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Reportaje:GRANDES REPORTAJES

La vida de Mercedes

En enero, Juan José Millás nos contó su Proyecto Sombra con María Tapia, cien por cien ama de casa. Una lectora, Mercedes Grande, escribió una carta a EPS y le invitó a pasar una jornada juntos. Ella atiende su hogar, tiene dos niños y además trabaja en un centro de salud. Millás aceptó el nuevo reto. Así fue el segundo maratón.

Juan José Millás

El pasado 9 de enero firmé en estas mismas páginas un reportaje sobre María Tapia, ama de casa de una localidad periférica de Madrid (Getafe), casada y con un hijo. Destacaba en él la contradicción de que las amas de casa, pese a realizar un trabajo esencial para la comunidad, no tuvieran ningún reconocimiento debido a que su trabajo no genera intercambios económicos. Traté de señalar también lo anuladora que podía llegar a ser una actividad llena de rutinas solitarias, destacando el papel narcotizante que en ese grado cero de la soledad cumple con frecuencia la televisión.

La respuesta de los lectores fue tal que tres semanas más tarde, el 30 de enero, EPS publicó un monográfico de cuatro páginas con una selección de las cartas al director provocadas por el reportaje. Entre las remitentes había muchas mujeres que trabajaban fuera y dentro de casa, y a las que la vida de María Tapia les parecía envidiable. Algunas me invitaban a pasar un día con ellas. Tal era el caso de Mercedes Grande, cuya carta me llamó la atención por la velocidad a la que parecía escrita. Decía así:

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"6.00: suena el despertador. 6.15: me levanto, me ducho, me arreglo. 6.45: visto a los niños (Celia, de cuatro años, y Nicolás, de dos). 7.10: salgo de casa, recorro 10 kilómetros para llevar a mis hijos a la escuela a la que asisten (desayunan allí). 7.30: camino al trabajo recorro 40 kilómetros hasta llegar, incluido el atasco de la M-45 de todas las mañanas. 8.15: llego al centro de salud en el que trabajo, el teléfono no para, los pacientes forman largas colas en el mostrador. Por fin, las 11.00: 20 minutos para el café (aprovecho para comprar). 15.00: salida del trabajo, corriendo al coche, 40 kilómetros de vuelta al colegio (por favor, ni accidente, ni atasco). 16.00: del cole a casa. 16.20: llego a casa, y hoy, 10 de enero de 2005, tardo 45 minutos en aparcar; vivo en el 42, y en el 46 hay un cole en el que mi hija no fue admitida, pero tengo que soportar que los papás aparquen sus coches en primera, segunda o tercera fila sin que nadie les multe, y tengo que esperar que ellos recojan a los suyos mientras los míos se desesperan o lloran hasta que aparco. 17.05: subo los cuatro pisos (sin ascensor). 17.15: merienda de los niños; como yo, pongo la lavadora, destender, tender, vaciar lavaplatos…, las tareas de una casa. 18.00: si falta algo, a comprar. 19.00: preparo la cena. 19.30: baño. 20.00: cena. 20.30: niños a la cama, ¡por fin! (si tengo ganas, ceno; si ha llegado mi pareja, charla). 21.00: recoger las cosas de la cena. 22.00: si hay ganas, a planchar; si no, a leer un poco, o un poco de tele, pero sentadita, que si me tumbo, me duermo. Los fines de semana me quito las siete horas de trabajo fuera de casa, pero hay que poner la casa al día para el resto de la semana: comprar, lavar, planchar, disfrutar un poco de la familia, niños, pareja, etcétera. Todo esto por un sueldazo de 850 euros mensuales (de los gastos ni hablamos, porque daría para otra carta). Sin desprestigiar el trabajo de las amas de casa, ojalá yo trabajara sólo 12 horas en mi casa y tuviera media hora diaria para tomar café con mis amigas. Señor Millás, cuando quiera le invito a que pase un día conmigo. Atentamente, Mercedes Grande López".

Telefoneé a Mercedes Grande y acepté su invitación. Quedamos en que me convertiría en su sombra el 26 de enero, aunque unos días antes le hice una visita para conocer el terreno. Quería pedirle también que me dejara dormir en su casa la noche anterior para asistir al big bang matinal con el que comenzaba su jornada, pero desistí de ello al advertir que el único lugar que me podría haber cedido era el salón, una dependencia de paso entre el dormitorio de la pareja y el de los hijos, y entre las habitaciones y el cuarto de baño.

Mercedes vive con su pareja (Paco) y sus dos hijos (Celia, de cuatro años, y Nicolás, de dos) en un piso de alquiler situado en la calle de Santa Isabel, en Madrid, cerca de Atocha. El edificio, muy antiguo, carece de ascensor y de calefacción. Su casa está en el cuarto piso, y tiene dos habitaciones y un salón que en realidad es una especie de vesícula del pasillo y que funciona también como distribuidor, pues carece de puertas. Tiene además una cocina independiente y un cuarto de baño. En una de las habitaciones duerme el matrimonio, y en la otra, donde han puesto una cama-nido, Celia y Nicolás. Quizá porque la vivienda procede de la división de un piso antiguo en dos, su pasillo resulta algo tortuoso y ocupa muchos metros cuadrados de un domicilio que no es grande. Mercedes y Paco han colocado en él estanterías para libros, además de utilizar algunos de sus recovecos para apilar objetos de difícil clasificación. La habitación de los niños da a la calle, y la de ellos, a un patio interior en el que tienden la ropa. Pagan, un mes con otro, casi 600 euros de alquiler, lo que, aunque parezca increíble, es un buen precio en relación a la oferta existente en Madrid. Al no tener calefacción, durante los meses del invierno se les dispara el recibo de la luz, pues calientan la casa a base de radiadores eléctricos y de una estufa de butano situada en medio del pasillo, y a la que Mercedes ha cogido miedo por la cantidad de sucesos protagonizados este invierno por esos artefactos. A fuer de muy vivida, la casa resulta acogedora, de tal modo que cuando llevas en ella diez minutos da pereza irse.

Llegué a casa de Mercedes a las 6.20. Los termómetros estaban bajo cero debido a una ola de frío procedente del interior de Europa. Si escuchabas al hombre del tiempo tenías la impresión de que Europa era un congelador del que alguien se había dejado la puerta abierta. El aire de la sierra madrileña, que según el refrán no apaga un candil, pero mata a un hombre, traspasaba sin dificultad las sucesivas capas de ropa y se colaba por los poros de la piel buscando el esqueleto. Ni la subida a pie de los cuatro pisos me ayudó a entrar en calor. En la puerta de la casa de Mercedes había una bombona de butano vacía. Llamé al timbre y me abrió Paco, su pareja, que ya estaba vestido, tomándose un café. Le acompañé a la cocina y me preparó un té. Los niños aún dormían y Mercedes estaba en el cuarto de baño, arreglándose.

Mientras hablábamos del tiempo, Paco cortó un par de lonchas de queso e hizo con ellas un sándwich que envolvió en papel de aluminio. Después lo metió en una bolsa de plástico transparente, de las que se usan para congelar alimentos, junto a dos mandarinas, un plátano y un yogur. Me dijo que era el tentempié que Mercedes se tomaba a media mañana y con el que aguantaba hasta las 17.00 o 17.30, su hora de comer.

Enseguida apareció ella, duchada y vestida. Me pareció que llevaba el pelo mojado, lo que era una especie de suicidio con aquellas temperaturas, pero no dije nada. A las 6.37 se escuchó el ruido de una cisterna proveniente de algún lugar del silencioso edificio, y fuimos a despertar a los niños. Mercedes se ocupó de Celia, y Paco, de Nicolás. Extrañados por mi presencia, se dejaron hacer mejor que otros días. De todos modos, hubo que negociar un poco con Celia sobre la ropa.

-Hace frío -le dijo Mercedes-. Mira cómo vamos todos, con cuello alto.

Me retiré al salón, donde había un transistor encendido, para no desengancharme del todo de la actualidad. Estaban hablando del estado del tráfico. Parecía un parte de guerra. Enseguida apareció Celia, vestida y peinada, con un cuento en la mano. Se sentó a mi lado y me pidió que se lo leyera. Como la vida es así de rara y de contradictoria, el cuento empezaba diciendo: "Era un caluroso día de verano".

-¿Cómo es posible -pregunté a la niña- que dentro del cuento, que está a tan poca distancia de nosotros, haga calor y aquí fuera haga frío?

En vez de mirarme como a un idiota, que es lo que habría hecho un adulto, Celia le dio un par de vueltas al asunto y al final sentenció que dentro del cuento era verano, y fuera de él, invierno. Le sugerí entonces que nos metiéramos en el cuento y respondió que no era posible porque éramos mayores. No supe si quería decir que no cabíamos en él por grandes o que ya no teníamos edad para creer en ciertas cosas. Antes de que me diera tiempo a resolver la cuestión apareció Nicolás con otro cuento. Por la radio dijeron que Peces-Barba iba a recibir a la Asociación de Víctimas del Terrorismo y del 11-M por separado. A las 7.00 entró Iñaki Gabilondo, y nos enteramos de que en Jerez de la Frontera, de donde es Paco, estaban a un grado bajo cero, lo que fue recibido como una excentricidad de la naturaleza.

A las 7.10, cumpliendo al milímetro el horario descrito por Mercedes en su carta, abandonamos la casa. Ella toma a Nicolás en brazos y yo le doy la mano a Celia, pues Paco se ha retrasado un poco para coger la basura y bajarla al contenedor. Los peldaños de las escaleras son de madera y están desgastados en los bordes. En el momento de salir a la calle nieva, lo que excita a los mayores y deja perplejos a los niños. Es noche cerrada todavía. Viajo en la parte de atrás del coche, entre las dos sillas de los niños (conduce Paco, y Mercedes va a su lado). Nicolás lleva en brazos un muñeco de peluche, un tal Lulú, del que dice que es hijo suyo y con el que le gasto bromas, lo que pone celosa a Celia. Nos dirigimos hacia el barrio de Aluche, situado a unos 10 kilómetros, donde se encuentra la guardería de la Comunidad a la que van los niños y por la que pagan 200 euros, lo que incluye el desayuno, la comida y un plus por dejarlos a las 7.30. Somos los primeros en llegar. Los pasillos vacíos y las habitaciones desocupadas, aunque llenas de dibujos infantiles, producen extrañeza. Mercedes recoge los abrigos de sus hijos, los cuelga en su sitio y coloca un parche a Celia, que tiene un ojo vago. Ella misma se lo quitará cuando las agujas del reloj de la guardería estén en la posición que le han enseñado. Debe llevarlo tres o cuatro horas diarias. Los niños se quedan contentos, sobre todo después de que su madre les lea lo que toca ese día de desayuno: magdalenas. Antes de despedirnos, Nicolás entrega el peluche llamado Lulú a Mercedes para que se lo cuide.

Paco nos ha esperado afuera, en el coche, donde nada más entrar el olfato de Mercedes registra algo:

-Has fumado -dice.

-Sí, he fumado -confiesa él.

-Bueno, por lo menos no ha puesto la Cope -añade volviéndose hacia mí-. Me cambia la emisora cuando me meto en la guardería porque le encanta empezar el día cabreado.

Paco se ríe. Dice que, en efecto, lo de la Cope es tan pintoresco que le pone la adrenalina a cien. Paco y Mercedes se llevan 10 años. Ella tiene 34, y él, 44. Él es actor de teatro, pero la escasez de trabajo y las responsabilidades familiares le han obligado a buscarse la vida en otros ámbitos. Trabaja en una empresa de logística situada en Daganzo, un pueblo de la zona norte de Madrid, cerca de Algete, donde se encuentra el centro de salud en el que trabaja Mercedes. Hasta hace un año, Paco salía de casa a las cinco y pico de la madrugada para reunirse con un compañero que le llevaba en su coche, por lo que Mercedes tenía que hacerse cargo ella sola de todos los ritos matinales. Ahora se siente más acompañada, aunque ha de dejar a Paco en su trabajo antes de dirigirse al suyo. Necesitarían dos coches, pero no pueden ni pensarlo. Compraron el que tienen ahora hace 14 meses y ya le han hecho 40.000 kilómetros.

Nos dirigimos hacia la M-45, una experiencia nueva para mí, que todavía no comprendo la M-40. Todo es periferia. La humedad se condensa alrededor de las farolas encendidas, formando un halo de niebla. Los transeúntes, encogidos por el frío, tienen, como el mobiliario urbano, cierta calidad de bulto. Cuando pasamos cerca de una marquesina de autobús veo brillar los ojos de la gente.

-Mira -dice Mercedes señalándome unos bloques que se distinguen en medio de la oscuridad-, ahí, en medio de la nada, vive una de mis hermanas. Le costó el piso 21 millones y ya están en 40.

La conversación sobre el precio de la vivienda es recurrente. Como están pensando en cambiarse de casa, me habla de otro piso, cercano a la guardería, por el que le pedían 1.000 euros de alquiler y un aval bancario de seis meses. Viven pendientes de las ofertas públicas, pero la demanda es excesiva y no resulta fácil reunir todos los requisitos. Siempre hay alguien peor que uno.

El tráfico está mal, por la nieve, por el frío, porque sí. El tráfico ha dejado de comportarse en esta ciudad de acuerdo con unas pautas reconocibles. Está bien o mal porque sí o porque no. El amanecer nos sorprende en una carretera secundaria.

-¿Verdad que no parece que vayamos a trabajar, sino a pasar el día al campo? -me pregunta Mercedes mostrándome el panorama.

Paco añade que en esa zona, muy cerca ya de Daganzo, se ven unos amaneceres preciosos. Nos dirigimos a uno de esos polígonos industriales que producen la impresión de estar situados en un no-lugar. Mercedes bromea:

-Paco ha pasado del teatro Albéniz (donde hizo su última representación) a una nave industrial. Imagínate el cambio. Pero se ha metido muy bien en su papel, que para eso es actor. Yo le doy el guión todas las mañanas.

Paco tiene buena pasta y le sigue la broma, pero finalmente confiesa que no le fue nada fácil renunciar; aún no lo ha asimilado, aunque se va amoldando. A la fuerza ahorcan.

Me cuentan que llevan juntos 12 o 13 años y que no tienen prisa por casarse. Tardaron seis años en ir a por Celia, y luego, enseguida, para que no hubiera mucha diferencia de edad entre ellos, a por Nicolás. Mercedes se resistió al segundo embarazo, pero Paco insistió.

-Y ganó él -añade-, siempre gana él.

-Eso no es cierto -protesta Paco.

-A mí me apetecería tener otro, pero ahora es Paco el que dice que no.

-¡Es que ahora no puede ser! Antes tenemos que cambiarnos de casa.

Dejamos a Paco a las 8.20 a la puerta de una nave industrial. Mercedes toma el volante y yo me paso al asiento del copiloto. Estamos a 10 o 15 minutos de Algete, lo que quiere decir que llegará tarde al trabajo. Nervios. De súbito, aunque ya es de día, aparece la luna a nuestra izquierda y nos acompaña hasta el ambulatorio.

-Hoy estará a tope porque los miércoles, además de consultas, hay analíticas.

En efecto, el centro se encuentra a rebosar, quizá también porque son los días de mayor incidencia de la gripe en Madrid. Mercedes corre a situarse detrás de un mostrador en el que ya hay otras tres o cuatro personas atendiendo. Se quita el abrigo y se sienta frente a un ordenador. Durante las siete horas siguientes, y pese a que ya lleva casi una jornada de trabajo sobre las espaldas, dará citas, atenderá el teléfono y resolverá dudas de los pacientes. Me despido de ella, asegurándole que la recogeré a las 15.00, y salgo a la calle. En la puerta del ambulatorio hay uno de esos perros de pelo corto y ojos saltones que tanto gustan a las personas que viven solas, y que debe de pertenecer a alguien que está dentro. Me ha llamado la atención porque tiene un ataque de angustia. Es la primera vez que veo un perro con un ataque de angustia. Mira hacia el interior con desasosiego, esperando que aparezca su dueño. Me quedo junto a él, contagiado de su ansiedad, e intercambiamos una mirada llena de sentido. Al rato aparece un señor alto, con un sobre de radiografías en la mano, detrás del que se va dando saltos de alegría, sin despedirse de mí.

Regreso a las 15.00. Pese a que el día es soleado, la temperatura no supera los cuatro grados. Nos metemos en el coche y nos dirigimos a la carretera de Burgos para desde ella alcanzar la M-30. Vamos a recoger a los niños, y ahora es ese momento del día en el que Mercedes dice: "Dios mío, que no haya atasco, que no haya accidentes, que no haya cortes de tráfico".

Tenemos que hacer casi 40 kilómetros. Los días que hay atasco, accidente o cortes de tráfico telefonea a su madre, que vive cerca de la guardería, y le pide que recoja a los niños. Si su madre no está, llama a una de sus hermanas. En último caso, avisa a la guardería, para que la esperen. Mercedes dispone de una red de solidaridad familiar muy eficaz. Tiene una madre joven, un padrastro colaborador y cuatro hermanos (tres chicas y un chico) que siempre están dispuestos a echarle una mano. Tiene también la suerte de que Celia y Nicolás son niños sanos, que enferman muy poco. Pero cuando enferman y no pueden ir a la guardería se los ha de colocar a alguien. La de cosas, piensa uno, que han de funcionar para que la vida discurra sin grandes sobresaltos: el coche (que a veces se estropea), el tráfico, el móvil, la meteorología, la salud de los niños, la de los padres…

-Yo, cuando veo que los niños tienen mocos, miro para otro lado -bromea Mercedes, cuya existencia, pese a todo, no es muy diferente de como la imaginaba cuando era más joven. Siempre se vio con hijos, por ejemplo. Quizá el trabajo no sea el de su vida, pero tampoco muestra grandes desacuerdos con él. En cuanto a si de verdad le gustaría ser sólo ama de casa, como María Tapia, recuerda, riéndose, que cuando estaba de baja por maternidad, después del nacimiento de Nicolás, llamó un día a su madre y le dijo:

-¡No puedo más! ¡Quiero volver a trabajar! ¡Quiero volver con mis compañeras! Sólo veo a una niña que llora y a un niño al que le tengo que cambiar cada poco los pañales.

Reconoce que la vida de un ama de casa es algo enloquecedora. Trabajar fuera, además de proporcionarte autonomía personal, te obliga a relacionarte con otras personas, a conocer otras vidas. El problema es que a ella se le exige ser cien por cien ama de casa y cien por cien mujer trabajadora. Tras ganarse la vida, ha de hacer la compra, planchar, limpiar, barrer, quitar el polvo, cocinar, poner la lavadora, tender la ropa… Dedica los fines de semana a la limpieza general, pero el baño y la cocina hay que hacerlos todos los días.

-Algunas semanas -añade en broma-, cuando llega el viernes y abres la puerta de casa, ves rodar por el pasillo pelotas de polvo del tamaño de esas bolas de matorrales que en las películas del Oeste recorren el desierto.

Ya en la guardería, la cuidadora de Nicolás nos dice que se ha portado mal durante la comida. No obedece y contesta. Mercedes le riñe y el crío sale corriendo a buscar a su hermana, que está en el patio. Cuando vienen hacia nosotros, ella tropieza, se cae encima de él y Nicolás se levanta con la boca llena de tierra y un chichón en la frente. Llantos.

Llegamos a casa a las 16.30 y tenemos la suerte de encontrar aparcamiento enseguida. Por si fuera poco, tiene la compra hecha (la hizo ayer) y puede subir los cuatro pisos con las manos libres de bolsas. La escalera, como en las casas antiguas, es muy abierta, y resulta difícil controlar a los niños, que suben de cualquier manera. En la puerta de una casa del tercer piso hay un felpudo con el dibujo de un elefante que gusta mucho a Nicolás y a Celia. Los dos quieren pisarlo durante un rato. Casi cada rellano tiene un rito. Ya en casa, Celia dice que esa mañana ha visto, desde el patio del colegio, volar una cigüeña.

-Luego bajó y la cogí con la mano -añade.

Le preguntamos si la ha visto alguien más y la niña cambia de tema. Mercedes prepara la merienda y emprende una durísima negociación, de la que sale vencedora, para evitar que los niños se enganchen a la tele. Cuando terminan de merendar, a las 17.00, escuchan un disco a cuyos acordes corren como locos alrededor de la mesa, imitando un tren. Luego se meten en su habitación, y Mercedes aprovecha el momento de calma para comer. Hoy tiene unos calamares en su tinta con arroz blanco que preparó ayer, y de los que da cuenta con el plato colocado sobre las rodillas, dispuesta a levantarse en cualquier instante. Siempre guisa de un día para otro. Tras la comida, nos sentamos en el sofá y bostezamos un poco mientras los niños aparecen y desaparecen planteándonos problemas de justicia sobre la posesión de un objeto o sobre una agresión de la que ha sido víctima uno de ellos por parte del otro. Enseguida empiezan a competir por llamar mi atención. Mercedes les pide que me dejen en paz y se vayan a su cuarto. Observo que los movimientos de esta mujer en relación a sus hijos contienen una intención educativa que no se aprecia a primera vista, pero que es constante.

A las 17.50 nos vamos a la cocina, donde carga la lavadora y empieza a preparar la cena y la comida de mañana. Lo primero es una sopa a la que añade un trozo de gallina y un pedazo de capón.

-Esto -me dice- es que el padre de un cuñado mío tiene pollerías o algo así, y, siempre que voy a su casa, mi hermana me suelta todo lo que puede. La ventaja de esta sopa es que después, con la carne, hago croquetas. La besamel me sale muy bien en la Thermomix.

Nombrar la Thermomix es como pronunciar la contraseña por la que se reconoce una comunidad de iniciados. Todos los que poseemos ese robot de cocina estamos unidos por un vínculo irracional, pero poderosísimo. Durante la siguiente hora, casi no hablamos de otra cosa que de las ventajas de la Thermomix.

-Se empeñó en comprarla Paco. Estaba tan entusiasmado que le dije que, si nos separábamos, él se llevaba la Thermomix y yo me quedaba con todo lo demás. Pero ahora la uso yo más que él, sobre todo para hacer dulces.

Milagrosamente, los niños llevan sin aparecer y sin gritar más de diez minutos. Por un lado es estupendo, pero por otro te preguntas si les habrá pasado algo o si estarán planeando el asalto definitivo a la razón. Se lo comento a Mercedes y me dice que hay instantes así de mágicos que ella aprovecha para leer la página de un libro o el periódico. Pela las zanahorias para la sopa con un utensilio de una eficacia sorprendente, que sólo se lleva la piel. Aprendió a cocinar en su casa y lo hace bien. En este momento me asalta la certidumbre de que es una mujer contenta con su vida y se lo digo.

-Yo estoy feliz con mi vida -asiente-. Aparte de eso, hoy he tenido un día relajado. Fíjate, hasta hemos aparcado a la primera. Pero hay días en los que llama Paco al móvil y me echo a llorar porque llevo una hora dando vueltas. Yo lloro mucho, no me importa, me alivia.

En esto, los niños atraviesan sigilosamente el pasillo. Les pregunto qué hacen y responden que van de excursión. Celia lleva en la mano una linterna.

Tras echar en la olla todos los ingredientes de la sopa, Mercedes empieza a preparar una tortilla de patata. Los niños regresan de la excursión que han hecho al fondo del pasillo o al interior de la selva amazónica, vaya usted a saber, y suena el teléfono. Es Arancha, una de las hermanas de Mercedes, 18 meses menor que ella y con la que conserva una complicidad especial porque fueron compañeras de juegos en la infancia y salieron juntas durante la adolescencia. Por lo visto, tiene una cena esa noche en casa y no sabe qué hacer. Mercedes la aconseja y se compromete a prepararle un arroz con leche en la Thermomix. No hay más que echar la leche, el arroz, la canela y la corteza de limón. Lo dejas 45 minutos con la cuchilla en la reversa, para que no corte el arroz, y al final del proceso le añades un poco de azúcar. Sale estupendo. Si además de eso lo quemas un poco por arriba con un gancho de cocina al rojo vivo, parece totalmente asturiano. La casa entera, gracias a los vapores de la sopa, se ha llenado de eso que podríamos llamar "olor de hogar". Es muy agradable.

En esto aparece Nicolás, completamente enloquecido, preguntando por su hijo, ese peluche llamado Lulú. Le ayudo a buscarlo y cuando damos con él empieza a desnudarse, sin que sepamos qué rayos pretende, hasta que Celia nos aclara que quiere darle de mamar.

-Eso no puede ser, hijo -dice Mercedes.

-Es que -añade Celia- me ha visto ponerme mi muñeca así, para darle la teta, pero yo lo hago de mentira.

-Vamos a ver -continúa Mercedes-, ¿quién le da la teta al primo Miguel: la tía María o el tío Jaime?

-La tía María -responde el niño.

-Pues claro, es un privilegio que tenemos las mujeres.

Celia y Nico desaparecen, pero Nico regresa enseguida preguntando ahora por Lucho, un muñeco amarillo, de expresión alucinada, en el que ya reparé con prevención por la mañana. Tras buscarlo un rato por toda la casa, Celia confiesa que lo ha escondido detrás de unas cortinas, hasta donde nos conduce pidiéndonos silencio porque asegura que está dormido. Cuando abrimos la cortina me recorre un escalofrío porque a mí no me parece que está dormido, sino que está muerto, pero no digo nada. Regreso espantado a la cocina y encuentro la lavadora centrifugando como una loca, como si le fuera la vida en ello, como si obtuviera de ese movimiento circular un placer intensísimo.

-¡Mamá, voy a hacer pis! -grita Celia.

-Muy bien, cuando acabes cuajo la tortilla y nos duchamos.

A las 19.00 hay en los niños síntomas de cansancio, que se manifiestan en continuas provocaciones a los adultos y a sí mismos. Se huele la tormenta.

-¡Mira mi tripa! -me grita Nicolás levantándose la camisa.

Observo su tripa sin apreciar nada anormal, pero hago un gesto de asentimiento, por si acaso. Cuando desvío la mirada de la tripa, veo sobre la mesa un cuento titulado Todos somos raros, que parece que ha sido colocado allí por el destino para explicarme la situación.

Al poco llega la tía Arancha a por el arroz con leche y dice que ha comprado cinco lubinas pequeñas porque no había una grande. Mercedes aprovecha la presencia de su hermana, que se ocupa un rato de los niños, para tender la ropa. Lo hace en el patio interior al que da su dormitorio, y del que proviene una ola de frío tan intensa como la procedente del interior de Europa. Arancha me explica que no tiene hijos porque no se lo permite su horario laboral. No los vería.

-Yo -añade- le digo a mi marido que trabaje duro y que gane mucho dinero, porque yo soy la parte creativa de la pareja y debería disponer de tiempo libre para tener hijos.

-¿Y qué te contesta?

-Que la parte creativa es él y que debería ser yo la que ganara mucho dinero.

Aprovechando la conversación de los adultos, Nicolás ha bañado a su hijo de peluche, que ha quedado irrecuperable. Lo coloca sobre el radiador eléctrico del salón.

Luego, mientras Mercedes ducha a los niños deprisa, deprisa, porque los trastornos de carácter aumentan con el cansancio, yo, como si fuera el anfitrión, despido a Arancha, que en la puerta me confiesa:

-Yo a esta casa le tengo mucho cariño porque cuando estaba soltera me venía aquí los fines de semana con mi novio.

Cuando regreso al salón, los niños están con el pijama puesto sentados cada uno a un lado de la mesita baja que hay frente al sofá. Se percibe en la atmósfera una calma inquietante, como la que precede a las grandes catástrofes emocionales o naturales. Nicolás, con el que hasta ahora no había tenido ningún problema, me dice de repente que no le mire. Cuando desvío la vista me prohíbe también que mire para otro lado, y si toco una silla me grita que no toque la silla. Mercedes está secando el pelo a la niña, que al levantarse sin avisar para hacer algo que no debe provoca que su madre la tire sin querer del pelo. Arde Troya. Celia grita, la madre grita, Nicolás grita.

Tras unos minutos de negociación, todo el mundo regresa a sus puestos, pero se palpa en el aire la tragedia. Mercedes pone la mesa y sirve la sopa de verduras. Yo permanezco completamente inmóvil, para no llamar la atención. Celia observa con rencor a su madre y ésta se mesa a ratos los cabellos. En esto llega Paco de trabajar. Son las 19.50. La niña acusa a su madre de haberle tirado del pelo, el niño se abraza a la pierna de su padre como un náufrago a un pedazo de madera.

-¿Pero qué pasa aquí?

Intentamos ponerle al día, lo que provoca más tensión. La aparición de los Lunnis en la tele proporciona una tregua. Nunca había visto a los Lunnis, pero reconozco entre los personajes de los dibujos animados a Lulú, el hijo de Nicolás, que continúa doblado y húmedo sobre el radiador de la calefacción. Luego, mientras los niños se toman la sopa, Paco coge disimuladamente el secador del pelo e intenta secar el pelo a su hija. Reconozco en ese movimiento el pánico a que la niña se constipe. Me dan ganas de decirle una cosa que me dijo a mí el pediatra cuando mis hijos eran pequeños: "Lo que más acatarra a los hijos es la preocupación de los padres". Pero no está el horno para bollos. Celia pide que le pongan un DVD con las fotos del verano, a lo que su madre accede tras negociar algo relativo a la sopa. Aparecen los primos y los tíos en una playa de Galicia, donde pasaron las últimas vacaciones. Nicolás me dice que no mire, así que no miro. Cuando finaliza el pase fotográfico, me levanto discretamente, me despido y me voy. Al salir a la calle, mientras bajo hacia Atocha, tengo la impresión de que llevo fuera de mi casa quince días con sus noches.

El maratón de Mercedes Grande.
El maratón de Mercedes Grande.CARLOS SERRANO

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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