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Beethoven, entre el jazz y la cumbia

El I Festival Internacional de Música de Bogotá ha sido todo un test sobre la vitalidad y el compromiso del público latinoamericano con el género clásico

Uno de los conciertos de la Noche en blanco dedicada a Beethoven en el teatro Estudio de Bogotá.
Uno de los conciertos de la Noche en blanco dedicada a Beethoven en el teatro Estudio de Bogotá.

La vitalidad de la música en Iberoamérica no remite. Aunque con más frecuencia de la deseable se contemple desde Europa —y en particular desde España— con cierto paternalismo, el asentamiento de una manera de hacer latinoamericana se impone cada vez con más fuerza. El teatro Colón de Buenos Aires ha dejado de ser el espejo prioritario que contemplar como icono representativo desde el Viejo Mundo. Las miradas se desplazan hacie ejemplos como el Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela de José Antonio Abreu, cada vez más presente en otros países cercanos como Perú.

El número de compositores de interés es cada vez mayor. A Mario Lavista en México le suceden Alexis Aranda, Juan Pablo Contreras o Gabriela Ortiz. El autor argentino Gerardo Gandini, recientemente fallecido, tiene en Marcelo Delgado, Marcos Franciosi, Pablo Ortiz o Martin Matalón colegas de alto nivel. Y Colombia se ve felizmente representada por Guillermo Uribe, Roberto Pineda, Blas Emilio Atehortúa, Jaime Leon o Fabio González-Zuleta. Los intérpretes instrumentales y vocales están cada día más cotizados y los festivales renuevan en cada edición su acusada personalidad. Ahí están, como muestra, los casos del Cervantino de Guanajuato o el de Morelia en Mexico. Y en Brasil, el Festival Amazonas de Manaus, que recupera óperas de autores brasileños como Carlos Gomes con la misma familiaridad que presenta un Anillo del Nibelungo, con congreso internacional añadido, u organiza un Parsifal iberoamericano este año, el del segundo centenario del nacimiento de Wagner.

En este contexto ha tenido lugar en Semana Santa el I Festival Internacional de Música de Bogotá, un ciclo alrededor de Beethoven con 56 conciertos, que se ha saldado con más de 30.000 entradas vendidas y 50.000 asistentes, si contamos los conciertos gratuitos en barrios marginales y bibliotecas públicas.

Lo primero que llama la atención desde una perspectiva europea es la proyección social del festival. Bogotá ha sido reconocida recientemente como Capital Creativa de la Música por la UNESCO, lo que unido al prestigio de su red de bibliotecas públicas y a la admiración que despierta cada dos años el Festival Iberoamericano de Teatro, ha facilitado una incorporación natural de la música en alternancia con el teatro. El lema de esta primera convocatoria ha sido Bogotá es Beethoven y ha tenido como base el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, moderno complejo activo desde hace tres años.

Ahí se han realizado integrales de la obra del músico alemán desde los cuartetos a las sinfonías o las sonatas para piano. Hasta aquí lo normal. Pero la nota diferencial del festival bogotano es la extensión de conciertos a centros comunitarios, bibliotecas y otros espacios de la ciudad en un radio de 30 kilómetros. Un ejemplo llegó en la mañana del Viernes Santo en el barrio marginal de La Victoria, donde, entre austeras procesiones, tuvo lugar una experiencia musical sobrecogedora.

El excelente cuarteto colombiano Manolov interpretó a Beethoven, desde luego, pero también presentó en su país obras del compositor local residente en Ohio Ian Frederick Obregón y de su maestro estadounidense Mark Philips, los dos en la sala, con un público de familias con niños de corta edad que recibieron la propuesta musical con un respeto y un entusiasmo como pocas veces he visto. Era lógico que, como propina, el cuarteto interpretase un pasillo, ritmo andino muy apreciado entre la concurrencia.

El mismo día, y en otro registro, se realizó una Noche en blanco en el teatro Estudio con adaptaciones de la música de Beethoven a ritmos de free jazz, cumbia underground o música afrocolombiana, especialmente bullerengue y currulao, con grupos como La Mojarra Eléctrica o Puerto Candelaria y saxofonistas de jazz como Antonio Arnedo. Escuchar la Quinta sinfonía o la Sonata para piano número 3 de Beethoven con este espíritu es una idea reconfortante. Sobre todo, si unas horas después uno es testigo de un delirio, con el público puesto en pie, tras una versión del Cuarteto 13, opus 130 con la Gran fuga a continuación, en una versión estremecedora del cuarteto alemán Aurin.

Con todo ello, queda claro que el gran protagonista es el público. Receptivo, respetuoso, entusiasta, aplaudiendo cada movimiento. Para una gran mayoría eran los primeros conciertos clásicos de su vida. No es pues extraño que hasta una violinista tan distante como Viktoria Mullova haya dejado a la organización un cheque en blanco para volver en la próxima edición.

Obviamente las entradas son baratas —entre 4 y 7 euros, al cambio—, gracias a una subvención público/privada que cubre el 92% de los gastos. Eso facilita la asistencia de todo tipo de público. En los discursos políticos o institucionales se insistió en todo momento en la riqueza para el país que genera la cultura y en lo importante que es la colaboración con el sector privado para su fomento. En fin, otro mundo, del que hay mucho que aprender.

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