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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Autobiografías con y sin palio

Las memorias de Ramón Tamames adolecen de falta de sinceridad y de audacia Grandes medidas de seguridad en torno al original del último libro de Dan Brown

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

 Pasé la semana leyendo diversas muestras de lo que se ha dado en llamar memorialismo: autobiografías, correspondencias, diarios. Hace unos años era frecuente la queja a cuenta de la penuria española en ese heterogéneo y proteico género, a propósito del cual Philippe Lejeune, su estudioso de referencia, constataba en un posfacio autocrítico (1996) a Le pacte autobiographique (1975): “todo hombre lleva dentro de sí una especie de borrador, perpetuamente retocado, del relato de su vida. Algunos, más numerosos de lo que pueda creerse, lo ponen en limpio y escriben”. Aquella escasez ya no es tanta: incluso se diría que va extendiéndose entre los españoles una especie de urgencia por publicar ese borrador de sus vidas puesto (más o menos) en limpio. En la cosecha hay de todo, desde memorias inanes que parecen compuestas para sacar a pasear a su autor bajo palio, hasta introspecciones sinceras y voluntariamente limitadas a facetas o épocas determinadas de una trayectoria vital. En los últimos días he encestado algunas en las cajas para desechables que tengo dispuestas alrededor de mi tronado sillón de orejas. Hasta ellas ha viajado, por ejemplo, Más que unas memorias, de Ramón Tamames (RBA). Uno de los embelecos más utilizados en este tipo de relatos para atraer al lector es incluir un extenso índice onomástico: si estás (para bien) es muy posible que el interesado, agradecido, inicie un boca a boca selectivo cuya rentabilidad es evidente; si estás (para mal), puede alentar el morbo de otros, lo que también resulta un incentivo comercial. Como los novelistas primerizos, Tamames nos “dice”, pero no nos “muestra”, lo que, paradójicamente, y en última instancia, se resuelve en un (auto)mostrarse no pretendido. Y, además, parece empeñado en demostrarnos que todo lo que con él se relaciona adquiere la condición de acontecimiento. Así, cuando el antiguo catedrático de estructura económica nos cuenta que en su casa no tenían televisión (hasta 1982) “para que no distorsionara la vida de los tres retoños”, uno se pregunta para qué necesita proporcionarnos esa información. O con qué finalidad gasta papel en consignar sus —digamos— reflexiones acerca de Narciso y Goldmundo o La montaña mágica. Eso, en cuanto al lado privado. En cuanto al público, lo que nos cuenta ya lo sabíamos (incluido lo de que no le dieron el Planeta por la infumable Historia de Elio a causa de pretendidas presiones de Fraga), porque RT se ha ocupado de contárnoslo numerosas veces (incluso en su avatar tertuliano). Para cualquier español de mi generación está claro que Tamames fue una figura de cierta relevancia en el último tercio del siglo XX español. Y, sin embargo, sus memorias no logran interesar porque, en mi opinión, les falta siquiera un destello de esa mezcla de sinceridad, audacia y fuerza literaria que alienta en el corazón de las obras maestras del género. Pero, sobre todo, porque en ellas no hay voluntad de explorarse a sí mismo: se diría que antes de ponerse a redactar sus “más que unas memorias” RT ya se conocía lo bastante como para no precisar escribirlas, al menos como vía de (auto)descubrimiento, un elemento imprescindible en todas las buenas autobiografías, de Agustín de Hipona, Rousseau o Zorrilla (sus estupendos Recuerdos de un tiempo viejo), a Sartre y Canetti. Algo de ese destello he encontrado, sin embargo, en otros libros del género memorioso de reciente publicación: en Una vida subterránea (Errata Naturae), por ejemplo, que recoge el diario íntimo de Laura Freixas entre 1991 y 1994, por muchos motivos un periodo clave en su evolución como mujer y como escritora. Y en Autobiografía de papel (Mondadori), última entrega del ajuste de cuentas intelectual consigo mismo (y con su “generación”) en el que Félix de Azúa está empeñado, y en la que sigue pasando revista al “colosal proceso de transformación de la cultura occidental”, referido en esta ocasión a lo que considera subversión de los géneros (literarios) tradicionales, que cifra, entre otros rasgos, en el desplazamiento “democrático” de la poesía y la novela y la emergencia del ensayo y del periodismo. Una autobiografía (intelectual) desnuda y comprometida, que a veces exhibe la irritante contundencia de un panfleto y que, si tal cosa pudiera todavía darse, merecería uno de aquellos antiguos debates cultos en los que —ay— ya nadie parece querer enredarse.

Infiernos

Mi topo en Doubleday me sopla que ya está todo dispuesto para el lanzamiento universal (el 14 de mayo) de Inferno, el último Dan Brown, que en España publicará Planeta con una tirada inicial de un millón de ejemplares (proclaman con el desparpajo del Barón de la Castaña). Las medidas de seguridad adoptadas, explica mi topo, son dignas del departamento correspondiente de Fort Knox, por lo que sólo pueden conjeturarse. En todo caso, parece evidente que el manuscrito viajó en avión, no vía email; la impresión de los ejemplares estadounidenses se hizo en zona restringida y con personal controlado; los envíos a los centros de distribución se han realizado en camiones dotados de instrumentos que registran cualquier desvío imprevisto de la ruta fijada, etcétera. Pero da igual: los impunes corsarios españoles —por citar a representantes muy cualificados de un gremio letal extendido universalmente— afinarán sus procedimientos y, previsiblemente, esperarán al momento apropiado, pero lo conseguirán. El otro día una amiga librera (sí: la del lunar en forma de estrella) con la que solía emborracharme cuando los gintonics de Seagram’s eran asequibles, me confesaba que había tenido que recurrir al lexatín para combatir la depresión que le producían los comentarios que hacían algunos de los que se detenían ante el escaparate de su librería pensando que los de dentro no los escuchaban: “este me lo he descargado, ese también, aquel otro pienso descargármelo hoy mismo”. Al otro lado, es decir, del lado legal y de los royalties millonarios, el merchandising está también dispuesto, incluyendo la publicación de companions que aclararán las claves y el making of de la novela, al modo de esos sesudos compendios anotados del Ulises con los que los eruditos joyceanos culminan una carrera consagrada a descodificar la novela más emblemática de la modernidad. Como en el telón de fondo de la historia de Brown está el Infierno de la Commedia dantesca, no me extrañaría que, miren por dónde, el inmortal texto medieval tuviera un, digamos, repunte comercial: paradojas de la cultura globalizada del hipercapitalismo tardío. Y prepárense también las agencias de viaje para un aumento de la demanda de escapadas a Florencia: recuerden el que experimentó París en los años siguientes a la publicación del Código Da Vinci, incluyendo visitas guiadas a Saint Sulpice para que los lectores-peregrinos buscaran entre las piedras del templo las claves del misterio más pedorro de la literatura contemporánea. Claro que ahora los paquetes serán más cutres, a cuenta de los recortes generalizados: vuelo low cost, habitación con sanitario compartido y bocata de porchetta. Que aproveche.

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