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EL PAÍS SEMANAL

El reportero sin límites

El escritor presenta 'Vidas al límite', una recopilación de reportajes para 'El País Semanal' Rostros anónimos y famosos se mezclan en las páginas de la nueva publicación

Jesús Ruiz Mantilla
Jordi Socías

Cuando Juan José Millás se levanta por la mañana, se viste con ropa suficiente como para repeler el frío y se dirige a hacer un reportaje, siente miedo. Miedo a no encontrarse con nada, miedo a no ver, a no entender, a no ser capaz de adivinar el hilo, el punto de vista, la diferencia que convierta toda esa misteriosa cotidianidad de ciertos personajes anónimos en algo heroico. El reportaje, para él, es un viaje físico, pero sobre todo mental. Y debes carcomerte los sesos, antes, durante y después de hacerlo con una pregunta: “¿Voy a tener talento suficiente para no ver lo que esperaba ver?”.

 Con esa disposición de ánimo, con ese reto ante sus propias barreras mentales, el reportero Millás demuestra alergia a las verdades preconcebidas, al tópico, a la nula capacidad de sorpresa. Anda por el mundo mirando detrás, debajo, atrás, por la espalda. “De cerca hay muchas cosas que no se aprecian”, asegura. Un relato es un dilema constante. El cine enseña a elaborar un reportaje. “Colocar la cámara en según qué ángulo no es una decisión inocente. Se trata de una elección moral”, afirma. Al emplazamiento de la cámara, a la búsqueda obsesiva del punto de vista, se une el montaje. “He tenido la suerte de estar en una sala de edición de películas. Ahí aprendes mucho sobre lo que hacemos, sobre lo que vemos y desechamos nosotros también. El autor está constantemente editando la realidad”.

Desechando detalles y buscando su significado. Puede que en ellos, en lo más normal, se esconda lo más insólito para quien lo lee. La explicación. La clave. “Nos enfrentamos a una realidad fragmentada. Por eso es un género de lo más humilde”, comenta Millás.

Una realidad que es lo que nutre el reportaje y a la que hay que ser muy fiel. Debemos entablar un trato cordial con ella, pero lleno de franqueza, crudo e intenso a la vez. Es la materia que lo distingue de la ficción. “En el fondo no existe diferencia entre un cuento y un reportaje. La técnica, la forma, es igual. Al primero lo nutre la imaginación; al segundo, la realidad”. Mientras apliques rigor, autenticidad, el reflejo de lo que ves, puedes contarlo como te dé la gana.

Ha llegado a estas conclusiones a la vez que, sin buscarlo, centrado en la tarea de darle la vuelta a todos los enfoques preconcebidos, se ha convertido en un maestro del género. De ahí sale Vidas al límite (Seix Barral), una selección de sus trabajos en El País Semanal, donde Millás pone en práctica toda esta teórica sin ínfulas, borracho de perplejidad.

Lo entendió metiéndose en la piel de un invidente, lo pudo llegar a sospechar a la vera de Daniel Álvarez, sordo y ciego a la vez; cuando retrató la supervivencia de María Tapia y Mercedes Grande, amas de casa y currantas, o de Marga, prostituta, y al pasar un día de la mano de Paco, un joven con síndrome de Down… Pero también acompañando en sus últimas horas a Carlos Santos Velicia, junto a quien explicó por qué prefería quitarse la vida a resistir una lenta agonía. Guerreros del día a día, gentes, como apunta Ángel Gabilondo en el prólogo, que van superando y engrandeciendo “la maravilla de lo corriente”.

Pero también Millás ha dedicado piezas a quienes se nos ofrecen como inaccesibles, pero en cuyas vidas encuentras miedos comunes, desafíos terrenales. De Pedro Almodóvar a Ronaldo –el de antes, no el de ahora–, de Penélope Cruz a La Mala Rodríguez o a Pasqual Maragall en busca de su alzhéimer, Millás nos acerca sus Olimpos y sus torres de marfil hasta dimensiones pormenorizadas, asequibles.

En busca de ellos, del entendimiento del lector, pero de sí mismo, Millás afronta cada reportaje como una lección que le da la vida. Una explicación a todo y un espejo. Una compleja concepción de cada uno de los mundos que nos rodean para desentrañar el nuestro. Un resquicio de realidad que complete los puzles. Preguntas y respuestas, silencios y confesiones. Una verdad. Una verdad es el reportaje.

HISTORIA DE UNA MOSCA. Catalina con­­movió al autor hasta el llanto. Como todos los reportajes, esta inmersión en la vida de una mosca surgió de un encuentro y una pregunta: “Un buen día, en pleno invierno, apareció en mi estudio una mosca. Empecé a preguntarme: ¿cuánto vive?, ¿de dónde viene?, ¿en qué lugares pasa el invierno? Dándole vueltas tropecé con la persona que más sabe de moscas en este país: Ginés Morata…”. Este sabio, que recibió el Príncipe de Asturias en 2007 y se encarga de investigar en el Centro de Biología Molecular (Universidad Autónoma / Consejo Superior de Investigaciones Científicas), le explicó lo que conocía y lo que no de las moscas. Por ejemplo, son las mejores sabuesas que en el mundo existen: “Donde aparezca un cadáver, a los 7 minutos exactos llega una mosca. Después aparece el forense, y a los 12 o 13, la policía. En este orden”.

UN DÍA CON PACO. Hallar la clave de Paco resultó laborioso para Millás. “Me llegué hasta L’Hospitalet de Llobregat, a las siete de la mañana quedamos, disfrazado de periodista, para encontrarme con un chico que esperaba que no estuviera disfrazado a su vez de síndrome de Down”. Comenzaron la jornada y le acompañó a hacer su trabajo, que consistía en hacer recados. Al primer sitio que llegaron, preguntaron al reportero. “Pero al final de la jornada yo estaba agotado, me había machacado con su energía, con su sentido del humor, y cuando entramos en un sitio le preguntaron a él. Si al comienzo del día yo parecía un tipo que se hacía cargo de un muchacho con síndrome de Down, al final era él quien debía ocuparse de un trapo como yo. Y los dependientes así lo entendían”.

SIN ALGUNOS SENTIDOS. La idea de sentirse ciego por un día era una deuda. “Cuando mi madre me llevaba al colegio, nos cruzábamos con un niño invidente. Desde entonces, yo cerraba los ojos, como en un pacto oculto, convencido de que cuando lo hacía, él podía ver”. De esa obsesión de la infancia surgió Ciego por un día, el reto de andar por ahí con los ojos cerrados a ver con qué te sorprende la vida. Pero aun así, Millás quiso ir más allá y adentrarse en los sordociegos con El mundo en sus manos. Y ahí tuvo que seguir a Daniel Álvarez, sordo desde los cuatro años y ciego desde los 30. “Muchas veces me olvidé que lo era. Ambos sentidos son de lo más invasores. Entonces el tacto se convierte en fundamental. Son tan sensibles a ello que Daniel me confesó cómo un día se dio cuenta de que iba en dirección equivocada porque el sol, a esa hora en concreto, no le estaba dando en la frente, sino en la nuca…”.

MUJERES BASTANTE DESESPERADAS. Las historias de María Tapia y Mercedes Grande pueden parecer de lo más normales. Una es, a secas, ama de casa. La otra también, pero además trabaja. En manos y en la mirada de Millás, esa supuesta ordinaria cotidianidad se convierte en épica, en obra de arte. Y en un ejercicio de introspección. “Buscaba en cada esquina de la casa detalles, algunos me resultaban familiares, cosas que yo mismo hago todos los días; en el fondo, cuando escribes sobre otros, te buscas a ti mismo”.

ELLOS, TAN FAMOSOS. Almodóvar, Penélope Cruz, La Mala Rodríguez, han pasado por el cuaderno del autor. La cantante, por ejemplo, le regaló un resumen de su carácter con eso de lo que se supone que hay que respetar. “Su agente no hacía más que contestarle a varios porqués con la siguiente respuesta: porque es lo estipulado. Un día, La Mala se hartó y le dijo: ¿Ah sí? Pues yo me cago en lo estipulado…”. Pero en el mundo de la farándula hay que tomar distancias. Le ocurrió con Almodóvar. “Comprendí que iba a conocer al personaje cuanto más me alejara de él. Me sentaron a su lado en un rodaje. No entendí nada. Me fui alejando, hasta que me marché a su pueblo, lejos de todo su mundo, y ahí logré comprenderlo en toda su complejidad”.

JAPÓN. Un viaje alucinógeno. Eso fue el Japón que Millás compartió junto al fotógrafo Jordi Socías al año de la tragedia de Fuku­shima. Pasando por Tokio. “Para empezar, la teoría dice que una ciudad con 30 millones de habitantes es inviable. Pues bueno, Tokio lo es”. ¿A qué precio? “El de ser marciano. El de vivir con una obsesión tal por la educación cívica que roza la sumisión. Cada uno tiene su lugar, hasta en el metro, es una suerte de robotización donde todos los movimientos están programados. Hasta tal punto son obedientes que el sentido de rebeldía en las chicas jóvenes se manifiesta disfrazándose de muñecas”.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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