Tres siglos de derechos
Lynn Hunt analiza el contexto en el que se inventaron los derechos humanos en el siglo XVIII, en una clara respuesta a estímulos ideológicos, sociales y artísticos
Lynn Hunt ha logrado resumir en las pocas palabras de un título, La invención de los derechos humanos, su postura en la discusión larga de siglos sobre si existen los valores universales y cómo llegan a conocerse. Si los derechos humanos como expresión de esos valores se encontrasen ocultos en algún recóndito lugar y hubieran sido repentinamente hallados no podría hablarse de "invención" como hace Hunt, sino de "descubrimiento". De la misma manera que habría que hablar de "revelación" si conformaran un código dado a conocer por un ser trascendente, por una divinidad. Al tratarlos como el resultado de una invención, Hunt coloca a los seres humanos ante una soledad radical, en la que cualquier guía ética y moral para la acción no puede legítimamente invocar ningún mandato ajeno a su estricta voluntad y, por tanto, a su responsabilidad, a su compromiso.
La invención de los derechos humanos
Lynn Hunt
Traducción de Jordi Beltrán
Tusquets. Barcelona, 2009
296 páginas. 20 euros
El propósito del ensayo de Hunt es dar cuenta del contexto en el que, durante el siglo XVIII, tuvo lugar esta invención, respondiendo a estímulos ideológicos, sociales, políticos e, incluso, artísticos. Para ello lleva a cabo un sugerente cambio de perspectiva en la discusión sobre los derechos humanos, que normalmente se ha desarrollado en el terreno jurídico y filosófico, y que Hunt, por su parte, traslada al ámbito de una historiografía multidisciplinar y de amplio espectro. Las fechas de las primeras declaraciones son conocidas, lo mismo que el carácter de las asambleas políticas que las adoptaron. También el hecho de que, evitando dotar a los derechos de cualquier fundamento exterior al ser humano, fueron calificados como "evidentes", una forma de conectarlos con la razón y con la nueva concepción de la persona que se estaba abriendo paso. Pero las preguntas a las que se ajusta el ensayo de Hunt son por qué las asambleas políticas se sintieron requeridas a declarar lo que ellas mismas consideraban evidente y por qué dotaron a esas declaraciones del concreto contenido con el que han llegado hasta nuestros días.
Hunt arranca, así, con un original análisis de la influencia ejercida por la novela epistolar en la invención de los derechos humanos. Obras como Pamela y Clarissa, de Samuel Richardson, o Julia, de Rousseau, inauguraron un género de éxito que alcanzó su máximo desarrollo en las fechas inmediatamente anteriores a las Declaraciones norteamericana y francesa. La sugerencia de Hunt es que el intercambio de cartas, como recurso narrativo, ofrecía un camino de acceso a la intimidad ajena y, de este modo, favorecía uno de los sentimientos sin los cuales resulta difícil concebir una idea como la de los derechos humanos: la empatía. No se trata de un sentimiento que sólo apareciera en el siglo XVIII, aclara Hunt; lo que sucede es que la generalización de la novela epistolar lo estimula hasta límites desconocidos anteriormente, borrando las fronteras entre las clases sociales, los sexos y, en definitiva, entre unos hombres y unas mujeres cada vez con mayor conciencia de su individualidad.
En su recreación del contexto en el que se produce la invención de los derechos humanos, Hunt apunta, a continuación, hacia otro factor cuando menos tan original como la influencia de la novela epistolar: la ampliación de lo que denomina el "umbral de la vergüenza". Es a lo largo del siglo XVIII cuando, siempre según Hunt, se van adoptando las normas que conformarán los códigos de higiene y de urbanidad que han seguido evolucionando hasta hoy. Si poco a poco se reprimen en público ciertos actos fisiológicos que hasta entonces no escandalizaban ni producían repugnancia es porque el pudor ha empezado a delimitar un espacio de intimidad que, de nuevo, remite a una conciencia de la individualidad. En realidad, esa creciente conciencia será uno de los estímulos decisivos para la invención de los derechos humanos, puesto que, trasladada a otros ámbitos, como el del proceso judicial, obligará a poner en tela de juicio la tortura y los castigos deshonrosos y degradantes. Entre los adversarios más firmes de estas prácticas se encontrará el italiano Cesare Beccaria, cuya obra De los delitos y las penas, traducida a las principales lenguas europeas, fijará los principios para un derecho penal entendido de manera diferente a la venganza o a la expiación, extensibles a la familia del reo. Hunt recuerda que la Iglesia incluyó en el Índice el libro de Beccaria.
El hecho mismo de declarar lo evidente, según hicieron los revolucionarios norteamericanos y franceses, no resultó políticamente inocuo, sino que acarreó trascendentales consecuencias en ambos países y en el resto del mundo, que Hunt analiza en los últimos capítulos de su ensayo. Convertir en norma positiva los derechos humanos supuso, en primer lugar, que los revolucionarios se apropiaron de la soberanía y la legitimidad que les autorizaba a hacerlo. Pero, por otra parte, desencadenó un proceso al que, además de Hunt, se han referido Hannah Arendt o François Furet: la igualdad que los revolucionarios consagraron como principio universal ha inspirado las luchas de los individuos que fueron inicialmente excluidos de ella, en un largo recorrido que ha llevado desde la abolición de la esclavitud al reconocimiento de los derechos de las mujeres. Los derechos humanos fueron, según Hunt, una invención; pero una invención que sigue surtiendo efectos tres siglos después.
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