Un lunes en Caracas
El escritor colombiano juega con el sentido de las palabras dependiendo si se habla en España o Latinoamérica
"Cógeme, coño, quiero que me cojas!", decía ella. Estábamos en Caracas, ella estirada en la cama, yo inclinado mirándole la boca abierta, hace más de diez años, en un cuarto de hotel. En Colombia no usábamos el verbo coger con el significado que ella le daba, pero yo había estado en México, en Argentina, y entendía muy bien lo que me estaba pidiendo. Me lo expliqué por dentro en colombiano, preocupado: quiere que me la coma. Me lo traduje por dentro al español de España: joder, quiere. Pero yo no podía. ¿Por qué?
Para explicármelo recordé a Rebelde, el caballo garañón de mi abuelo, que a todas las yeguas de la región las montaba sin dudarlo un instante, armado con su porra erguida en diez segundos, menos a las moras. Por muy en celo que estuvieran, Rebelde a las yeguas moras las desdeñaba. Y esta mujer era mora para mí, en ese sentido. No es que fuera mora como las yeguas, de pelo gris, ni mora como les dicen en otras partes a las árabes o a las morenas; para mí era mora porque tenía una babita blanca, espesa, en la comisura de los labios, una babita blanca que se estiraba y se mecía en su boca, y así yo no podía besarla, ni volver a excitarme, ni comérmela.
Recordé, o creí recordar, el Diccionario secreto de Cela, y me definí a mí mismo: soy pichafría, soy pichafloja. El caso es que yo no podía coger a esa muchacha que se me había vuelto mora de repente.
Pocos segundos antes de tirar la puerta del hotel con todas sus fuerzas, con un estruendo que despertó a varios huéspedes del piso, ella alcanzó a gritarme: "¡Maricón!" Y yo la palabra la entendí de inmediato y no pude dormir esa noche pensando: me la merezco, esa palabra, por pichafría, por pichafloja. Una mujer, cuando quiere, no perdona jamás que uno no quiera. Los hombres tenemos que estar listos siempre. Y más si había bailado con ella salsa (sin saber bailar yo) en una discoteca de Caracas; y más si yo la había invitado en taxi al hotel y en el camino le había puesto una mano en el muslo derecho y otra mano en la teta izquierda; y más si habíamos subido juntos en el ascensor, mirándonos a los ojos y sonriendo. Pero fue en el ascensor, apenas en el ascensor, en el instante en que la miraba bajo la fría luz de neón, donde le vi la babita blanca meciéndose en la comisura derecha de sus labios. Si hubiera tenido pañuelo, se la habría limpiado, esa babita espesa, pero no, era inútil porque ya la había visto, y solo esa babita había tenido para mí el efecto que en otros puede tener, qué sé yo, una herida, sangre, un mal olor, una prótesis, algo. No, yo ya era incapaz de terminar en horizontal lo que había empezado en vertical durante el baile. Y quedar mal así, en el último momento, con Caracas de fondo, con una caraqueña como ella, bonita y dulce y alegre.
Me habían tocado mujeres calientapichas o calientapollas, que después de una noche de señales y gestos y caricias se echaban para atrás en el último momento, pero ahora era yo quien se había portado como un calientacoños. Qué vulgar que me he vuelto, pero eso pensé, y ahora lo cuento. Habíamos estado antes con Ednodio Quintero, un escritor que colecciona fotos de japonesas menores de edad, y yo había estado tendido en su balcón en una hamaca de palma de moriche, y hasta ahí había llegado ella a mecerme en la hamaca, y yo le había mostrado todos mis dientes en señal de asentimiento, y después habíamos ido a bailar (aunque yo no supiera bailar), y durante el baile, en Caracas, nos habíamos abrazado, y yo había sentido sus muslos entre mis muslos, y ella mi cachiporra contra su cuerpo.
Además, además, además, y esto no debería decirlo, pero lo digo, ella era chavista y tenía una gorra roja. De algún modo el juego yo lo había empezado también por eso: porque tal vez en la cama podía convencerla de su error, de su magnífico error de creer en un coronel vulgar y malhablado que decía al aire, por televisión: “Marisabel, ¡espérame en la casa que esta noche te doy tu merecido!”. Y eso ponía tan felices a los chavistas, esa prepotencia de chivo del comandante Chávez, del pichadura, del pichagorda. Era como si yo, desde el momento de la hamaca, le hubiera dicho a la camisa roja, a mi mulata, "¡ven a mi hotel que esta noche te doy tu merecido, morena!". Pero la cosa había salido así, mal, muy mal por todos lados, un fiasco completo, y antes de gritar maricón, ella ya me había aplicado un adjetivo más, de pura estirpe de su partido: "¡escuálido!".
El resto de la noche, desvelado, estuve viendo televisión. Por el canal del gobierno repitieron seis veces el grito del comandante: "¡Espérame en la casa que esta noche te doy tu merecido, Marisabel!".
Héctor Abad Faciolince, escritor colombiano y su última obra es Testamento involuntario.
Babelia
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