La vida bajo el agua
Escribir un libro en el que la memoria juega un papel importante implica no solo recabar datos, sino ponerse en disposición de recordar, y esa voluntad ha de ser una mezcla de evocación e invocación, porque los recuerdos no vienen solos, y a veces solo asoma de ellos una punta. A caballo entre imaginación y memoria, el padre y la madre de la literatura, se trata de buscar la llave que abre la puerta de los recuerdos para volver a entrar en ellos como en una casa cubierta por el agua. Las fotos de infancia espolean la memoria, como lo hace una canción, un sabor o un perfume, pero provocan una considerable sensación de irrealidad. ¿Quién era ese niño que ni siquiera se me parece (salvo por las orejotas)? ¿Existió realmente? En esas fotos primeras echamos en falta, como en ningunas otras, la tridimensionalidad de la cámara cinematográfica. Necesitaríamos que se abrieran por los lados, que el triciclo del niño echara a andar, y que el reconocimiento de lo que había alrededor certificara la existencia de la criatura. Sí, aquellos eran sus dominios. En la tridimensionalidad entraría el color malva de aquella tarde (pero la foto es en blanco y negro), y el volumen afilado de la esquina de la mesa. Y faltan los sonidos: aquellos pájaros, aquellas campanadas, aquellas voces de la radio.
Hay algo todavía más inquietante que la irrealidad de ese niño antiguo que parece mirarnos desde otro planeta: su ausencia en una foto familiar. Tal vez sea esa la primera y arrasadora noción de pasado, cuando el niño, al ver una imagen de sus padres jóvenes, atisba, como un destello, el inmenso continente sumergido de la vida que precedió a su nacimiento.
Creo poder fechar esa experiencia: a mis cuatro o cinco años. Mi padre me lleva a la pensión en la que había vivido de soltero, para que la dueña me conozca. Tras los abrazos de rigor, sigo a la señora Ledesma y a mi padre por el pasillo. Abre una puerta. “Ya verás que está todo igual, desde que te fuiste no hemos vuelto a alquilarla”. Enciende la luz. Mi padre se queda en el umbral. Me asomo, entre su cadera y el marco de la puerta. Un balcón cerrado. Una cómoda. En el centro, un somier con el colchón enrollado. “Aquí vivió tu padre”, dice la señora Ledesma. ¿Mi padre, sin mi madre? ¿Cuándo, cómo? Pregunto: “¿Y yo? ¿Dónde estaba yo?”.
A lo mejor la raíz del libro que he terminado (y de buena parte de lo que he escrito) se encuentra en ese momento, en esa habitación deshabitada: la percepción de la vida anterior como un hueco, una ausencia que imperativamente había que llenar con palabras, con invocaciones.
He buscado puertas laterales. He intentado incluso llevarme a la cama los territorios que necesitaba explorar, entrando en ellos desde la duermevela, y más de una vez lo he conseguido: entré así en la casa de mis abuelos, y en el sueño pude atrapar objetos olvidados, huellas perdidas (la muesca en aquellos prismáticos de teatro), pretéritas disposiciones de la luz, rincones que no había llegado a vislumbrar en estado de vigilia. Como si en el sueño estuviera viendo una película de mi infancia.
He sentido una nostalgia desmesurada de esas películas que no tuve, pero, ahora que lo pienso, no estoy del todo seguro de que sean una buena cosa.
En las vidas de los niños de hoy se filma prácticamente todo: la vida anterior a su nacimiento, el nacimiento mismo, los acontecimientos destacables (cumpleaños, festejos) y el devenir de la vida cotidiana. Y me pregunto hasta qué punto lo virtual no acabará anulando, en cierta forma, la experiencia memorialística. ¿Hubiera sentido yo la necesidad de atrapar el pasado de haberlo tenido así a mi alcance, hecho presente por una filmación? ¿No necesitará el recuerdo ese esfuerzo invocatorio para fijarse como tal? Ha de haber una diferencia entre contemplar pasivamente y hacer tuyo el recuerdo, conquistarlo. Un trabajo semejante al de la escritura: tomar aire para sumergirse en las profundidades, que creíamos mero turbión de barro y ruina, y emerger, si hay suerte, con una moneda de plata entre los dientes.
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