—No me importa, Javier, no me importa. Puedes mancharlas, incluso. Si lo mío es la frugalidad, que ya dice el padre Maciel…
Fíjense, el padre Maciel, con lo que luego se supo… ¿La facturación, preguntan? Bueno, sí, como gastos de representación, claro, algún sobre que pillaba por ahí… Hombre, qué quieren, pedía facturas dobles porque así le cambiaba las fechas y ya está: una para Mariano, otra para Cascos; una para Javier, otra para Acebes… Y la costurera, claro, que las operarias de élite se llevan un pastizal, no crean… Floriano y Pons me odian porque no quise comprarles las camisas. A uno le dije que esos cuellos yo no los encargaba, que se los pidiera al camisero de Rodrigo, que a mí me daba vergüenza, y al otro que se las almidonara él mismo, que qué se había creído…
Con lo del silbo andaba cuando conectó conmigo el corpóreo, que le vi en plena forma.
—¿Ya te apareces, Luis?
—Aún, no, Luis, pero ya te dije que lo de las voces lo voy perfeccionando, que hoy he probado el grito de Tarzán, que por la noche impresiona mucho…
—Prueba con la voz de Aznar, que esa tampoco es manca…
—Pues es una idea, Luis, es una idea…
—Escucha, Luis, escucha, que te llamaba por otra cosa. A ver, ¿tienes por ahí los contactos de los proveedores de camisas?
—Oye, qué barbaridad, cómo es esto de ser dos y uno, que estaba yo ahora pensando en las camisas, fíjate qué casualidad…
—Pues verás, vamos a cambiar la cosa. Haz el pedido desde ahí… ¿La clave? La de la bruja, para que se vaya enterando… y sí, que las envíen aquí, a Soto del Real. Por ahora quinientas. Las pides a H&M, que son baratitas, y luego rascas el nombre, desde la H, pones Hackett y cambias el precio…
—¿El doble, Luis?
—Estás tonto, Luis.
—¿Por diez?
—Eso está mejor. Y que sean casual y de todos los colores, rayas y cuadros que puedas. Y de tallas variadas, claro, que me dice el abuelo del chabolo que eso es muy importante…
—¿Y quién es el abuelo, Luis?
—Ya te contaré, Luis, ya te contaré…
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