Herencias ineludibles
'Las lágrimas de San Lorenzo' de Julio Llamazares es una novela hermosa y conmovedora La obra nos devuelve a los lugares sagrados de la memoria y a la melancolía del paso del tiempo
Tal vez no sería desacertado considerar el nuevo libro de Julio Llamazares, Las lágrimas de San Lorenzo, con la misma cláusula que utilizó Antonio Machado para referirse esencialmente a Las coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique: palabra en el tiempo. Tiene este sentido ejercicio de fugit irreparable tempus, ese aire elegiaco (menos doloroso) que ya mostrara el autor leonés en La lluvia amarilla (1988). El tiempo pasa y nos arrastra en su eterna descomposición hacia la nada. Pero la palabra resiste. Que el tiempo pase y se lleve todo consigo, nos dice este profesor universitario que asume el relato en primera persona: no hay porque simular que todo existirá para siempre. Por ello está ahí siempre la palabra, para sellar la existencia, el paso fugaz de los que nunca y lo que nunca volveremos a ver. Si cito La lluvia amarilla no es porque vea en la nueva novela de Llamazares ninguna reedición retórica, ni siquiera expresiva. Como tampoco la irremediable tristeza por la desaparición definitiva de un mundo, de unas vidas. Pero sí llamo la atención para no olvidar esa parecida atmósfera que une a ambas novelas: los lugares sagrados de nuestra memoria y esa afilada melancolía (insisto, que no tristeza) que nos recuerda a cada momento el paso del tiempo y la distancia que día a día se va acortando entre nosotros y la nada.
La novela nos cuenta el regreso a Ibiza de un profesor, de 52 años, con su hijo de 12. El padre ve a su hijo de vez en cuando porque está separado de su madre y por la naturaleza itinerante que ha imprimido a su existencia. Pero ese encuentro con el hijo no puede ser uno más perdido en la rutina de las obligaciones paternas. Es el día especial de la memoria personal. Y el día en que la imaginación se alía con la melancolía para curar viejas heridas, desencuentros, desamores, la recuperación de los años en el territorio de la infancia, los paseos con el padre, los secretos familiares, los viajes adultos y los misterios indescifrables de la historia encarnados en ese tío Pedro del que nunca se supo más en los años trágicos de la Guerra Civil. La novela transcurre en un día, un día de agosto en que se produce la puntual lluvia de estrellas de San Lorenzo. Cada vez que alguien muere, le enseñó su madre al narrador, se enciende una estrella. Su padre, por su parte, le enseñó a mirar el cielo, a identificar cada estrella con su nombre. Así, el cielo, además de cosmografía, es un territorio de la memoria, de los encuentros y de las pérdidas, que pasa de padres a hijos y a su vez de éstos a sus hijos.
No hay en La lluvia de San Lorenzo, como ocurría en La lluvia amarilla la intemperie de la soledad, el filo del silencio. Tampoco la acentuada configuración de la naturaleza, el edén necesario para sobrevivir a la barbarie, ni tampoco su tono de plegaria última. En La lluvia de San Lorenzo prima el relato, la narración de los recuerdos más que el recuerdo en sí. Estos se anudan en la memoria del narrador como nexos en la estructura del libro. El profesor habla a su hijo, escucha los primeros interrogantes capitales del niño (por qué se separaron sus padres). No estamos ahora en la clave lírica, en el relato agónicamente intimista, en el monólogo exuberante. Ahora Llamazares privilegia la resignación, la lucidez de la finitud. No hay memoria colectiva como en otros libros anteriores suyos, solo la personal para paliar las heridas y encarar el incipiente futuro de su hijo tan lleno de interrogantes como el suyo a su misma edad. Hablé al principio de las coplas de Jorge Manrique. El profesor recoge las enseñanzas de su padre y las traslada a su hijo como una herencia ineludible que hay que proteger. “Nos pasamos la mitad de la vida perdiendo el tiempo y la otra mitad queriendo recuperarlo”. Estas son las casi últimas palabras del padre del profesor universitario poco antes de morir. Por el hecho del ejercicio de la memoria personal en este libro no podemos tan a la ligera mencionar a Marcel Proust, no por ello, pero sí por la observación que hizo en su día Gilles Deleuze de A la búsqueda del tiempo perdido. Decía el pensador francés que el tiempo perdido de Proust no es el tiempo del paraíso perdido y su recuperación, sino el del tiempo literalmente perdido por su narrador y el resto de personajes de la novela. Sólo por ello esta historia merece llamarse proustiana. En el fondo, esta hermosa y conmovedora novela es una elegía a las lágrimas de la humanidad.
Las lágrimas de San Lorenzo. Julio Llamazares. Alfaguara. Madrid, 2013. 200 páginas. 17,10 euros (electrónico: 9,99)
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