Monterroso, mejor tortuga
El escritor guatemalteco es mucho más que su minicuento del Dinosaurio Encarna un intelectual latinoamericano en las antípodas del 'boom'
Lo peor que le pudo pasar a Monterroso fue que aquel empecinado dinosaurio siguiera y siguiera allí. La radicalidad narrativa de Monterroso, su microscópico don para el desorden y esa falta de solemnidad con que desafiaba su propia erudición merecerían, de una vez por todas, confirmar la extinción de tan prehistórico reptil.
Augusto Monterroso encarna cierto tipo de intelectual latinoamericano en las antípodas del boom, cuya ambición no persigue el proyecto total ni las esencias nacionales, sino el atentado contra el tótem y la discreción irónica. A dicha estirpe, tan desertora del canon como fronteriza en lo estético, pertenecen también Alejandro Rossi, Marco Denevi o Rodolfo Wilcock. Quizá no casualmente, en la obra de estos cuatro autores, humor e inteligencia son dos formas de leer entre líneas. A caballo entre el ensayismo bonsái y la micronarrativa, todo texto de Monterroso contiene un género y su parodia. Los motivos de esa confrontación interna tienen que ver sin duda con una poética, pero también con una actitud. A diferencia de quienes consideran que un ceño fruncido es signo de genialidad, Monterroso (Tegucigalpa, 21 de diciembre de 1921 – Ciudad de México, 7 de febrero de 2003) no aspiraba a exhibir su conocimiento, sino a desconfiar de él.
Acaso la consagración del cuento breve, demasiado anunciada como para que llegue algún día, se parezca a aquel texto de Monterroso en el que Ribeyro, Bryce, el narrador y su esposa esperan a un invitado para cenar. El cuento sucede en París, donde acaba de celebrarse el enésimo congreso de escritores. Todos los comensales han llegado y sólo falta Kafka, que se ha retrasado para recoger una tortuga que desea obsequiarle a Monterroso, en reconocimiento por la rapidez con que el congreso ha terminado. Kafka, que viaja en metro con la tortuga, primero se equivoca de andén, luego se topa con una salida clausurada y finalmente, tras parar en un café para darle un poco de agua a su tortuga, localiza la calle pero no acierta con el piso. Mezcla de Godot y Aquiles, aunque esté cada vez más cerca, el autor de El castillo jamás llega a la cena.
En esta historia de lentas velocidades y eternos aplazamientos, me pregunto quién representa al cuento: Kafka o la tortuga. ¿O quizá Kafka sería el cuentista y la tortuga, su editor? En tal caso, ¿quiénes serían esos comensales que aguardan la llegada del cuentista y su editor? ¿Los pacientes lectores? O acaso sean los propios editores quienes ven cómo su cena se enfría, mientras cuento y cuentista se desaniman antes de encontrar su casa. Leído así, el vagón que avanza en dirección equivocada podría ser el mercado. O la crítica. O el desorientado dinosaurio. Lo único seguro es que esta historia habla del cuento, quiera o no Monterroso, y opine lo que opine la elíptica tortuga.
*Andrés Neuman es autor de los libros de cuentos El último minuto, Alumbramiento y Hacerse el muerto (Páginas de Espuma), y de las novelas El viajero del siglo y Hablar solos (Alfaguara).
Babelia
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