Un apasionante tipo cualquiera
"Una obra que, finalmente, te deja con la eterna duda de si hemos estado en compañía de un gran tipo, o de un pobre hombre"
El cine canadiense tiene estas cosas: son capaces de coger a un tipo gris ejerciendo un oficio gris y acabar conformando, sin necesidad de acción ni subidas de tono, una oscura intriga psico-laboral sobre la sociedad contemporánea que nos devora. Es lo que hizo el otrora inmenso, y hoy día en cierto socavón creativo, Atom Egoyan con la magnífica El liquidador, película de 1991 sobre un tasador de seguros obsesionado por solucionar la existencia de sus clientes; lo que logró, en 1998, Don McKellar con el personaje del oficinista de la compañía de teléfonos (¡interpretado por David Cronenberg!) en la no menos gratificante Last night; o, en fin, el tormentoso mundo alrededor de un oculista, una pastelera, un asistente de hogar y una masajista creado, un año después, por Jeremy Podeswa en Los cinco sentidos.
El vendedor
Dirección: Sébastien Pilote.
Intérpretes: Gilbert Sicotte, Nathalie Cavezzali, Jérémy Tessier, Jean-François Boudreau.
Género: drama. Canadá, 2011.
Duración: 107 minutos.
Sébastien Pilote recupera incluso la sencillez poco comercial, pero aplastante en su exactitud, del título de Agoyan para bautizar su primer largometraje: El vendedor, minucioso relato sobre el día a día, minuto a minuto, de un veterano trabajador de un concesionario de coches, que comienza pareciendo el mejor profesional del sector, pero que acaba mostrando la cara oculta del paranoico. La película, pausada, certera y compleja, protagonizada por un personaje apasionante, que, en su primera mitad, te deja hipnotizado con sus tácticas y su metodología laboral, que no es ni blanco ni negro, ni mejor ni peor que ninguno de nosotros, y que quizá sólo esté necesitado de algo que el mundo contemporáneo nos ha obligado a aceptar como obligatorio, la estima social, va virando hacia el retrato de un comportamiento tan obsesivo como desconcertante. El triunfo, aunque sea a pequeña escala, como paradigma de la falsa felicidad. Así, el rigor puede degenerar en obsesión, sobre todo si estamos ante una profesión que, como algunas otras, necesitan de un atroz individualismo y de una cierta impostura en el trato que no pocas veces puede hacer dudar de si no se está contagiando hasta hacer de la propia vida privada otro simulacro de compra-venta de emociones.
Con una cadencia genuina que a una parte del público le puede parecer parsimonia, en El vendedor confluyen música, ritmos y ambientes (la nieve en el cine siempre produce una especial sensación de calma peligrosa), hasta lograr un entramado de apariencia sencilla y desarrollo avasallador. Una obra que, finalmente, te deja con la eterna duda de si hemos estado en compañía de un gran tipo, o de un pobre hombre.
Babelia
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