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FORMAS DEL AMOR / y 5

Su linda princesa

Vive en una patria en la que despierta y se acuesta con la misma pregunta: ¿todo esto para qué?

Leila Guerriero
Tomás Ondarra

"No toda la culpa es de los chicos”, piensa. Y se detiene azorado y se pregunta: “¿De dónde salió ese pensamiento?”. ¿Qué clase de padre piensa que sus hijos pueden ser culpables de alguna cosa? La tienda huele a cuero y a perfume. Hay vitrinas cerradas con llave donde objetos pequeños —estuches, monederos— parecen embriones acurrucados bajo luces dicroicas, y dos estanterías que llegan hasta el techo, repletas de bolsos. Él se queda mirando esas estanterías y siente, de pronto, un enorme desánimo. Porque sabe que, decida lo que decida, decidirá mal. Que elegirá un bolso demasiado vulgar, o demasiado oscuro, o demasiado grande, o demasiado chico, y que, cuando se lo dé (“¡Feliz cumpleaños!”), su mujer lo evaluará con un gesto artificial, como si intentara ocultar el desencanto con una actuación deliberadamente mala (una madre reprobando a su hijo idiota que otra vez trajo el cartón de leche equivocado), y le dirá “Gracias, qué lindo. A lo mejor es un poco/grande/chico/oscuro. Pero gracias”. Y después, durante la semana, en medio de un pequeño ataque de ira, ella dirá algo como “Qué día atroz: en la oficina me volvieron loca, esperé dos horas en el médico y encima tuve que ir a cambiar ese bolso a la otra punta de la ciudad”. Y el bolso será un ítem más en una infinita lista de molestias. Antes no era así. Pero ¿qué quiere decir “antes”?

Cuando vivía solo le gustaba mantener la casa —en la que vivía sin televisor, casi sin muebles y con cuatro zonceras (su colección de lápices, su tablero de dibujo, sus láminas de arquitectura)— en silencio. Desde que ella llegó (con sus vestidos de breteles finos y esa manera gloriosa de mover las manos y sus pesados muebles de algarrobo y un televisor que fue a parar a los pies de la cama), las mañanas y las noches se llenaron de música. Pero eran felices de una forma exaltada. Si después de la cena él decía “¿Vamos a un bar?” ella decía “¡Vamos!”, y se calzaba sus jeans más rotos sin que importara si era martes o domingo, sábado o jueves. Una madrugada se acostaron borrachos y él despertó poco después, desorientado, y orinó en el cajón donde guardaban las camisetas. Al día siguiente, ella descubrió el charco a los pies de la cama, el cajón rezumando orines, y lo despertó revuelta en carcajadas. Tenían un auto sin llave de encendido, al que había que darle arranque conectando los cables, con el que iban a sitios lejanos de los que, a menudo, tenían que regresar en autobús por falta de dinero para nafta. Él le hablaba de cosas con las que siempre había soñado: desarrollar un sistema de viviendas baratas para gente humilde; mudarse a la provincia y criar animales; irse de viaje —ahora con ella— durante un año, sin rumbo, sin dinero. Si él proponía “¿Vamos de campamento?”, ella respondía: “¡Claro!”, y pasaban cuatro días lavándose la cara en un río, teniendo sexo en una tienda de campaña gélida. Un día, regresando de una fiesta en las afueras —una de esas fiestas en las que la gente deambula por el parque y ríe y baila tontamente— él preguntó “¿Te divertiste?” y ella dijo “Me aburrí muchísimo”. Él creyó percibir en la frase un tono hostil, de ofuscación y rabia, y, desde entonces, cada vez que él anunciaba “Este fin de semana hacen otra”, ella respondía “Ah”, y desistían de ir. Con el tiempo, vendieron el auto viejo (compraron uno que él siempre encontró desangelado) y, aunque ya no volvieron a hablar de aquel viaje sin rumbo y sin dinero, ella empezó a llevar folletos de recorridos por Europa, 30 ciudades en 10 días y hoteles de cuatro estrellas que no se podían permitir. El seguía hablando de las cosas con las que siempre había soñado —diseñar un sistema de casas baratas para personas humildes, llevar una vida tranquila en la provincia—, pero ahora ella lo miraba con conmiseración, como si nada de todo eso hubiera sido otra cosa que un juego infantil (algo que nadie podía haber tomado en serio), y le pedía que, si tenía intenciones de ir a un bar, le avisara con un día de anticipación porque quería organizarse (y lavarse el pelo: ya no le gustaba salir con el pelo sucio). Después, llegaron los hijos. Dos, en tres años y medio. No estaban en los planes, pero ella se deslizó hacia esos embarazos con la majestad serena de un buque que entra a un puerto: como si siempre se hubiera dirigido hacia allí. Y, claro, la culpa no es de los chicos —porque ¿qué clase de padre piensa que los hijos tienen la culpa de alguna cosa?—, pero ¿qué son todos esos fines de semana planificados en torno a películas de Disney, combos de McDonalds, cumpleaños de amiguitos; esa puerilidad en la que ella parece cómodamente sumergida, como si fuera una ensoñación amniótica? ¿En qué momento todas las conversaciones se transformaron en conversaciones acerca del colegio, el dinero y los problemas con el lavarropas? Como si lo hubieran llevado hasta el medio de un desierto y lo hubieran dejado solo, hace ya tiempo que él habita una patria sin entusiasmo donde el agobio lo hace desistir antes de proponer cualquier cosa (un viaje en familia, una cena en un restaurante). Una patria en la que despierta y se acuesta haciéndose la misma pregunta: ¿todo esto para qué?

Pero ahora, a punto de comprar un bolso que seguramente no cumplirá con ninguno de los requisitos con los que un bolso tiene que cumplir, recuerda aquel tiempo en que él y ella avanzaban por la ciudad bajo el canto jurásico de las autopistas, convencidos de que se dirigían, como dos balas brillantes, al corazón venturoso de un futuro feliz. Y comprende que ella sigue siendo su linda princesa. Y también la odia un poco por eso.

Leila Guerriero, periodista y escritora argentina, es autora de Plano americano.

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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