Compay Segundo, 10 años sin el maestro del son
El 13 de julio de 2003 murió este artista cubano que impresionaba como músico y como hombre Tocaba el 'armónico' y cantaba como nadie Su fama global le llegó 1997 con la película 'Buena Vista Social club'
Aseguraba que pretendía llegar a los 115 años, igual que su abuela, que sobrevivió a las miserias de la esclavitud. No lo consiguió pero su biografía le situó en dos siglos: vivió de 1907 a 2003. Cuando llegó la noticia de su fallecimiento, muchos sentimos un aguijonazo de culpabilidad: ¡tantas cosas nos quedaron por preguntar!. Máximo Francisco Repilado Muñoz, Compay Segundo, era historia gloriosa de la música cubana pero no siempre pudo ejercer como músico profesional, una aberración muy propia de la Isla Grande.
Aún era menor de edad cuando empezó a actuar. Conoció todo tipo de formatos, al pasar por Los Seis Ases, la Banda Municipal de Santiago de Cuba (¡como clarinetista!), la Estudiantina de Yayo Corrales, el Trío Cuba, el quinteto Cuban Stars (con Ñico Saquito), el cuarteto Hatuey, el Conjunto Matamoros. Destacó finalmente con el dúo Los Compadres, donde se le adhirió el apodo luego universal: Compay (por “compadre”) Segundo (hacía la segunda voz a Lorenzo Hierrezuelo). Entre mediados de los cuarenta y principios de los cincuenta, pegó fuerte su música campesina. Pero Lorenzo le reemplazó por su hermano, Reinaldo Hierrezuelo, y eso le empujó a formar Compay Segundo y sus Muchachos, agrupación de menor repercusión.
La profesión de músico era incierta. Compay trabajó como barbero y, de forma regular, en la industria tabaquera, como torcedor de habanos. Ya famoso, uno de sus trucos en cualquier reunión consistía en desmontar un puro, señalar las diferentes capas (la tripa) y volver a reconstruirlo con manos asombrosas.
¿Hemos dicho ya lo de “y entonces llegó Fidel”?. Si la situación lo requería, Compay soltaba de carretilla los argumentos revolucionarios pero realmente no le gustaba hablar de los sesenta y los setenta. Según parece, en Cuba sobraban músicos y urgían “productores”. Así que Repilado se integró en una expedición agrícola, enviada a una provincia remota de China para asimilar las técnicas del cultivo del arroz. No le divertía evocar aquella “misión”: aseguraba que saludó a Mao pero que los chinos le miraban con pasmo; incluso le frotaban los brazos, “querían saber si manchaba o desteñía”. Lo peor, suspiraba, fue la prohibición tajante de relacionarse con la población femenina.
Bien entrados los ochenta, ya jubilado, volvió a la música. En la Cuba del Período Especial no había mucho respeto por los sonidos añejos pero logró hacerse un hueco en los crecientes locales para turistas. Pudo resolver las cuestiones económicas más apremiantes, a la vez que despertaba el interés de oyentes curiosos. Pablo Milanés, que había iniciado un proyecto personal de investigación en las formas históricas del son, intentó difundir sus poderes.
Impresionaba como hombre y como músico. Tocaba el armónico, su invento de adolescente, un cruce de guitarra y tres que le permitía añadir sonoridades metálicas al conjunto. Cantaba los temas tópicos del Circuito Mojito pero también tenía un variado repertorio propio, del merengue al danzón, con especial riqueza en el son: Sarandonga, Macusa, Chan chan.
Ya había hecho algunas visitas a España cuando un admirador, el rockero Santiago Auserón, le grabó, durante diez días de 1995, una deslumbrante Antología, con 37 pìezas. A los 88 años, finalmente tenía un retrato de cuerpo entero. Ry Cooder fue uno de los que se quedaron con la copla: allí estaba un tesoro viviente, un depositario de las esencias del Oriente cubano. Ya en La Habana, Cooder llamó a Repilado y otros veteranos, para lo que inicialmente tenía mucho de proyecto improvisado y que el mundo conocería como Buena Vista Social Club.
Reforzado por la película homónima de Wim Wenders, el Buena Vista le sirvió como pasaporte para una fama global. Todavía se discute el impacto que aquello causó en el devenir de la música cubana: los creadores más jóvenes, con mensajes a veces problemáticos, fueron aparcados en una orgía de apresurada celebración de “los viejitos”, muchos de ellos olvidados, fuera de circulación, condenados a tocar instrumentos deteriorados.
Paradojas que no preocuparon excesivamente a Compay. Estaba disfrutando demasiado: “las flores me llegaron tarde, pero me llegaron”. Aceptó todo tipo de duetos, recibió abundantes premios, se vio tocando ante Juan Pablo II o explicando a Manuel Vázquez Montalbán su dieta para mantenerse sexualmente activo.
Efectivamente, ejercía de seductor (con éxito, recuerdan). Y adquirió modos imperiales. Uno recuerda una comida oficial en Cartagena (España), con motivo del festival La Mar de Músicas, cuando se empeñó en arrullar a la alcaldesa, perteneciente al PP, con boleros que ordenaba tocar al sufrido Elíades Ochoa. Con su picardía oriental, con su sabiduría de vividor, con sus galones, todo se le permitía.
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