Luces e inéditos de un gigante olvidado de la generación del 27
La obra y escritos inéditos del impulsor del ultraísmo Guillermo de Torre es recuperada en la antología ‘De la aventura al orden’
Sus ensayos, artículos, críticas literarias y correspondencia modelan a Guillermo de Torre (Madrid, 1900-Buenos Aires, 1971) como uno de los grandes ensayistas del siglo XX y el primer historiador europeo de las vanguardias, con un libro revelador, editado en 1925 (Literaturas europeas de vanguardia), que completó en los últimos años de su vida (Historia de las literaturas de vanguardia, 1965).
Analista agudo de autores como Rimbaud, Freud, Picasso, Azorín, Gómez de la Serna, Sastre o César Vallejo e impulsor del ultraísmo (movimiento literario español enfrentado al modernismo y a la generación del 98), De Torre es sin embargo un autor olvidado. Un pilar de la esencia intelectual de la Generación del 27 que, buen olfateador del talento ajeno, impulsó a su vez a otros autores. Contribuyó a crear revistas míticas como La Gaceta Literaria o Sur, en Buenos Aires. Fue el impulsor de la colección Austral y cofundador de la editorial Losada, un punto de encuentro de escritores exiliados.
“Es una figura gigantesca en la cultura española del siglo pasado”, reivindica Domingo Ródenas, profesor de literatura española en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y responsable de la antología De la aventura al orden, editada por la Fundación Banco Santander, dentro de de su colección Obra Fundamental. Este volumen (que se presenta hoy en el Instituto Cervantes de Madrid) incluye una amplia muestra de sus trabajos y escritos inéditos. Retratos de amigos y autores coetáneos y recuerdos de ciudades como Madrid o París son escaparate de la sensibilidad de este autor, en cuyos textos la poesía era inseparable de otros géneros. “Soñaba con un arte de abstracciones, de un lirismo geométrico, recortado, impasible y perfecto. Me horrorizaba lo concreto”, apuntaba Guillermo de Torre al recordar su entusiasmo juvenil. Un ansia de acción que no se desvanecería después con la edad: “Del barroquismo a lo jovial/un síncope de esdrújulos/ acelera mi vida mental”, contaba en un poema autorretrato.
Posteriormente, en sus escritos de La generación sacrificada (Notas durante la guerra), el optimismo es matizado por la vehemencia y cierta rabia, siempre con un deseo de cambiar lo que no le gusta. “Hay que rectificar la historia”, pide. “Atravesamos sin duda una era de mitificaciones mayúsculas, de espejismos colectivos”, lamenta. Deja clara su postura: “No soy un político, no soy un ideólogo social, ni nada parecido. Mi arte de asociaciones mentales, mis lecturas, mi práctica de escribir se han ejercido en territorios rigurosamente distintos”. Y transparenta su personalidad exigente y minuciosa: “Amo la especialización, odio el intrusionismo y la falta de omnisciencia”.
Apasionado por la figura de este “escritor de activismo irreprimible”, el antólogo de Guillermo de Torre destaca su valor como rompedor de moldes en su época: “Siempre buscó la fórmula rabiosamente virgen, el espíritu de aventura impulsado por la combustión del arte caduco”. Y lo que el incombustible Guillermo de Torre deseaba era “estrenar la vida cotidianamente”.
Orígenes literarios y adolescencia
Para la historia de mis orígenes literarios
La patética adolescencia
Lo que me indujo a escribir en el umbral de mi adolescencia fue no tanto un deseo de dar un escape valvular a sentimientos íntimos —a inquietudes del corazón, primeros arabescos reflexivos— como la intención de crear una fórmula expresiva nueva e intacta que no hubiese sido utilizada antes por nadie. Ilusa y ambiciosamente a los dieciséis años se limitaba a ejercitarme en el manejo del instrumento verbal para devenir un «profesional» literario más. Mas no, antes al contrario, existía en mi interior un vago e instintivo desdén por la literatura en sí, por todo aquello que fuera otra cosa que «recidiva», que repetición de lo tradicional con las fórmulas estereotipadas de los antecesores.
En efecto —me repetía constantemente en mi interior—, ¿a qué fin limitarse a escribir para repetir cosas que ya otros habrían expresado mejor que yo? ¿A qué fin encadenarse en esa monótona cadena circular que gira como los atanores isócronos de un pozo sacando el mismo agua que vuelve a verter?
¡Ah, no! Mi ambición literaria de la adolescencia era más pura, alta, heroica e imposible. Y en la pesquisa atormentada, a ciegas, a tientas, de un nuevo estilo expresivo, me di a retorcer, descomponer y rizar el léxico, suponiendo cándidamente que de estas alquimias saldría la intacta estructura apetecida. Mas resultó que caí de bruces en el conceptismo, en el culteranismo. Fui gongorino y mallarmeano sin saberlo, o al menos teniendo una muy vaga intuición de que tal estilo circunloquial, difícil y hermético me acercaba a Góngora y a Mallarmé, es decir, me hacía caer en otra cárcel de fórmulas, no por difíciles y raras, menos tradicionales y «hechas».
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Desarrollar este pensamiento de Paul Valéry: «Tout ce qui m'était facile m'était indifférent et presque ennemi»[1].
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Cuando yo he hecho «arte deshuanizado» ha sido de los 16 a los 21 años. (Ver poemas de aquella época: «El vórtice musical».) Trabajaba una prosa fría y yerta, hasta el punto de ser pulida y decantada. Tenía un sacro horror al lugar común. No toleraba la menor frase hecha. Ambicionaba un vocablo nuevo, fragante, creado, para cada emoción primigenia que mi sensibilidad adolescente experimentaba. Me hundía fervorosa y ahincadamente en los pozos de los diccionarios, de los léxicos técnicos para extraer palabras insólitas o sin «desvirgar», como a mí me gustaba decir.
Soñaba con un arte de abstracciones, de un lirismo geométrico, recortado, impasible y perfecto. Me horrorizaba lo concreto. Simbolista mallarmeano, apenas sin saberlo porque mi conocimiento de Mallarmé era muy sumario. Creía que poner nombre a una cosa era desposeerla de las tres cuartas partes de su encanto.
[1] Palabras del Prefacio de Monsieur Teste.
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