El azar de la mujer rubia
El azar de la mujer rubia, de Manuel Vicent, es un juego literario sobre la historia más reciente de España vista desde la memoria nebulosa de Adolfo Suárez.
El 17 de julio del año 1936, a las cinco de la tarde, que en España es la hora de matar reses bravas, se levantaron los militares en África para derribar a la II República y reponer a la Monarquía. El fracaso del alzamiento dio origen a la Guerra Civil. Alfonso XIII, desde su exilio en el Gran Hotel de Roma, contribuyó con un millón de pesetas para la causa. Su hijo, el joven don Juan de Borbón, se ofreció voluntario para pelear contra otros españoles en el bando nacional, un deseo que no pudo cumplir por la expresa negativa de Franco. “Ése aquí no hará más que enredar”. Franco jugó con una baraja que acabaría con todas las cartas manchadas de sangre. Cuando se inició aquella gran corrida, Adolfo Suárez tenía cuatro años. Don Juan Carlos estaba a punto de llegar a este mundo. La mujer rubia lo haría poco después. Con estos tres personajes, con un príncipe que partía ladrillos con la mano, con un simpático político de billar y con una mujer rubia malherida, la historia formó un triángulo, dentro del cual echó los dados el azar, principio y final de este relato.
Setenta y dos años después, el 17 de julio de 2008, a la misma hora, cinco de la tarde, que en España también es la hora de la siesta de baba con una mosca vibrando en el cristal, el rey don Juan Carlos visitó a Adolfo Suárez en su casa de la Colonia de La Florida, en las afueras de Madrid, para entregarle el collar de la insigne Orden del Toisón de Oro, la condecoración de más alto rango, sin duda muy merecida por los servicios que este hombre había prestado a la Corona. De aquella visita queda un testimonio gráfico[...]. En la imagen se ve al monarca en actitud afectuosa con el brazo sobre el hombro del político, el primer presidente del Gobierno de la democracia. Parecía uno de esos paseos que se dan después del orujo al final de una larga sobremesa. “Vamos a estirar un poco las piernas”, se dice en estos casos, aunque en realidad el Rey estaba guiando a Adolfo Suárez de forma amigable, pero inexorablemente, hacia la niebla de un bosque lleno de espectros del pasado bajo una claridad cenital, que se extendía sobre las copas de los pinos y las ramas de los abetos.
Adolfo Suárez había perdido la memoria. En ese momento incluso ignoraba su propio nombre. Tampoco sabía que esa persona que lo conducía hacia un destino incierto, protegiéndolo y al mismo tiempo aferrándolo con el brazo, era el Rey de España. Adolfo Suárez no reconocía aquella voz, de la que había recibido tantas cuitas en tiempos pasados, ni podía responder a las preguntas que posiblemente le haría el monarca con su habitual desparpajo para distraerle durante el breve paseo por el jardín, que no serían sino comentarios banales para pasar el rato.
Probablemente el Rey pudo recordarle aquel cochinillo asado que tomaron un día ya muy lejano en Casa Cándido, en Segovia, cuando él era príncipe y Adolfo Suárez, el joven gobernador de la provincia. [...]Suárez no se acordaba, pero en ese momento pasó volando la mariposa del efecto mariposa: fue en ese almuerzo cuando estos dos personajes juntaron sus carcajadas por primera vez e hicieron chocar en el aire el vaso de vino. A la mariposa le bastó este hecho para torcer el curso de la historia. [...]
Aquella tarde nombró presidente a Suárez gracias a aquella chica rubia, de la que todo el mundo estaba enamorado
Durante el paseo por el jardín de La Florida pudo salir también a relucir aquella tragedia de Los Ángeles de San Rafael, cuando se hundió la primera planta de un restaurante con quinientos comensales y Suárez rescató a muchos heridos bajo los escombros con sus propias manos. Más allá del cochinillo asado, sin duda a Juan Carlos el nombre de este gobernador Suárez se le quedó definitivamente grabado en la memoria por este lance. La nada es blanca. Suárez tampoco se acordaba de aquella hazaña ni de las correrías que realizaba con el príncipe. “Coño, Adolfo, tienes que acordarte de aquellas aventuras”. [...]En la conversación de aquella tarde en el jardín de La Florida, pudo pronunciarse también el nombre de Carmen Díez de Rivera, aquella rubia de ojos azules rasgados que el príncipe recomendó a Suárez como secretaria cuando le nombraron director de televisión. Ese nombre produciría, sin duda, un silencio embarazoso, porque Suárez siempre sonreía con labios muy blandos cuando lo oía en boca de alguien. [...]
El Rey pudo contarle un hecho que nunca se había atrevido a reconocer ante nadie. La tarde del 3 de julio de 1976 había nombrado presidente del Gobierno a Suárez gracias a aquella chica rubia, la hija de los Llanzol, de la que todo el mundo estaba enamorado. Sólo algunos conocían su enredo familiar, todo un melodrama, que daba para un intenso culebrón. Pero España tenía mucho que agradecer al azar de aquella chica rubia, que se cruzó en la vida del príncipe y de Suárez, aunque nadie la tomó en serio porque era demasiado guapa. [...]
[...]Antes de penetrar en el bosque lácteo de su cerebro, el Rey, con el brazo en el hombro de Suárez, pudo decirle: “Te elegí a ti, ¿no recuerdas? Si fuiste presidente del Gobierno, se lo debes al empeño personal de aquella chica rubia que te recomendé. Los grandes cambios de la historia se escriben a veces en un ala de mariposa. Haz memoria. Tú has sido presidente del Gobierno de España. Un día tuve que prescindir de ti, aunque te jugaste el pellejo como un héroe ante los militares golpistas, pero te hice duque, no te puedes quejar”. Suárez no se acordaba, aunque en la niebla de su memoria, si el Rey pronunció estas palabras, esta vez también sonaría aquella lejana canción superpuesta al rostro de una chica rubia con una toca de monja que caminaba por el claustro del convento de clausura de las carmelitas descalzas de Arenas de San Pedro. [...]Suárez comenzó a tararear para sí: “Cuando calienta el sol aquí en la playa, siento mi cuerpo vibrar cerca de ti”. Siempre lo hacía de forma inconsciente cuando pensaba en ella. Era su canción. La canturreaba también ahora mientras el Rey de España lo conducía hacia el bosque. De pronto dejó de cantar. “Veo que cojeas un poco, amigo”, dijo Suárez. “He hecho tantas animaladas en mi vida, querido Adolfo, que tengo los huesos hechos polvo”, le contestó el Rey.
Durante el paseo por el jardín, Adolfo Suárez, en todo caso, sólo tuvo impresiones sensoriales, que después de atravesar su mente se diluían al instante fragmentadas en la niebla de su memoria perdida: este señor que camina a mi lado me quiere, pone la mano en mi hombro, lleva un anillo de oro en el dedo meñique, cojea un poco, me gustan sus zapatos, huele a colonia lavanda, me habla de un cochinillo asado, de una chica rubia, de sus huesos rotos, de una partida de mus, no para de hablar, me aturden tantas palabras. Este señor tan amable me acaba de regalar un collar con varias chapas de oro.
Ambos, el Rey y Suárez, se detuvieron en el límite del jardín de la mansión bajo un abeto, que recogía el último sol de aquella tarde; el monarca le dio un abrazo pero antes de que lo empujara suavemente hacia el interior del bosque, Suárez se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un papel con un mensaje escrito. Se lo mostró al Rey, quien lo leyó con una sonrisa. A continuación quiso comparar la calidad de los zapatos que llevaba aquel desconocido con la de los suyos. Puso los pies junto a los del monarca y exclamó: “Mis zapatos son más bonitos que los tuyos”. Luego comenzó a caminar solo por un sendero que se bifurcaba sucesivamente en los vericuetos de su mente perdida. De pronto volvió el rostro hacia el monarca y le dijo: “No te conozco, no sé quién eres, pero creo que te quiero”. Y continuó caminando. No se sabe el tiempo que pasó desde que el Rey lo hubiera abandonado.
El azar de la mujer rubia (Alfaguara, 256 páginas, 18,50 euros) se edita el día 23.
Babelia
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