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EN PORTADA/ ENTREVISTA

Hacia el fin de la crueldad

Steven Pinker es considerado la estrella del pop de la psicología evolutiva y especialista en el campo del poder cognitivo Sostiene que la época actual es la menos violenta de la historia de la humanidad.

Jeff Riedel/ Getty Images

Steven Pinker (Montreal, 1954) es catedrático de psicología experimental en la Universidad de Harvard. Su especialidad es la psicolingüística, en particular el estudio del proceso de adquisición del lenguaje en los niños. Autor de numerosos trabajos y publicaciones académicas, debe su exorbitante fama a libros de divulgación científica, como El instinto del lenguaje (1994), Cómo funciona la mente (1997), La tabla rasa (2002) o El mundo de las palabras (2007), de los que vende millones de ejemplares en numerosos idiomas. Uno de los representantes más conocidos a escala mundial en el campo de la psicología evolutiva, Pinker explica las claves del comportamiento desde una perspectiva innatista que muchos consideran excesivamente reduccionista. Steven Pinker es una figura pública de gran relieve que aparece asiduamente en programas de televisión y es constante objeto de atención por parte de los medios, como lo fueron antes que él el astrónomo Carl Sagan y el biólogo e historiador de la ciencia Stephen Jay Gould (con quien sostuvo violentas diatribas). Las opiniones de Pinker son tan sugerentes como controvertidas. Sus tesis tienden a ser altamente “contraintuitivas”, lo cual le obliga a defenderlas con un riguroso aparato estadístico y argumentaciones sólidamente ancladas en los últimos hallazgos de las disciplinas objeto de su estudio. La revista Time lo caracterizó como la “estrella pop de la psicología evolutiva”. En sus libros, Pinker defiende la idea de que la evolución es responsable del diseño del cerebro, así como de los mecanismos que rigen el comportamiento de nuestras facultades cognitivas y emocionales. La tesis central de su último libro, Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones, es que la época en que vivimos es la menos violenta y cruel de cuantas ha conocido la humanidad a lo largo de la historia en todos los ámbitos imaginables: la familia, la ciudad, las naciones, la esfera de las relaciones internacionales. Según Pinker nunca ha habido menos guerras ni genocidios, nunca menos represión o terrorismo que en nuestra época, de la misma manera que jamás han sido tan bajas como lo son hoy las posibilidades de que los seres humanos sucumbamos a una muerte violenta. La entrevista tiene lugar en el elegante comedor del hotel Savoy, uno de los más exclusivos de Londres.

PREGUNTA. Su tesis de que la violencia ha disminuido radicalmente en todas sus manifestaciones hasta conocer los niveles más bajos de la historia choca frontalmente con la percepción que tenemos de la realidad circundante. ¿De qué le serviría decirle algo así a un niño sirio?

RESPUESTA. No es esa la pregunta que hay que hacer y en todo caso no habría que hacérsela a un niño sirio, sino a un niño de Angola, Vietnam, Nicaragua o cualquier otro de los innumerables lugares del mundo que antes fueron escenarios de conflictos bélicos y hoy viven en paz. Lo único que demuestra el hecho de que haya guerra en Siria es que el descenso de la violencia en el mundo no ha alcanzado el nivel cero.

P. ¿Cuál es la historia de la gestación de Los ángeles que llevamos dentro?

La violencia no ha sido un elemento constante a lo largo de la historia

R. En libros como La tabla rasa y Cómo funciona la mente, me he ocupado a fondo del concepto de “naturaleza humana”, cuestión que se relaciona de manera muy directa con la de la violencia. ¿Tendemos o no los seres humanos de manera innata a la violencia? La cuestión se remonta a Hobbes y Rousseau, cuyas ideas antitéticas discuto a fondo. En los libros que he citado antes, lo primero que he tenido que hacer es adelantarme a quienes niegan la existencia misma de la naturaleza humana. Progresistas y pacifistas rechazan frontalmente la idea, porque según ellos aceptar una cosa así equivale a decir que la violencia es algo inherente a la condición humana, y por tanto algo de lo que jamás nos podríamos librar. Los instintos violentos serían algo que llevamos impreso en los genes, en la sangre, en el cerebro. Según los partidarios de esta idea, aceptar la existencia de la naturaleza humana equivale a negar toda posibilidad de cambio, pero el argumento es erróneo. La existencia de una naturaleza humana en toda su complejidad supone que junto a los instintos que nos impulsan a ser violentos, hay instintos de signo contrario (los ángeles que llevamos dentro). Todo depende de qué lado de nuestra naturaleza acabe siendo más influyente. La violencia no ha sido un elemento constante a lo largo de la historia. Ha habido periodos históricos más violentos que otros. Con anterioridad a la aparición del Estado, nuestros antepasados se veían involucrados en toda suerte de conflictos armados, y el número de muertes violentas era muchísimo más elevado que hoy. Las estadísticas nos permiten documentar un descenso vertiginoso en el número de homicidios cometidos desde la Edad Media hasta nuestros días. Se ha abolido una enorme cantidad de prácticas bárbaras, como las torturas y ejecuciones públicas. En resumen, que el hecho de que los niveles de violencia no sean constantes es perfectamente compatible con la teoría que sostiene la existencia de la naturaleza humana. Cuando publiqué mis conclusiones en un blog, empecé a recibir cartas de numerosos especialistas e investigadores procedentes de diversas disciplinas que se apresuraron a decirme que los datos que manejaban corroboraban mi sospecha de que la violencia había ido declinando a lo largo de la historia. Empecé a atar cabos. Yo no era consciente de que los niveles de muerte en guerra habían declinado tanto desde el final de la guerra fría. No era consciente del descenso de los niveles de abusos infantiles y violencia doméstica. No me había dado cuenta de que desde 1945 no ha vuelto a haber una sola guerra entre las grandes potencias, algo insólito en la historia. Todo eso planteaba un enigma que me parecía importante investigar.

P. En el libro vuelve sobre la idea, ya examinada en La tabla rasa, de que hay dos visiones extremas y antitéticas de la naturaleza humana. La visión trágica acepta la existencia de la naturaleza humana, con todas sus lacras y defectos. La visión utópica la niega. La visión trágica correspondería a la visión ideológica de la izquierda y la visión utópica a la de la derecha.

R. Fue Edmund Burke, un político conservador británico, quien primero articuló la idea con claridad, y más recientemente ha vuelto sobre ello el economista e historiador de las ideas norteamericano Thomas Sowell…, también conservador. Las cosas son más complicadas. El hecho de que yo crea en la existencia de una naturaleza humana no me convierte en conservador. Creo que estamos dotados de un aparato cognitivo de signo abierto capaz de concebir ideas nuevas acerca de cómo organizar nuestras vidas. Hemos creado instituciones como los Gobiernos, todo cuanto guarda relación con la literatura, numerosas formas de conocimiento, instrumentos como la prensa, las bibliotecas, las universidades y otras muchas manifestaciones del temperamento humano. Creo que la idea de progreso es compatible con la creencia en la existencia de la naturaleza humana.

P. Su libro impresiona por lo exhaustivo de la investigación y lo ingente del aparato de notas, a veces más de doscientas por capítulo. No parece haber dejado ninguna disciplina sin tocar. ¿Cómo definiría su perfil profesional?

Cuando digo que soy psicólogo el 99% de la gente cree que soy psicoterapeuta

R. Soy psicólogo experimental, aunque prefiero presentarme como especialista en ciencias de la cognición porque cuando digo que soy psicólogo el 99% de la gente cree que soy psicoterapeuta. Las ciencias de la cognición se ocupan de estudiar el funcionamiento de la mente, combinando la psicología experimental con la lingüística, la inteligencia artificial, la filosofía de la mente y la neurociencia. Mi propia especialización académica es la psicología del lenguaje. También he llevado a cabo estudios en el campo de la cognición visual, cómo tiene lugar la formación de imágenes en el ojo de la mente.

P. ¿Quién garantiza que el proceso de disminución de los niveles de violencia no experimentará un cambio, volviéndose a producir una escalada?

R. No se puede garantizar una cosa así, aunque depende de la clase de violencia de que hablemos. Hay toda una serie de prácticas que han sido abolidas con carácter irreversible. Dudo mucho que vuelvan los sacrificios humanos. Tampoco creo en una vuelta a la costumbre de torturar sádicamente a los condenados a muerte antes de ejecutarlos. No creo que se restauren la crucifixión ni la práctica de arrancar las entrañas a los reos cuando aún estaban vivos. No creo que se vuelva a legalizar la esclavitud, aunque Napoleón la restauró, de modo que en Francia hubo que abolirla dos veces. Creo que no es ridículo ni romántico pensar que la guerra entre naciones puede llegar a desaparecer completamente. El cese de hostilidades bélicas entre las naciones más desarrolladas es un hecho desde hace 67 años, y no veo por qué el fenómeno no se pueda extender al resto de las naciones. Por otra parte, no creo que las guerras civiles desaparezcan por completo jamás, así como tampoco el terrorismo. Tampoco creo que los homicidios vayan a desaparecer del todo. Creo que se seguirán haciendo avances en asuntos como la violencia de género y la persecución de los homosexuales.

P. En su libro habla del poder del arte, la música o la literatura para atenuar las tendencias violentas del ser humano.

R. Por lo que respecta al poder de la música o el arte para expandir la empatía de la gente, es una cuestión abierta, pero en el caso de la ficción creo que sí se da. En mi opinión eso se debe a que cuando se lee una obra de ficción tiene lugar una proyección del yo en la mente de otro individuo. En esto estoy cerca de los planteamientos de Martha Nussbaum y Lynn Hunt, aunque no hay consenso entre los expertos en literatura.

P. ¿Podría hablar del poder cognitivo de la ficción?

¿Por qué perdemos el tiempo en cosas que sabemos que son mentira, cosas que nunca han sucedido?

R. Un rasgo muy destacado del homo sapiens es que nos encantan las historias. No hablo sólo de la ficción literaria en sentido estricto, sino que en el concepto de ficción englobo formas narrativas tan dispares como los chistes, las leyendas urbanas, los programas de televisión o las películas. Empleamos una enorme cantidad de tiempo y dinero en explorar mundos imaginarios. Para un biólogo del homo sapiens como yo, esto plantea una cuestión muy profunda. ¿Por qué perdemos el tiempo en cosas que sabemos que son mentira, cosas que nunca han sucedido? No puedo dejar de pensar que la ficción, la narrativa y el arte de contar historias e idear mundos imaginarios son actividades que tienen una función, y se trata de una función cognitiva, destinada fundamentalmente a representar distintas situaciones en el ojo de la mente, explorando lo que puede suceder en mundos posibles, y creo que no es implausible que cualquier agente dotado de inteligencia tenga que manipular, navegar un mundo social muy complejo en lugar de pensarlo todo en tiempo real. Cuando estás en una situación que o bien la has imaginado tú o alguien la ha imaginado para ti, son muchas las maneras posibles de reaccionar. Todos los conflictos de intereses que se dan en el trato humano producen placer al verlos representados en clave de ficción. La narrativa es una manera de explorar el vasto espacio de las relaciones humanas en el recinto seguro de la mente.

P. ¿Esa es la razón por la que la sed de historias que tenemos cuando somos niños nunca muere en nosotros?

R. Las palabras nos permiten explorar los límites más alejados de la experiencia humana. Esa es la razón por la que una proporción importante de la narrativa, especialmente en el caso de los niños, tiene un componente mágico. ¿Hasta dónde es posible extender la comprensión del mundo yendo más allá de lo que experimentamos en el curso de nuestra vida diaria? Nuestras experiencias son limitadas y repetitivas. La inmersión en mundos imaginarios nos permite acariciar la posibilidad del milagro, la magia, la posibilidad de ampliar los límites del mundo violentando las leyes de la física, de la lógica y la psicología. Eso es una conjetura, una hipótesis acerca de por qué los humanos amamos de tal manera la ficción.

Para mi generación capitalismo y guerra eran nociones intercambiables

P. Además de a Hobbes y Rousseau, en su libro presta mucha atención a la figura de Immanuel Kant. El análisis que hace de La paz perpetua sugiere que para usted Kant es quien mejor ha sabido defender la idea de la paz en términos estrictamente racionales.

R. Así es. Hay que tener en cuenta, además, que Kant sí creía en la existencia de la naturaleza humana, con todos sus defectos. Sus argumentos a favor de la paz resultan valiosos precisamente porque no son románticos ni éticos. No decía: “La paz es buena, por tanto, seamos pacifistas”. Era perfectamente consciente de que para alcanzar la paz es necesario implementar un sistema que reduzca los incentivos que arrastran a las naciones a la guerra. No sirve de nada transformar mi espada en un arado si mi vecino no hace lo mismo, porque en ese caso estoy abocado a convertirme en su víctima. Kant era lo suficientemente cínico como para comprender que el pacifismo unilateral no lleva a la paz. A esta percepción clarividente se suman varias sugerencias sumamente prácticas, como su defensa de la democracia, aunque él no empleaba ese término, sino republicanismo. Kant defendía la idea del comercio como vehículo de paz. Si tus intereses están entremezclados con los de tu vecino el riesgo de enfrentamiento disminuye. Otras ideas sumamente avanzadas que preconizó fueron la formación de una comunidad internacional de naciones y el cultivo de la hospitalidad universal. También defendió la idea de que no hubiera ejércitos permanentes, aunque no prevaleció. Lo esencial es que comprendió que la solución para acabar con las guerras era estructural, no ética.

P. En su libro discute la idea de una Paz Capitalista, ¿cree en la existencia de algo así?

R. Es una idea herética, que me ha causado regocijo comprobar que procede de Noruega y Suecia, lo cual le otorga una cierta legitimidad. En mi opinión se trata de una constatación empírica, que no guarda ninguna relación con cuestiones ideológicas. Los datos empíricos dan a entender que los países capitalistas son menos proclives a embarcarse en guerras. Que alguien de mi generación, forjado en los ideales de la década de los sesenta, con su fuerte sentimiento antibelicista, diga algo así, puede resultar chocante. Para mi generación capitalismo y guerra eran nociones intercambiables, pero las estadísticas dan a entender que la idea no es ningún despropósito. Desde que China, que no es un país democrático, se hizo capitalista a finales de los ochenta, no se ha vuelto a ver involucrada en ninguna guerra. Si el objetivo es ganar dinero, no reparar injusticias ancestrales, no la gloria nacional ni la venganza en nombre del honor patrio, la guerra pasa a un segundo plano. No digo que los datos que avalan esa hipótesis sean incontestables, pero creo que es una hipótesis digna de tenerse en cuenta. En ese sentido, me parece altamente significativo que la Unión Europea haya sido recientemente galardonada con el Premio Nobel de la Paz.

P. En la gradación de movimientos favorables a un proceso de humanización de las tendencias que disminuyen la violencia, como los derechos de toda clase de minorías, le presta un papel importante a la defensa de los derechos de los animales.

R. El movimiento a favor de los derechos de los animales es el mejor indicador de lo mucho que se ha avanzado en el camino que lleva hacia una disminución gradual de la violencia en el mundo. Se trata de un indicador importante porque en este caso las víctimas no están en condiciones de defenderse. Velar por los derechos de los animales es cuestión de razón pura, de pura empatía. Es el mejor ejemplo posible de cómo los ángeles que llevamos dentro pueden influir de manera beneficiosa en nuestro comportamiento.

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