San Petersburgo da la bienvenida al nuevo Mariinski
San Petersburgo da la bienvenida al Mariinski II, nueva casa de la ópera y el ballet Una gala de alto nivel artístico bautiza la faraónica obra de 530 millones
Con un fin de fiesta que será recordado por la historia de la música y de la danza, la velada de la gala inaugural del Mariinski II, nueva casa de la ópera y el ballet de San Petersburgo, acabó con más de 450 artistas en escena: bailarines, coro, orquestas y los solistas importantes... Todos cantaban el “cumpleaños feliz” al director artístico, Valeri Guerguiev. El jolgorio marcó el final a un día verdaderamente ajetreado para este temperamental gestor cultural; Vladimir Putin, presidente de Rusia, lo había condecorado esa misma mañana como Héroe del Trabajo. Fue otra demostración de que a orillas del Neva las cosas se ven con otra perspectiva. Nadie osa hablar aquí de crisis, ese brumoso concepto que atenaza a medio mundo mientras en San Petersburgo se alza el telón pintado de grandeza de un nuevo teatro digno de los zares.
Con un coste aproximado de 530 millones de euros (que superó las promesas presupuestarias iniciales, que hablaban de 200 millones), ha abierto sus puertas la ópera con la que la ciudad encara el futuro con orgullo imperial y poderío económico. Y sus cifras marean. Son 80.000 metros cuadrados construidos frente a los 23.000 del antiguo teatro que lo inspira y lo mira de frente con la leve separación del hilo de agua del canal Kriukov.
Al final, el estudio de arquitectos canadienses Diamond Schmitt de Toronto fue el encargado de firmar un proyecto que hasta 2003 iba a ser responsabilidad de Dominique Perrault. En la presentación, durante la mañana, estuvieron todos los implicados de esta gran obra: operarios, proyectistas, especialistas en acústica... Y en el centro de toda la operación, su cerebro: Valeri Guerguiev, que, casualidad o no, cumplía 60 años y anda muy cerca de celebrar un cuarto de siglo al frente de la ópera de San Petersburgo.
Guerguiev contrató a dedo a Diamond Schmitt después de ver el espléndido complejo teatral Las Cuatro Estaciones, que estos arquitectos habían construido en Toronto. “No quería un arquitecto que viniera aquí a aprender a construir un teatro, sino alguien que ya supiera hacerlo bien”, ha explicado el director, fiel a su papel de gran zar de la música rusa.
El resultado es un precioso coliseo a la italiana de clara madera de haya y discretas tapicerías en gris humo, con paredes de láminas traslucidas de ónix retroiluminado. En el centro deslumbra un palco al estilo de los teatros imperiales. Del techo emerge una discreta iluminación focal que se completa con cascadas de cristal de Swarovski, y una monumental escalera helicoidal suspendida prácticamente en el aire domina el amplio vestíbulo. Otra escalera recorre la fachada con peldaños de vidrio. Mármoles y otras piedras duras se trajeron desde la lejana Asia, como en un cuento de otra época. Y en el interior, un escenario de más de 65 metros sitúa al teatro en la cabeza de los más poderosos de la actualidad con siete plantas por encima del rasante y tres más soterradas. La gala se celebró a telón subido y toda una sofisticada y silenciosa mecánica de plataformas mostró su eficacia y precisión.
Con este Mariinski II se completa un triángulo de excelencia entre el teatro antiguo y la sala de conciertos inaugurada en 2006. El propio Guerguiev apuntó que actualmente cuenta con 2.500 trabajadores entre artistas y técnicos. Espera llegar a los 3.000 para mantener abiertos estos centros los 365 días del año. El presupuesto anual del Mariinski es de unos 115 millones de euros. Por si resultara poco, Guerguiev se ha propuesto en tres años llegar a los 153, y para ello trabajan a fondo sus fundaciones en Nueva York y en la propia Rusia.
El Festival de las Noches Blancas será el prólogo de la programación en firme que empezará el próximo septiembre, cuando se asiente en la conciencia colectiva de la ciudad una demostración de poder a una escala tal, que ha provocado que todo el orbe cultural se vuelva para contemplarlo azorado.
Es el final de un camino que no ha resultado fácil. Muchos en San Petersburgo se opusieron y consideraron quimérica esta obra faraónica. Hoy, ningún peatón de la Venecia del Norte puede dejar de volverse ante la ligera mole de cristal que no quiebra la armonía y refleja el cielo y los colores pastel de la ciudad imperial del XVIII.
Dentro de la gran sala sinfónica, con capacidad para 2.000 espectadores, aguarda un primer guiño reverencial a aquellos esplendores pasados y al antiguo Mariinski. Probablemente, el más evidente: el telón de boca es una copia exacta del original del siglo XIX del otro teatro, con su suntuosidad entre el oro viejo y los brocados de seda turquesa. En la gala, se exhibió como fondo otro telón al relieve que espejaba sobre la herradura del antiguo Mariinski, en un gesto de verdadera poesía escénica. Ese recurso dio mucho de sí y sirvió a René Pape para emerger de su interior e interpretar el Fausto de Gounod con autoridad aplastante.
La gala contó entre otras figuras con los invitados Plácido Domingo (que se esmeró a fondo en un aria de Wagner) y con la plantilla integral de los coros y orquestas de la casa. El ballet estuvo encabezado por sus dos figuras de más relieve: la indiscutida Uliana Lopatkina y el muy noble y lírico Vladimir Shkliarov. Otra grande, Diana Vishneva, bailó Carmen, de Alberto Alonso, con sensualidad refinada, mientras que Anna Netrebko levantó al público de las butacas, removió los nuevos cimientos con su verdiana aria de Macbeth.
Antes, había abierto la noche el discurso de Putin, que ha hecho este proyecto suyo desde el principio. Como un teatro no puede vivir sin sus anécdotas míticas ya se cuchichea por los pasillos que Guerguiev lloró cuando probó la acústica y que Putin ama el antiguo Mariinski desde su memoria juvenil, cuando estudiaba Derecho en la Universidad de Leningrado. De ahí su afinidad con la ciudad.
Aunque estamos aún en los primeros compases de la nueva centuria, probablemente el mundo ya ha asistido a uno de los grandes acontecimientos culturales del siglo XXI, que, en cierto modo, viene a llenar un hueco, el dejado en el siglo XIX por el incendio y destrucción de la Gran Ópera Imperial.
En estos tiempos duros, es como si el Báltico y otros mares del norte fueran un remanso de gran cultura. En los últimos años se han inaugurado grandes teatros de ópera y ballet en Helsinki, Oslo y Copenhague. Ahora, este coliseo del Mariinski II y la ampliación de sus plantillas (cuerpos de músicos, cantantes, coros y bailarines) colocan a la casa rusa en una dimensión y en unas perspectivas sencillamente impensables en Occidente. El Mariinski es el Vaticano del ballet, pero ahora es como si su proyección hubiera disfrutado de una ampliación geométrica. El propio Guerguiev lo expresó con claridad al componer estos programas de apertura, donde, por una parte, están los clásicos (entre ellos, los dos faros coreográficos del siglo XX: George Balanchine y Maurice Béjart), y, por otra, ese enorme patrimonio operístico ruso, gran parte del cual es todavía ignorado en Occidente.
Entre otros fenómenos, la égida global rusa en el ballet se verá reforzada y muchos bailarines regresarán a casa. Esa es la previsión. Ya se palpa una renovación influyente en el terreno de la coreografía. El Festival de las Noches Blancas ha anunciado que cerrará su edición de 2013 con una nueva ópera de Rodion Shchedrin y un ballet de Alexei Ratmanski sobre un concierto sinfónico de Dmitri Shostakovich.
Los actos culminarán mañana con una sesión íntegra de ballet dedicada a Vishneva, una de las estrellas de la compañía residente, que alterna su carrera con el American Ballet Theatre de Nueva York. Vishneva bailará el Bolero de Béjart y la noche se cerrará con Symphony in C, una de las obras maestras de Balanchine. Esta entronización del coreógrafo ruso de origen georgiano, huido a principios de los años veinte de la convulsa Petrogrado de entonces, es otra muestra más de apertura. Balanchine hoy día no se representa en ningún sitio mejor que en San Petersburgo, aunque todas esas obras eternas las hizo en Estados Unidos y no dejan de ser las de un exiliado forzoso que siempre anheló este cuerpo de baile y este teatro, que eran el suyo.
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