El cómic como espejo de vidas
La biografía se consolida como uno de los géneros prioritarios en el campo de la novela gráfica Dalí, Virginia Woolf y Olympe de Gouges, últimos ‘fichajes’
Si el cómic todavía no ha rastreado su biografía es porque la posteridad no le considera lo bastante genio. O lo suficientemente demonio. Luther King y Hitler la tienen. Y Carlos Gardel, Che Guevara, Ana Frank, Bob Dylan, Fidel Castro o Robert Capa. Mientras otros géneros siguen rumiando sobre su propia ruina —a la novela le disparan cada cuatro títulos sin que la entierren definitivamente—, el mundo del tebeo está con las fauces abiertas mascando cualquier sustancia que encuentre a su paso para engordar. Inevitable caer en la Historia, con su filón de divinos y depravados que han nacido desde que los sumerios inventaron la escritura y se pudo dar fe de las vidas ajenas. Y, por cierto, da resultado: el último Premio Nacional de Cómic ha sido para Dublinés (Astiberri), la biografía de James Joyce de Alfonso Zapico.
¿Cómo no amar a un hombre que se enfrenta a lo imposible?” Baudoin
Edmond Baudoin, uno de los dibujantes más prestigiosos de Francia (donde ese título significa algo), era más entusiasta del surrealismo que de Dalí, al que consideró en los sesenta como un artista “un poco psicodélico, un poco ido” y al que censuró después por su afán autopropagandístico con fines recaudatorios. En fin, le resultaba antipático.
Sin embargo, aceptó la propuesta del Centro Pompidou para realizar un biocomic. “Sabía muy pocas cosas de su vida y, al descubrirla, descubrí a un ser humano que trabajaba mucho su arte para intentar superar a un hermano mayor enterrado en el cementerio de su ciudad. Pero, ya que resulta imposible enfrentarse con un muerto, tenía que hacer siempre más, incluso delirar. ¿Cómo no comprender y amar a un hombre que se enfrenta a lo imposible?”, responde por correo electrónico Baudoin.
Su cómic Dalí (Astiberri) es personal y audaz como la pintura del catalán. Ni su relato es lineal, ni su trazo realista. Baudoin plasma el mundo onírico y fantasioso del artista con viñetas alegóricas y simbólicas, sobrecargadas como sobrecargada fue la obra y el autor. ¿Quién es ese?, comienza. “Se creía un genio. Un tímido. Un paranoico. Un impotente. Un pintor. El más grande. Mi hermano. Tan solo un marchante. Dalí”.
Para Olympe de Gouges también hay múltiples respuestas. El personaje ha fascinado a Catel y Bouquet, autores de Kiki de Montparnasse, publicada en 2007 por Sins Entido, un sello con otros aciertos biográficos como Tina Modotti y, sobre todo, Bertrand Rusell en Logicomix, que despachó en mes y medio 3.000 ejemplares de su primera tirada y lleva tres reimpresiones. “Igual que hace unos años existió el boom de la autobiografía, ahora hay un auge de la biografía en la novela gráfica”, concede Catalina Mejía, editora de Sins Entido. “A la gente le interesan mucho las vidas de escritores que ha leído, pero a lo mejor no se atreve con una biografía de 400 páginas de Rusell y sí con una novela gráfica”, añade.
Olympe de Gouges, que ocupa casi 500 páginas, es un relato tradicional de la vida de una mujer original que osó reivindicar la igualdad en un tiempo en el que se tumbaron otras discriminaciones. Hija ilegítima de un académico francés en tiempos de moralidades difusas —reflejadas magistralmente por Choderlos de Laclos en Las amistades peligrosas—, a partir de su viudedad a los 18 años comenzó a perseguir la libertad y la cultura con la misma vehemencia con la que otras mujeres perseguían maridos.
Rechazó sucesivas peticiones de su amante para casarse, aunque accedió a seguirle a París, donde se instaló con su hijo. Allí cambia su nombre, lee a Rousseau y Voltaire, acude a la Comedia Francesa, frecuenta estimulantes salones, funda su propia compañía de teatro y comienza a escribir obras. Un lustro antes de la Revolución ya dictaba cosas así: “Dios mismo parecíame un ser imaginario o hecho para el suplicio del género humano e inventado por ambición”. Su primer drama propugnaba el abolicionismo de la esclavitud. Pese a las presiones de los colonos, fue más fácil prohibir la esclavitud que equiparar en derechos a mujeres y hombres. En tres años escribió 40 panfletos donde dijo lo que pensaba. Pidió el voto femenino y el divorcio. Tuvo la valentía de defender al rey Luis XVI y de atacar al mismísimo Robespierre (“en cada uno de tus cabellos hay un crimen”), cuando el Terror segaba cuellos a destajo: 20.000 personas, guillotinadas en diez meses: Olympe fue una de ellas.
La personalidad de Virginia Woolf está en las antípodas del vitalismo de Gouges, pero comparten la curiosidad intelectual, el desprecio de las convenciones, un contexto histórico convulso y el interés del cómic. Michèle Gazier y Bernard Ciccolini son los autores de la novela gráfica Virginia Woolf, que acaba de publicar en español Impedimenta. Su salida ha coincidido con la de Superzelda (451 Editores), la vida ilustrada de Zelda Fitzgerald radiografiada por los fumettistas Tiziana Lo Porto y Daniele Marotta. Otros tres más: Feynman (Norma editorial), de L. Myrick y J. Ottaviani, sobre el mejor físico de la historia; Los amigos de Pancho Villa (001 Ediciones), de L. Chemineau y J. C. Blake, el revolucionario mexicano a través de los ojos de su amigo Rodolfo Fierro, y Brassens (Fulgencio Pimentel), de Joann Sfar.
El idilio entre literatura y cómic puede ir para largo. Sea por la razón que sea. Carlos Hernández firmó en 2011, junto a El Torres, La huella de Lorca (Norma), movido por una historia personal: su padre había conocido al poeta en Granada. A Jacobo Fernández Serrano le atrapó la poesía de Lois Pereiro, un verso solitario que se ha convertido en un fenómeno editorial tres lustros después de su muerte. “No sabiendo de antemano lo que quería contar, me apetecía explorar qué podía hacer con la poesía en el cómic”, recuerda sobre Breve encuentro (Sins Entido y, en gallego, Xerais), su libro sobre el poeta. “En estos momentos iniciales, la novela gráfica se abre a todo tipo de géneros. Seguro que también habrá una moda de novela gráfica histórica”, vaticina.
Babelia
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