El James Dean de la Luftwaffe
Hans-Joachim Marseille, legendario as de caza alemán de la II Guerra Mundial muerto a los 22 años, fue un joven rebelde y seductor
La vida de Hans-Joachim Marseille, el “14 amarillo”, por el número pintado en el fuselaje de su aeroplano, no fue muy larga —murió a los 22 años—, pero sí fulgurante y duró lo suficiente para que el joven piloto alemán de apellido francés (descendiente de hugonotes) se convirtiera en una leyenda de la aviación. En su gran día, el 1 de septiembre de 1942, a los mandos de su Messerschmitt Me-109, derribó la friolera de 17 cazas enemigos, ocho de ellos en la misma acción, con intervalos de minutos.
Traducir a números la gran aventura aérea de “la estrella de África”, como se le denominó por el escenario principal de sus acciones, Libia y Egipto, en los cielos sobre las dunas, es absurdamente reduccionista. En las estadísticas no caben el miedo y la emoción salvaje de la guerra en el aire, los gritos de los aviadores que se abrasan, el vértigo al desplomarse tu aeroplano abatido del firmamento. Pero hay que reconocer que los números de Marseille son espectaculares: 158 derribos, un promedio de tres por combate.
Su extravagante personalidad acrecentó su mito. Desobediente, insubordinado, bohemio, auténtico James Dean de la Luftwaffe, rebelde sin causa del aire, era un imposible soldado que ignoraba la disciplina, las convenciones y las normas. Llevaba el pelo largo, su uniforme era un desastre incluso para los relajados estándares del Afrika Korps (se presentó con botas de faena el día que Hitler le entregó la Cruz de Caballero; al menos no iba con shorts y su famosa sombrilla de colores), se escapaba de la base y, chico muy atractivo, andaba siempre metido en líos de faldas. Entre sus conquistas figuran muchas actrices de la época, la cantante Nilla Pizzi, que le dedicó Rumba azul, y ¡Leni Riefenstahl!
Sostenía que el alcohol ayudaba a luchar en el aire. Una vez aterrizó con su caza en una autopista alemana para correr tras un árbol bajándose los pantalones por una llamada de la naturaleza (en la película que se le dedicó en 1957, La estrella de África, flojita, se convierte pudorosamente el episodio en un problema de orientación). Cuando Mussolini le impuso la mayor condecoración al valor italiana, le comentó a Ciano (yerno del líder fascista) si no le parecía que el Duce se creía muy importante. En una ocasión, en presencia de Hitler y el propio mariscal del Reich, preguntó en voz alta si Goering era gay.
Buen pianista y amante del blues y el jazz, género prohibido en la nueva Alemania nazi, le pidieron que tocara en una recepción a la que había acudido toda la jerarquía del III Reich y tras interpretar a Beethoven se lanzó a un tema jazzístico para horror de todos los presentes. Hitler se retiró en el acto, irritado. A otro lo hubieran enviado a Rusia o a Dachau. Marseille incluso era, contraviniendo las leyes raciales, amigo de un negro.
Su carisma, su prestigio como piloto y su aparente candor lo protegían. Parecía el chico ideal, un caramelo para la propaganda de Goebbels. Pero un nazi como Axman sintetizó perfectamente las dificultades para manipular su imagen: “Marseille es el modelo perfecto para la juventud alemana, hasta que abre la boca”.
Tenía un punto desarmante, aunque eso es difícil que lo apreciaran los numerosos pilotos aliados a los que mató. Es cierto que ellos también lo hubieran matado a él de haber podido y que él lo hizo, matarlos, respetando siempre las leyes de la guerra. Marseille fue incluso más allá. Varias veces sobrevoló aeródromos enemigos para arrojar notas indicando dónde había derribado a un piloto, para que acudieran a rescatarlo o recuperar su cuerpo. En una memorable ocasión, voló junto al avión al que acababa de disparar acompañando al piloto herido hasta que este pudo aterrizar.
Una nueva biografía de Marseille —The star of Africa, de Colin D. Heaton y Anne-Marie Lewis (Zeith Press, 2012)— nos muestra a un Marseille abiertamente antinazi, que rehusó hacerse miembro del partido y al que le torturaba la suerte de los judíos.
Jovencito con problemas familiares, sus inicios en la aviación militar fueron poco prometedores. Todos sus mandos trataron de meterlo en cintura hasta que se daban por vencidos. Incluso Steinhoff, el guapo as que se enfrentó a Goering y que quedó deformado al estrellarse con su reactor al final de la guerra (¡qué hubiera hecho Marseille con un reactor!), fracasó en disciplinarlo. Marseille solía birlarle el coche y regresaba a la base ebrio y acompañado de chicas a medio vestir…
Su carrera estuvo a punto de irse al traste. Pero sus jefes siempre acababan viendo algo en él. Aunque al principio —durante la batalla de Inglaterra— se lanzaba tan alocadamente al combate que regresaba con el avión hecho un colador. Desobedecía las órdenes y violaba las estrictas reglas de la aviación de caza alemana experimentando nuevas formas de luchar y volar.
Llegó el día en África en que todo lo que había aprendido se manifestó exponencialmente y el as irrepetible eclosionó en los cielos como una estrella abrasadora. Convertido en némesis de los Hurricanes y P-40 Tomahawks, sus presas favoritas, comenzó a contar derribos múltiples que engrosaban la cuenta pintada en su timón de cola.
El peso de la guerra y el impacto de ver a tantos como él convertidos en espirales de fuego, además de la muerte de su querida hermana Inge asesinada por un amante celoso, ensombrecieron al joven. El destino le reservaba morir invencible. Como Faetón, como Ícaro, no cayó por mano del hombre (o ametralladora de Spitfire). Los hados se le presentaron el 30 de septiembre de 1942 en forma de humo negro que inundó su cabina por un fallo del motor. Medio asfixiado, incapaz de ver, Marseille abrió la carlinga y colocó el avión boca abajo en la maniobra estándar para saltar. Pero al abandonar el avión golpeó con el pecho contra el alerón de cola y sus camaradas de escuadrilla observaron horrorizados cómo el as se precipitaba como una piedra sin abrir su paracaídas: 450 metros hasta dar de cara contra el desierto.
Le imagino caer con todos sus sueños, pesares y victorias. Dejando atrás la pureza azul del cielo de África para fundirse con la arena áspera y caliente. Y siento que en ese último momento, meteorito de carne y hueso, bello ángel abatido en la soberbia de su vuelo, Marseille, la estrella fugaz de África, está más cerca que nunca.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.