Rufus, un trovador con lentejuelas
Rufus Wainwright se mueve como un péndulo entre la ópera y el pop. Este artista total se ha convertido en una estrella mundial que enamora a todos los públicos.
Rufus Wainwright, el cantante que mezcla el Bolero de Ravel y su encuentro con un señor que lee revistas de moda, pone música a sonetos de Shakespeare y aparece en el escenario vestido de Judy Garland, cumplirá 40 años el 22 de julio en un concierto especial en el Teatro Real de Madrid. Anoche actuó en Barcelona y estos días gira por Europa. “El concierto va a estar dividido en dos partes”, explica en Santiago de Chile al salir de la rutina de entrenamiento físico a la que se somete diariamente cuando está de gira, “la primera será una selección de mi ópera, Prima Donna. En la segunda parte voy a hacer un verdadero viaje por toda la música que me gusta, desde Berlioz hasta Judy Garland y algunas canciones mías. Es un viaje entre todos los mundos que me interesan y apasionan. Siento que eso es muy sincero y que eso es lo que puede gustar. Lo que más me importa es que no sea una cosa forzada, quiero que sea natural. Hicimos un concierto parecido en el Covent Garden de Londres, y el señor de la taquilla me dijo que el 60% de los que vinieron nunca había venido al Covent Gardens antes”.
Vestido de chándal a las tres de la tarde, Rufus Wainwright es chico, concentrado y cuidadoso, de voz suave y monocorde interrumpida por una risa ronca y feliz. En concierto cierra los ojos, tuerce su cabeza a su derecha, y toca el piano de cola como si estuviera solo improvisando las canciones que salen de ahí. Bromea con el público, exagerando de manera teatral todo amaneramiento. Juega, se divierte, no le importa pasar del piano que maneja con toda perfección a un guitarra de pal, que según cuenta le regalaron en Corea del Norte, que aporrea sin piedad alguna.
Rufus Wainwright cumple 40 años. La palabra madurez resulta, por cierto, incómoda en Rufus Wainwright, que nunca fue un rebelde de pelo raro, pero que siempre supo jugar con cierta impunidad, la de una homosexualidad vivida sin complejos desde que se lo contara a sus padres a los 14, la de una versatilidad que derrota al mismo tiempo que fascina a los críticos de rock.
La ópera me conectaba mucho mejor que el rock con la intensidad de lo que estaba sintiendo a los 13 años
“Soy quizá parte de la última generación que vivió su vida con cierta impunidad. Me sentí siempre con el permiso de hacer un poco de todo. Creo que eso ha cambiado porque el mundo ha cambiado. Toco con una orquesta en Madrid o toco solo con el piano en Santiago de Chile. Adapto mi show a las posibilidades del escenario. Es un poco la tradición del trovador, del artesano que hace su trabajo y recibe su paga al final del concierto. Es un retorno hacia la ética artística medieval. Ir a un pueblo, cantar, ir a otro hasta que la plaga viene y tienes que correr. Es esa tradición, la tradición folk de mis padres, la que me sostiene”.
Creció en una familia iluminada por la música y acostumbrada a dirimir sus conflictos en canciones. Su padre, Loudon Wainwright III, volcó su envidia hacia el primogénito amamantado en Rufus is a titman. Su madre, Kate McGarrigle, afrontó el dolor de ser traicionada por su marido (que se fugó a Europa a principios de los setenta con la performer de la Factory Penny Arcade) dedicándole Go leave. Se divorciaron cuando Rufus contaba tres años. La propia Martha Wainwright, la hermana pequeña, desató el odio hacia su progenitor en el tema Bloody Mother Fucking Asshole (mejor traduzcan ustedes). Rufus ha hecho de esta impudorosa relación epistolar cantada con el resto de la familia uno de los leitmotivs de su carrera y se ha convertido en el más exitoso de los Wainwright. “Tuve muchas oportunidades para ser una estrella de rock. Estuve muchas veces en el lugar adecuado en el momento adecuado. Se me pedía hacer cosas para llegar al estrellato planetario. Hay cosas que hice y otras no. Si hubiese sido más estratégico, más matemático, si hubiese permanecido en un estilo, si hubiese sido menos vistosamente gay, por ejemplo, sé que habría podido ser Lady Gaga. Decidí ser yo mismo. Al final creo que ha sido mejor, porque he durado más. Para mi generación ser una superestrella mundial es realmente el beso de la muerte. Creo que eso también lo aprendí de la ópera. Para terminar vivo cantando las cinco horas de Los Troyanos de Berlioz, tienes que dosificar tu voz, ir al baño antes de empezar, no tomarte una botella de whisky entre función y función”.
La ópera vuelve una y otra vez obsesivamente en su conversación. La ópera en general, pero sobre todo su propia ópera, Prima Donna, inspirada en la soledad de Maria Callas cuando algo parecido a la decadencia asomó en su vida. Escrita y cantada en francés, decisión que le valió perder el apoyo del Metropolitan Opera, que había comisionado la obra originalmente, la misma que debió estrenarse en Manchester y volver en gira a su ciudad natal.
Decidí ser yo mismo y he durado más. Para mi generación ser una superestrella mundial es el beso de la muerte
“¿Por qué en francés? Para mí la ópera en francés es más fácil de disfrutar. La ópera en inglés es una montaña difícil de subir. Quisiera hacerlo alguna vez, pero preferí no empezar por ahí. No conozco ninguna ópera que no funcione porque fue escrita en francés. En inglés conozco varias. Es raro, he pasado mi vida coqueteando con Francia sin que Francia quiera acostarse conmigo hasta ahora. Crecí en Montreal. En mi casa se hablaba francés casi tanto como inglés, mucha de la música que más me gusta es música francesa. Hasta que decidí ignorar Francia y Francia ahora parece empezar a quererme”.
“España, en cambio, siempre fue fantástica conmigo. Siempre he tenido gente que me escucha ahí. Y lo que han hecho con los derechos de los gais me parece increíble. Yo le preguntaba siempre a mi madre: ¿por qué la cosa funciona para mí en Inglaterra y en España, y en Francia o en Italia no? Según ella tenía que ver con que mi música finalmente tiene su origen en el folk. Mi padre y mi madre son cantantes de folk. En los países que tienen una relación más fluida con sus raíces populares me va mejor que en los que tienen una relación más complicada. Extrañamente me va mejor en países que tienen familias reales”.
El folk fue la música que tocaban los papás, la música a la que fatalmente estaba destinado a volver. La ópera era otra cosa, era la libertad. Era y parece ser aún, esa adolescencia eterna que su cuerpo frágil a la hora de la entrevista, ágil y feliz en el escenario, se resiste a abandonar.
“Cuando mis amigos del colegio escuchaban a los Rolling Stones, Bob Dylan o a Bob Marley, yo les decía: ‘Esa es música de nuestros padres’. Era la música que tocaban mis padres, la música de sus amigos. Yo me rebelé contra eso. A los 13 años escuchaba obsesivamente el Réquiem de Verdi, que fue de alguna forma el réquiem para mi infancia. Tuve una infancia muy bella, arropado por mi madre en Canadá. Cuando iba a estar con mi padre cambiaba todo, era un poco más frío, pero no fui un niño que sufriera demasiado. Todo vino al mismo tiempo, el sexo, la muerte, la pérdida de la inocencia y ese disco de Verdi. Descubrí que era gay en 1987 cuando el sida era la obsesión de todos; era de alguna forma conectarse con la muerte. Hoy ser gay ya no tiene ese peso encima, aunque en contraste en los ochenta no teníamos esas hordas religiosas de cristianos renacidos”.
Mis amigos escuchaban a los Stones y yo les decía: ‘Esa es la música de nuestros padres’. Para rebelarme escuchaba a Verdi
“La ópera me conectaba mucho mejor que el rock con la intensidad de lo que estaba sintiendo a los 13 años. La ópera italiana por supuesto, pero también mucho Janácek, Jenufa, Katia Kanabová. Estudie en el conservatorio un año y medio. No me fue muy bien, en gran parte por mi culpa. Comprendí, yo creo que astutamente, que me gusta la actualidad. La música clásica es como la ciencia, algo muy técnico. Creo que al final tuve la suerte de salvarme de cierto formulismo, cierta obligación de escribir música de una determinaba manera y no otra. A mí me gusta la música contemporánea, Messiaen, Adams, todo eso, pero siento la libertad de ser romántico. Siento que estoy más conectado con la música del siglo XIX y comienzos del XX que con la que se hace ahora. Esta es la música que escucho, que conozco más. Yo quería componer algo más acerca de lo que me gusta escuchar”.
La apuesta era arriesgada. La crítica que solía aplaudir cada disco, desde el primer homónimo de 1998, no recibió Prima Donna con aplausos unánimes. Zachary Woolfe de The New York Times encontró la ópera “chic y sin propósito”, y para Lynne Walker de The Independent la ópera era “en el mejor de los casos, banal; y en el peor, aburrida”.
“Sabía que escribía en un estilo en el que ya no se escriben muchas óperas. La escribí sin pensar en la crítica. Me ayudó una cierta inocencia. Pensé, me gusta eso, yo puedo hacer eso, va a funcionar, a la gente le va a encantar. Lo hice y estrené, y todo se volvió muy intenso y fracturado. Tuve muy buenas críticas, y muy malas críticas. Había recibido malas críticas antes, pero nunca había recibido críticas indignadas. Eso es lo que más me gustó, después de todo. Críticos que estaban como horrorizados con lo que hice. Eso siempre es bueno”.
¿Y el silencio, y el miedo, y el trauma que esas críticas suelen dejar en quien la leen?
“El otro día en Filadelfia presentamos la ópera con la orquesta. Varios músicos se me acercaron al final de la noche a decirme: ‘Te juro que traté de que no me gustara tu ópera, tenía decidido que no me gustara, pero tocándola tengo que confesarte que me gusta mucho’. Estoy escribiendo otra ópera. No digo de qué trata. Voy a dar varios conciertos de música clásica en julio. Después de todo siento que funciono. Soy suficientemente inteligente como para darme cuenta de que no se conquista el mundo de la ópera con una ópera. No le sucedió a Verdi, no le sucedió a Wagner, no me va a suceder a mí”.
No se conquista el mundo de la ópera con una ópera. No le sucedió a Verdi, no le sucedió a Wagner, no me sucederá a mí
Entre Prima Donna y el cumpleaños en el Teatro Real está Out of the Game, un disco de canciones de tres minutos, con sintetizadores, guitarra, batería, una voz que casi nunca falla y en la portada un señor de bastón vestido de chaqueta de cuadros que mira sus dedos con la displicencia de un gran señor. Un gesto de distancia e ironía que no deja de recordar al Bowie del Duque blanco que palpita también en el disco a la vez urgente y helado, pegajoso y exacto.
“Después de ese viaje peligroso por el mundo de la ópera, tenía definitivamente que volver a pasar un rato con gente de mi edad. Volví a apreciar de otra manera la música pop. Estoy en un péndulo entre esos dos mundos. Brigitte Fassbaender, una gran cantante de ópera, decía que en unos pocos segundos de una canción de Schubert y Schumann podía decir más, ser más profunda, que en una ópera de seis horas. Pensar en eso me ayudó en ese viaje entre la ópera y la música pop. Para mí esa es la clave. Yo no creo que pueda llegar a la complejidad de los grandes compositores del pasado, porque tengo que ser cantante, pero creo que puedo llegar a postular a esos segundos de profundidad. Y creo que lo puedo hacer en la ópera también. En cierto sentido Norma de Bellini puede ser tan profunda como el Anillo de Wagner. Son diferentes mundos, son completamente incomparables. Es más simple Bellini, es una escritura más ligera, pero no por eso es menos profunda, solo es diferente”.
“Out the Game termina con el duelo por la muerte de mi madre. Después de su muerte solo podía cantar con un piano canciones muy tristes. Grabé solo con un piano All days are night: Songs for Lulu en esa época. Viví el duelo hasta el fondo. Con Out the Game decidí que tenía que tomar vacaciones de mi propio dolor y abrazar la vida y dejar de pensar en la muerte. En el disco hay momentos de dolor y tristeza, pero creo que en general sentí que tenía que levantarme y volver a disfrutar”.
¿Eso también es tener 40 años? ¿Haber fracasado, triunfado, ver morir, casarse, ver nacer una hija? Su matrimonio y paternidad le han otorgado una estabilidad. A principios de 2011, anunció que había sido padre de una niña, Viva Katherine, engendrada por la hija de Leonard Cohen, Lorca. Y en verano del año pasado celebró la boda con su pareja estable de los últimos años, el exmánager de Robert Wilson y director artístico del festival Iluminati de Toronto, Jörn Weisbrodt. La boda, en Montauk (Nueva York), se convirtió en un desfile de eminencias de la cultura del espectáculo. Acudieron Lou Reed y Laurie Anderson, Yoko Ono y Sean Lennon, Viktor & Rolf, Julianne Moore, Alan Cummings, Mark Ronson, Antony Hegarty (de Antony and the Johnsons) y Marina Abramovic, entre otros.
Si hubiese sido más estratégico, más matemático, menos vistosamente gay, habría podido ser Lady Gaga
“La historia con mi hija es una historia increíble. Ser padre no estaba en mis planes. Estoy tan emocionado y tan choqueado, un buen choque, el mejor de mi vida, que no me gusta mucho definirlo. En parte por su privacidad, pero en parte porque no tengo definiciones claras. Todo para mí en esto es una sorpresa y quiere que permanezca así, quiero descubrirla. Es un mundo más grande que el arte, es la vida también”.
La vida misma, la vida justo cuando la muerte por primera vez se acerca. ¿Es eso tener 40 años? ¿Sentirse, saberse, comprenderse mortal?
“Con la muerte de mi madre creo que sentí la mortalidad en todo su peso. Estaba con ella cuando se murió. Murió demasiado joven, de un cáncer raro que nos lanzó a todos a un ambiente medio medieval. Pensé al verla morir así: ‘Tengo que disfrutar la vida lo más que pueda’. La echo de menos cada segundo. Siento que está aquí de cierta forma. Es raro porque al mismo tiempo me siento cada vez menos religioso. Debe haber algo espiritual poderoso pienso, pero no sé cómo llamarlo. No me siento cómodo con la religión. Me siento más cómodo con la ópera. Esa debe ser mi religión. Para mí, definitivamente, siento una conexión con algo superior en la ópera”.
“Justo antes de que diagnosticaran a mi mamá el cáncer, fuimos un grupo a ver La Traviata en la Metropolitan Opera de Nueva York, una maravillosa producción. La historia de esta mujer enferma todo el tiempo de alguna forma anunció lo que le sucedería a mi mamá después. Fue como prepararse para el diagnóstico. Cuando ya estaba enferma fuimos a ver Parsifal en una versión muy intensa con banderas nazis y todo. En esa ópera está el rey que tiene una herida en el costado que no se sana con nada. Muy poco después mi mamá ingresó en el hospital con una herida muy similar, hubo un error médico y tuvo una fístula durante meses. Lo único con que podía relacionar esto era con esa ópera. Nuestro último viaje juntos fue a Europa a ver justamente ópera. Vimos Orfeo de Monteverdi en la Scala, montado por Robert Wilson; esa fue la última ópera que vio, una de las primeras que se escribió en la historia de la ópera. Una ópera que justamente trata de una mujer que está en el país de los muertos. La ópera siempre ha estado ahí. Cada vez que la he necesitado la ópera ha acudido a mí y me ha ayudado”.
Rufus Wainwright actúa en el Teatro Real de Madrid el próximo 22 de julio.
Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970) es escritor. Su última novela es La deuda (Mondadori).
La vida en cuatro episodios
Los años hedonistas. Poses (2001) Compuesto durante el medio año que vivió en el mítico hotel Chelsea, el músico de origen canadiense quiso mostrar al mundo en este segundo disco que se puede haber crecido en una familia disfuncional consagrada al folk, escuchar obsesivamente ópera, mirar de frente a Gershwin y aun así sonar absolutamente contemporáneo. Las noches sin fin, la promiscuidad sexual, el petardeo social se tornaban en su voz de barítono exhibicionista en una lírica de extraño magnetismo. La crítica se rendía -hasta se aventuraba alguno a proclamar que estábamos ante la mezcla perfecta entre Morrissey y Mahler- y Wainwright se situaba en la primera línea de la intelligentsia neoyorquina y como la potencial figura mainstream que nunca ha sido por significarse tanto como crooner gay.
Estrella grandilocuente. Want One (2003) y Want Two (2004) El día en que se encontró encerrado en un lavabo y ciego (figurada y literalmente) por su desaforado consumo de metanfetamina, Rufus trazó una raya: su carrera o la vida. Llamó a su amigo Elton John, que le dirigió a una clínica de rehabilitación, y restringió sus estimulantes al vino y el té. Mientras, parecía alcanzar su cénit creativo con dos discos complementarios y desbordantes. No solo adoptaba el disfraz de caballero y princesa para sus portadas, también el de Ravel (reinterpretando su Bolero con orquesta) o Andrew Lloyd Webber (lo han adivinado, Rufus ya se sentía un fantasma de la ópera). Los popes del presente le concedían la corona. Intimaba con Lou Reed, Michael Stipe decía que era la nueva Nina Simone y Martin Scorsese le brindaba un cameo en El aviador.
Una diva de los escenarios. Rufus Does Judy at the Carnegie Hall (2007) Su pleno dominio de la escena le permitía convertir a sus músicos (sin que dejaran de tocar) en una pandilla de fetichistas, que un show derivara en tragedia griega o cantar crucificado como un mesías gay. Uno de sus números estrella, la transformación en Judy Garland, encontró una magnífica traslación a gran escala sobre el Carnegie Hall de Nueva York (el mismo recinto que ella tomó en 1961 y donde, también, cada Navidad se reunían a actuar la familia Wainwright y amigos). Ya desde crío, como él mismo ha contado, se disfrazaba de la bruja mala del Oeste de El mago de Oz con la ropa de su madre y cantaba en las funciones caseras Somewhere over the rainbow. Con esta actualización cumplía otro sueño: medir su voz y sus piernas con las del mayor icono gay del siglo XX.
Madurez, trauma y resurrección. All days are nights: Songs for Lulu (2010) La autobiografía musical reciente de Rufus refleja desde su autoexilio en Europa ("I'm so tired of you America", cantaba en Release the stars, 2007) hasta su reciente matrimonio y paternidad junto al director artístico Jörn Weisbrodt (Out of the game, 2012). Pero Songs for Lulu, con él sentado a solas al piano, supone una parada esencial por tres motivos. Uno: le sirvió para despedir a su madre, fallecida de cáncer. Dos: fue un ejercicio de humildad tras recibir el varapalo de la crítica clásica por su ópera, Prima Donna, a cuyo estreno acudió disfrazado de Verdi (pocos vieron el chiste). Y tres: probó que podía hacer caja actuando por el mundo sin tener que compartir los beneficios con un tropel de músicos. Porque hasta los genios han de buscar fórmulas para paliar el embiste de la crisis.
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