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Reportaje:GRANDES REPORTAJES

María Tapia: La vida del ama de casa

Trabaja más de doce horas diarias. Sostiene una casa y una familia compuesta por ella, su marido y un hijo de siete años con hiperactividad diagnosticada. Pero su trabajo es invisible para el sistema. Como el de todas las amas de casa. El desayuno con las amigas y las veladas ante la tele son sus vías de escape. Juan José Millás la siguió durante una jornada como parte de su Proyecto Sombra. Acabó agotado.

Juan José Millás

Cuando usted lea estas líneas, yo las habré facturado ya y estaré a punto de cobrarlas, un acto en apariencia intrascendente, pero que implica a numerosas partes, desde el departamento de administración de El País, que ordena la transferencia, hasta el Ministerio de Hacienda, que recauda los impuestos generados por el cobro, pasando por mi banco, que lleva a cabo un asiento contable y me notifica el ingreso. Basta, en fin, un modesto movimiento laboral para darse cuenta de que uno forma parte de una red de intereses que le otorgan un lugar en relación a los otros. Desde ese lugar puedo pedir hipotecas, y tarjetas de crédito, y préstamos personales, así como domiciliar pagos y cobros u ordenar la compra de bienes tangibles o intangibles. El Estado, al recaudar y administrar una parte de mi salario, me reconoce como un individuo productivo del que viven los ministros y el presidente del Gobierno, y gracias a cuyas aportaciones se construyen carreteras, se paga a los jueces o se sostiene la educación pública. El intercambio económico entre el periódico y yo me proporciona, en fin, un lugar en el mundo, me incluye en una trama a la que presto apoyos, pero de la que los recibo también. El mero hecho de ganarme la vida me ayuda, por otra parte, a relacionarme con otros seres humanos y a establecer con ellos vínculos profesionales y afectivos que me enriquecen. El trabajo me obliga además a salir de casa, a hablar por teléfono, a entrar en contacto con la realidad exterior, lo que quizá no beneficie a la realidad, pero me hace mejor a mí.

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María Tapia trabaja de 14 a 15 horas diarias (alguna más que yo, para decirlo todo) y los fines de semana hace horas extras. Pese a ello, no está conectada a ninguna red de intereses que trascienda más allá de las cuatro paredes de su casa. Su actividad no provoca asientos contables, ni movimientos financieros, ni transferencias bancarias. María no factura a nadie un solo minuto de su esfuerzo diario, no recibe una nómina y, por tanto, no cotiza tampoco para cobrar en su día una jubilación. Si hoy fuera a comprarse un televisor a plazos y le pidieran, como es habitual, un certificado de ingresos del último año, no tendría nada que enseñar porque no los ha tenido. María Tapia es ama de casa, así que pertenece a esa mitad de la humanidad que realiza actividades invisibles para el sistema, pero sin las que el sistema, curiosamente, se vendría abajo. María Tapia no existe ni para los expendedores de tarjetas de crédito, ni para los directores de las cajas de ahorro, ni para el FMI o el Banco Mundial. Quizá posea una tarjeta de crédito, pero como mera extensión geográfica de la de su marido; quizá le concedan un crédito, pero no por ella misma, sino por su marido; tal vez pueda tener una cuenta corriente, pero su titularidad será subsidiaria de la de su marido. María Tapia es por sí misma invisible para el sistema; sólo junto a su marido, que al trabajar fuera de casa es reconocido como un individuo productivo, adquiere una identidad vicaria, es decir, el eco de una identidad. Lo cierto es que si María Tapia y la mitad invisible de la humanidad que representa abandonaran de un día para otro las tareas domésticas, de forma que tuviera que hacerse cargo de ellas la mitad visible, la economía mundial sufriría gravísimos desajustes, pues son millones y millones las horas que se van en hacer la compra, en asear la casa, en cocinar, en limpiar el polvo, en cambiar las sábanas, en tender la ropa, en plancharla, en traer a los niños al mundo y amamantarlos hasta que se les puede llevar a la guardería, al colegio, al pediatra, al psicólogo, al cumpleaños de un amigo…

Cuenta Carmen Alborch en su último libro, Libres, que cuando la economista neozelandesa Marilynd Waring comprendió el gravísimo error sobre el que se asentaba el sistema contable mundial (capaz de anotar el precio de un biberón, pero completamente ciego al valor del amamantamiento) e hizo partícipe de esta reflexión al célebre economista John Kenneth Galbraith, éste le pidió que lo escribiera -"¡por el amor de Dios, escríbelo!"-. Más tarde, él mismo, recordando aquella visita, y según la cita de Carmen Alborch, diría: "La economía tiene tendencia a contabilizar sólo la economía monetaria, pecuniaria, como base contable y medible. Si no hay transacción monetaria, si no hay precio, no se mide. Eso hace que el trabajo de las amas de casa y de las madres quede fuera de la contabilidad de un país. Es un trabajo muy productivo a nivel humano y para el bienestar y el crecimiento de la economía, pero no se contabiliza…".

Llegué a casa de María Tapia, la mujer invisible citada más arriba, a las ocho y media de la mañana de un destemplado día del pasado mes de octubre. Cuando me abrió la puerta, ya había despedido a su marido, había ventilado su dormitorio y el salón, se había arreglado y estaba intentando que Fernando, su hijo, de siete años, saliera de la cama para desayunar y vestirse, pues a las nueve y media tenía que estar en el colegio.

María vive con Ramón, su marido, y su hijo en Getafe, un pueblo del sur de Madrid fagocitado desde hace tiempo por la ciudad y con una alta densidad de población. Su vivienda, de alquiler, se encuentra en un tercer piso de la avenida de las Fuerzas Armadas. Carece de ascensor y de calefacción, pero tiene tres habitaciones bastante amplias, además del salón, la cocina y el baño, todo ello distribuido a lo largo de un pasillo con forma de ele, en uno de cuyos extremos se encuentra el dormitorio del niño, y en el otro, el salón. La cocina y el baño son las dependencias más pequeñas. En la cocina, donde pasa gran parte del tiempo, no puedes dar un paso sin tropezar con el otro, o contigo mismo si estás solo. A lo largo de sus cuatro paredes, casi sin solución de continuidad, se suceden una minúscula mesa de formica, una cocina de gas con dos o tres fuegos, una pila de acero, una lavadora de carga frontal que hace también las veces de encimera, un microondas, una gran nevera dotada de un excelente departamento de congelados, y un mueble multiusos (cubiertos, paños de cocina, medicamentos, servilletas, etcétera). En un hueco de este mueble hay una especie de madriguera donde se agazapa un televisor pequeño cuya pantalla hacía nieve en todos los canales y que siempre estaba encendido. Mientras desde el fondo del pasillo me llegaban las amenazas que María lanzaba a su hijo si no salía inmediatamente de la cama, el televisor escupía los últimos datos sobre el índice Nikkei, que había caído un 0,90%, mientras que el barril de brent costaba ya 48,95 dólares. Nunca he menospreciado los efectos del índice Nikkei ni del precio de barril de brent sobre la vida cotidiana, pero en aquellos momentos no resultaba fácil encontrar la relación entre aquellas cosas que sucedían en los mercados internacionales y la vida de esta mujer y la mía en un barrio del lejano Getafe aquel nublado día de otoño.

-¡Fernando, te lo pido ya por favor, levántate! ¡Mira, estoy llamando a papá! -escuché gritar a María al fondo del pasillo.

Me asomé a la puerta de la cocina, donde me había acomodado para no molestar, y vi a la mujer con el teléfono en la mano, marcando un número, mientras imploraba al niño que se pusiera en marcha. Al percibir mi presencia, la mujer se volvió y me dijo impotente:

-¿Qué haces? ¿Lo matas?

La conversación telefónica con el padre debió de tener algún efecto, porque el crío, todavía con el pijama puesto, pasó al poco por delante de la puerta de la cocina, que se encuentra a la mitad del pasillo. Al verme tomar notas con el cuaderno sobre la mesa de formica se detuvo.

-¿Qué apuntas ahí?

-Lo apunto todo. Ahora estoy apuntando que acabas de aparecer en pijama.

-Déjame verlo.

-Cuando te hayas vestido.

Fernando tiene siete años. Es simpático, divertido, provocador, alegre y muy despierto, pero agota a cualquiera, pues padece del llamado trastorno por déficit de atención e hiperactividad, un síndrome complejo, caracterizado, entre otras cosas, por una actividad motriz casi incesante y una impulsividad excepcional. Su madre, medio en broma, medio en serio, dice que es como educar a cuatro hijos de la misma edad a la vez, y lo cierto es que Fernando da a veces la impresión de estar simultáneamente en distintas partes del pasillo, como si se desdoblara en cuatro o cinco Fernandos, cada uno de los cuales te pidiera una cosa distinta desde un lugar diferente. Ha perdido en los últimos días tres dientes de leche, obligando también al Ratoncito Pérez a trabajar casi en exclusiva para él.

Cuando el niño se sentó finalmente a desayunar, por la televisión dijeron que la fiscalía iba a recurrir el régimen abierto de Luis Roldán. En ese instante, por casualidad, las miradas de María Tapia y la mía se cruzaron, y creo que, sin necesidad de decirnos nada, estuvimos de acuerdo en que las noticias pertenecían a una dimensión de la realidad diferente a aquella a la que nos enfrentábamos nosotros. Mientras Fernando se tomaba el colacao con galletas, su madre se agachó para ponerle los calcetines y los zapatos.

-Se viste él solo -dice volviéndose hacia mí, que he salido al pasillo para que la cocina no parezca el camarote de los hermanos Marx-, pero los calcetines y los zapatos se los tengo que poner yo. Una manía que tiene…

Luego, mientras Fernando termina el colacao, voy por el pasillo detrás de María, que se dirige a la habitación del niño para ventilarla. Cuando va a abrir la ventana, una señora, desde la ventana de enfrente, nos hace gestos para advertirnos de la existencia de un peligro. La señora es Ofelia, su madre, pues son vecinas, y nos cuenta, entreabriendo con mucha precaución su ventana, que está el patio interior lleno de avispas.

-Llevo matadas más de treinta desde que me he levantado -añade antes de cerrar de nuevo.

A María y a mí nos extraña, pues estos insectos desaparecen con los primeros escalofríos otoñales; pero nos asomamos al patio y vemos, en efecto, un grupo de avispas que revolotean desconcertadas, como si hubieran perdido el norte, entre las cuatro paredes del patio.

A las nueve y cuarto logramos salir de la casa en dirección al colegio, que está a una distancia de diez minutos o de media hora, depende de los escaparates frente a los que decida detenerse Fernando. El día sigue raro, húmedo, desabrido. De vez en cuando caen cuatro gotas, como si lloviera con desgana, o por obligación. No hemos cogido paraguas, pero tampoco nos hará falta. Durante un rato consigo que Fernando me dé la mano, y mientras le cuento en qué consiste mi trabajo logramos avanzar a buen ritmo. Cuando llegamos al colegio, la puerta está llena de madres despidiendo a sus hijos e intercambiando entre sí informaciones prácticas que no guardan ninguna relación aparente con el índice Nikkei ni con el precio del barril de brent. Fernando se cuela por la puerta a toda velocidad con su mejor amigo, al que nos hemos encontrado por el camino, y María me va presentando a las madres con las que suele tomarse un café después de dejar a los pequeños. Son, si no recuerdo mal, María José, Puri, Juani, Isabel y Elena. También se incorpora Ofelia, que es la madre de María, la señora de las avispas. Una vez reunidas, nos vamos a una cafetería llamada El Trasgo, donde ocupamos una mesa grande, situada junto a una ventana que da a una calle peatonal. Mientras nos sirven los cafés se comenta con extrañeza el episodio de las avispas. Luego vemos unas fotos de la boda de unos amigos comunes que ha llevado alguien, y enseguida sale a relucir Gran Hermano porque María pasó ayer por la noche a casa de su madre para devolverle un frasco de mayonesa y se quedó enganchada hasta las dos. Ofelia está abonada a un canal que emite las peripecias de la casa durante las 24 horas. Dice María que si ves las discusiones completas y en directo por este canal estás a favor de unos, y si las ves por Tele 5, una vez editadas, estás a favor de otros.

-Ayer -añade- pusieron un enigma que decía así: "Va y viene, viene y va, y siempre está en el mismo lugar".

Nos quedamos todos dándole vueltas, pero no conseguimos resolverlo. Entonces, para darnos una pista, se levanta de la silla, camina unos pasos, los desanda y se queda mirándonos con una sonrisa en los ojos. Una de las mujeres dice que es el pensamiento, pero María niega con la cabeza. Yo digo que son las cortinas, pero me informan de que las cortinas no están siempre en el mismo lugar. Por fin, Elena, desde el otro extremo de la mesa, aventura:

-El camino.

Y es el camino, que, en efecto, va y viene, viene y va, y siempre está en el mismo lugar. Asunto liquidado. El otro tema del día es el carné de conducir por puntos. Ofelia se muestra preocupada porque le ha prestado el coche a su yerno, el marido de María, varias veces y le han llegado una o dos multas a su nombre.

-Le dices a Ramón que esto lo tiene que resolver -dice volviéndose a su hija.

No han pasado ni veinte minutos cuando María, Ofelia y yo nos levantamos para continuar la jornada, pues madre e hija suelen hacer la compra juntas tras el desayuno colectivo.

-Un día a la semana -me dice María- voy al mercado para hacer la compra grande, pero por las mañanas voy a un Día que está aquí al lado para comprar el pan y las cosas pequeñas.

Así que entramos en el Día y en menos de diez minutos resolvimos todo. Además del pan compramos pechugas de pollo de las de vuelta y vuelta, que ya vienen cocidas y basta darles una pasada por la sartén o un toque de microondas. También cogimos azúcar, Trinaranjus y tomate frito Apis. A Fernando, como a casi todos los niños, le vuelve loco el tomate frito. María no tiene ese día puntos de descuento del café, pero lo pone en la cesta de su madre y dice que luego echan cuentas. Tras cargar las cosas en el carro de la compra de Ofelia, que es muy grande, volvemos a casa, aunque pasamos un momento por el piso de Ofelia y, de este modo, conozco a Sara, la hermana pequeña de María, que está desayunando. Ofelia me cuenta que ahora tiene que vestir a su marido, que está hemipléjico a causa de un derrame que sufrió hace siete años y del que salió con vida de milagro.

Nos despedimos y, una vez en nuestra casa, María se pone el delantal, se recoge el pelo con una pinza y dice:

-Ahora empieza la carrera porque a las doce y media tenemos que volver a salir para recoger al niño. Además de la comida y de la limpieza, he de poner prácticamente una lavadora diaria.

-Pero la casa está prácticamente hecha -digo yo.

-Qué va, no he tocado el baño ni la habitación de Fernando.

María fuma mucho y está acelerada todo el tiempo, aunque no siempre se le note. Me pregunto si su hiperactividad es un reflejo de la de su hijo o al revés.

-Me tomé la pastilla a las siete de la mañana -dice-. La pastilla me ayuda mucho a no tener ataques de ansiedad, me ayuda a estar más calmada. Hoy habría tirado de los pelos a mi hijo. Me acuerdo que un día no la tomé porque creí que ya no la necesitaba y lo pasé fatal.

Comenzó a tomar la pastilla (una al día) al mismo tiempo que empezaron a tratar al niño. Recuerda la etapa anterior como una pesadilla, pues Fernando estaba sin diagnosticar y pasaba por ser un niño travieso y desobediente, cuando no maleducado, con el que ella no sabía qué hacer. El tratamiento, además de nombrar lo que ocurría, ha mejorado mucho las cosas, pero su educación exige un plus de atención que soporta prácticamente sola.

Mientras pela las patatas me cuenta que es la mayor de cuatro hermanas, todas, excepto Sara, casadas. Antes de tener al niño trabajaba en una tienda de ropa y era una vendedora excelente.

-Me gusta mucho vender, lo vivo. En la tienda adquirí mucha psicología en cuanto a la venta. Yo veo entrar a una clienta por la puerta y sé lo que le gusta y la talla que tiene, lo sé todo. Tengo mucha psicología para los demás, pero no para mí.

-¿Por qué dices eso?

-Porque sé ayudar a los demás, pero no a mí misma ni a lo que tengo en casa. Todo el mundo me lo dice. Sé guardar secretos, sé secretos de todo el mundo. Soy muy abierta, pero no todo el mundo es como tú, por eso me he llevado muchos palos.

Para no estorbar permanezco apoyado en el marco de la puerta. Desde mi posición no puedo ver la tele, pero escucho a María Teresa Campos hablando de algo que no comprendo con Giménez Arnau.

-Había pensado -dice María de repente- hacer carne con patatas para todos, pero voy a preparar macarrones con carne para los niños, y las patatas con carne las dejamos para ti y para mí.

Ha dicho "los niños" porque durante este mes se está trayendo a comer a Miriam, una compañera de Fernando cuya madre, María José, tiene un trabajo temporal. Tras poner a hervir el agua para los macarrones me enseña la nevera. Tiene los congelados perfectamente organizados, casi como en la tienda, y nunca permite que se le agote algo sin haberlo repuesto.

-De lo que voy gastando, voy comprando; nunca tengo el congelador vacío.

Hablamos de lo difícil que está la vivienda y me dice que el alquiler de la casa le cuesta casi 500 euros al mes, con los que podría pagar una hipoteca si tuvieran el dinero para la entrada. Su sueño es que le toque un piso de protección oficial. Tiene por ahí los papeles para rellenar la solicitud, pero es una lotería.

-Ahora -añade- mi marido va a empezar a trabajar los fines de semana en un bar, pero yo no sé si lo voy a soportar porque entonces me tendré que hacer cargo yo sola de Fernando también los sábados y los domingos, y te juro que hay veces que necesitaría estar sola, estar sola…

A lo largo de los últimos siete años (la edad de su hijo) ha ido dos veces con su madre al cine, una para ver Te doy mis ojos y otra para ver Mar adentro. Me habla con emoción de las dos, que le han gustado muchísimo.

-Voy poco al cine, pero estoy haciendo la colección de películas de Almodóvar que está sacando El País, aunque sólo compro las que no he visto porque todo no puede ser. A Fernando lo tuve por una promesa que le hice a mi padre en la UVI el día de Nochebuena. Le prometí un nieto que se llamaría como él, y fue salir de la UVI y quedarme embarazada del niño, pero a mí me gustan más las niñas.

"¿Ha tenido Toni algún problema judicial por una causa de violación?", pregunta Coto Matamoros desde la tele.

-Me encanta Coto Matamoros -dice María-, lo veo muy real, sin pelos en la lengua. Me gusta la gente así porque a mí me gustaría ser así. Y es que yo tengo un problema contigo y me lo trago, no te digo nada. Yo sólo he sacado la cara por mi hijo. Raquel, la de Gran Hermano, me encanta también porque se ve que es gente con fuerza. A mí es que no me gusta discutir, no me gusta. De la tele me gustan programas como Aquí hay tomate y Salsa rosa. Mientras veo la vida de los demás no pienso en la mía. Hay series, como la de Aquí no hay quien viva, con las que me parto de risa. ¿Que qué programas veo? A ver, los lunes, Ana y los siete. Crónicas marcianas lo veo empezar, pero me entra el sueño enseguida, me duermo a chorros, debe de ser por la pastilla. Boris Izaguirre, lo ha dicho él mismo, es hiperactivo, pero es que se le nota. Mi hermana ha buscado en Internet y hay muchos escritores famosos que han sido hiperactivos. Los martes hago zapping entre la serie esa de los ochenta y La granja. Los miércoles, Hospital Central; ese día también ponen Aquí no hay quien viva, que veo en los intermedios o en Auna, donde también la pasan. Los jueves, Gran Hermano, y en los intermedios, si lo pillo, Paz Padilla. Los viernes, Dónde estás, corazón, y los sábados, Salsa rosa. Los domingos empiezo a ver Siete vidas y me duermo; no llego a los debates ni de Gran Hermano, ni de La granja. Te hablo de por las noches, después de que se acuesta el niño, porque de día, ya ves -concluye encendiendo un cigarrillo y llorando a mares por culpa de la cebolla-. Mi madre pasa todas las noches sobre las nueve y media, después de darle la cena a mi padre, y se queda aquí veinte minutos o media hora charlando conmigo. Ahora llevo una temporada en la que me ha dado por pensar que, por ley de vida, mis padres se tienen que morir antes que yo y no soporto la idea -las lágrimas de la cebolla le sirven para disimular las otras-. Hay cosas que prefiero que no me cuenten. Este verano, mi padre se cayó en la bañera, en San Rafael, y estuve todo el día mal. Me angustio con todo -coge el mortero, echa unos dientes de ajo y se agacha para golpearlo sobre el suelo-. A mí el médico me ha dicho que me convendría hacer gimnasia, ir a natación, pero cuándo. Mira, ya son las once y media y todavía estoy en la cocina. Claro, que hay comidas que son más rápidas y comidas que son más lentas. Las patatas con carne son un coñazo, ya lo ves.

Le pregunto si el niño no podría comer en el colegio, pero dice que el comedor es muy caro.

-He hecho tres entrevistas para trabajar en El Corte Inglés. La primera era un psicotest que me salió fatal. Pero lo pasé por mi currículo o por el aspecto físico, que también cuenta. Luego me hicieron una entrevista personal, y luego otra. Si me llaman, me pongo a trabajar; no me preguntes cómo lo arreglo, pero digo que sí. He pensado en El Corte Inglés porque tiene mucha flexibilidad con las jornadas y porque van a poner uno aquí, en Getafe. Pediría media jornada. El problema es que son rotativas y no sé qué haré con Fernando el día que me toque de tarde, pero necesito salir de casa. Tú imagínate todo esto y además trabajar fuera, pero te digo que lo hago. Me he pasado ocho años pensando en mi hijo, pero también necesito pensar en mí, porque aparte de que entre llevarlo y traerlo del colegio hago cuatro viajes al día, hay que llevarlo también una vez a la semana al psicólogo; y al fútbol los lunes, los miércoles y los sábados por la mañana; y al neurólogo cada tres o seis meses, según. Y luego al pediatra cada vez que está malo. Hace dos semanas le puse la vacuna de la gripe, pero ha estado diez días enfermo, con anginas. Todos los meses tenemos una semana garantizada de antibióticos y de cama con las dichosas anginas. He pedido hora para operarlo y me llamarán cualquier día de éstos, ya te avisaré. Pienso mucho en él. No voy a coger un trabajo y desestructurar toda su vida, no me gusta ser egoísta, pero si me llaman de El Corte Inglés sí seré egoísta. Ya ves que hablo mucho, no hace falta que me preguntes.

-¿Y no piensas tener más hijos?

-No, ya no voy a tener más hijos. Ahora, si tú fueras adivino y me dijeras al cien por cien que iba a ser una niña, hasta engañaba a mi marido, porque él tampoco quiere más. La vida está muy difícil, con un sueldo no se puede vivir. ¡Huy, me he olvidado de echar la carne picada para los macarrones! Yo es que voy cocinando y voy limpiando. No soporto tener la pila así. Ahora mismo me pongo a fregar.

Mientras María friega los cacharros que se han ido acumulando en la pila, yo doy vueltas en la sartén a la carne picada, de manera que ahora me habla de espaldas.

-Yo empecé a tomarme el café con las amigas después de dejar al niño en el colegio hace año y medio. Antes dejaba a Fernando y me iba a comprar, y de la compra a casa, todo el día sola, dándole vueltas a la cabeza… Pero ese ratito de hablar de todo nos viene genial. ¿Que qué hace mi marido? Montajes de muebles de oficina, de hospitales, de embajadas… Ya verás tú cómo no nos da tiempo a que se haga la carne antes de que nos tengamos que ir a por Fernando.

-Que sí, mujer, que en la olla son 25 minutos.

-Pues toma tú el tiempo.

Tomo el tiempo. La cocina se ha llenado del vapor de la olla y del olor de la carne picada. María Teresa Campos, desde una dimensión enormemente lejana a la nuestra, pero inexplicablemente próxima a la vez, habla con sus invitados. La tele hace mucha compañía mientras se pelan los puerros y las zanahorias y se dora el sofrito o se ablandan los macarrones. María me dice que no tenga inconveniente en husmear por toda la casa.

-Abre cajones o armarios, lo que quieras, yo sé que es tu trabajo y lo comprendo.

Estimulado por esta invitación tan directa, tan generosa, me interno en el pasillo y entro en la primera habitación, que es la de matrimonio, donde la limpieza alcanza un extremo tal que uno se pregunta qué ordena María en realidad cuando ordena su casa. Con movimientos furtivos, como si estuviera llevando a cabo una transgresión insoportable, abro una de las puertas del armario y veo un conjunto de pantalones perfectamente planchados y dispuestos unos al lado de los otros en un orden que ya quisiera yo para mi biblioteca, y que evoca el de una misteriosa boutique. Cierro la puerta y no me atrevo, por pudor, a abrir ninguna otra. Acabo de advertir que pocos personajes, a lo largo de esta serie, me han conmovido tanto y me han inspirado un respeto tan grande como el que me inspira esta mujer. Así que dejo las cosas como están y vuelvo a la cocina, de donde María sale en ese momento con un barreño de ropa que acaba de sacar de la lavadora y que va a tender en el patio interior al que da la habitación de Fernando. Voy detrás de ella y me explica que encera el suelo una vez al mes, y que cuando llega el invierno llena el pasillo de alfombras para que no se vea porque "es como el de Cuéntame, muy feo".

Tras tender la ropa (afortunadamente, habían desaparecido las avispas) apagamos la olla y nos disponemos a salir en busca del niño. Nos trae de regreso a casa, en su coche, Isabel, una de las amigas de María, que nos cuenta que tiene a su madre, de 90 años, en el hospital.

De vuelta a casa con Fernando y Miriam, la hija de María José, María decide que va a dar de comer a los niños, pero que nosotros comeremos tranquilamente después de haberlos dejado otra vez en el colegio, es decir, más allá de las tres de la tarde, así que servimos los macarrones a los críos, y mientras ellos comen (en el caso de Fernando es un decir, pues hay que estar negociando todo el rato con él para que se lleve la cuchara a la boca), María hace el cuarto de baño y pasa una mopa por toda la casa. Yo, hambriento, entretengo a los niños haciéndoles juegos de manos y aviones que tienen la rara facultad de ir a caer siempre detrás de los muebles. Miriam está muy interesada por mi trabajo y me pregunta si puedo conseguirle un cuaderno como el mío para escribir en él la vida de la gente. Sólo tengo uno, del que arranco un par de hojas que le regalo, pero le digo dónde los venden, pues he visto, al ir y venir del colegio, una papelería muy completa. Miriam y Fernando discuten con frecuencia por mi culpa. Cada uno está empeñado en llamar mi atención y en que apunte cosas diferentes sobre sus existencias. Sabiendo que no se debe engañar a los niños, pero hasta la coronilla de los dos, finjo que escribo lo que cada uno me pide hasta que se hace la hora de dejarlos de nuevo a la puerta del colegio. Vayan en paz.

María y yo regresamos a casa, y ahora decide que, en vez de comer en la cocina, lo haremos en el salón, frente a una tele que no hace nieve. Después de todo, es un día especial. Cuando me pregunta qué quiero beber y le digo que le agradecería un vasito de vino, se acuerda de que este verano trajo de Torrevieja, donde pasaron 15 días, una botella de clarete que le regalaron unos vecinos y que guarda desde entonces en la nevera. El vino, fresquito, entra solo, y la carne con patatas está insuperable. Ella sólo bebe agua, pero hoy ha decidido hacer una excepción y se apunta al clarete. Me tomo tres platos de carne con patatas mientras hablamos de la vida y vemos la tele. Me dice que tiene un piercing en el ombligo y que le gustaría tatuarse un delfín, no sabe si en el tobillo o en el omoplato. Le digo que a mí los delfines me gustan más en el omoplato porque el omoplato parece un océano. Por la tele hablan de Faluya. María dice que estuvo en todas las manifestaciones contra la guerra de Irak y que se siente socialista. También cuentan que, no sé dónde, una anciana se ha caído por un patio interior, aunque no se ha matado gracias a las cuerdas de la ropa. Cada vez que oigo hablar de un patio interior me viene a la cabeza la imagen de las avispas.

-Cuando empiezan los deportes en Antena 3 -dice María- salto a Lo más plus. Si conozco al personaje que entrevistan, me quedo; si no, pongo Tele 5 para ver Aquí hay tomate. Ya ves, éste es el único ratito de descanso que me doy en todo el día.

Como no conocemos al personaje de Lo más plus saltamos a Tele 5, donde enseguida empiezan a desfilar Bertín Osborne, Ernesto Neira, Carmina Ordóñez (que en paz descanse), Letizia Ortiz, la duquesa de Alba, la baronesa Tyssen, Mónica Cruz, Blanca Cuesta, Borja (el hijo de la baronesa)… Dicen que el tal Borja ha abandonado a Blanca Cuesta por Mónica Cruz.

Con el café, María me trae una montaña de documentación sobre el trastorno por déficit de atención e hiperactividad. Su hermana ha hecho una batida por Internet y le ha impreso cuanto ha encontrado. María lo ha leído todo, dice que si algún día quiero escribir sobre el tema no deje de preguntarle.

-Nadie sabe lo que yo estoy haciendo por mi hijo, ni mi marido. Parece que Dios me lo ha dado al revés, porque a mí me gusta todo limpio y ordenado, ya lo ves, y los niños hiperactivos lo desordenan todo. Aunque luego estoy dos días sin él, como este verano, que pasó una semana con mi suegra, y lo echo muchísimo de menos.

-¿Y qué haces cuando llega el verano y está todo el día en casa?

-Pues volverme loca, qué quieres que haga.

Mientras María recoge la mesa y friega los cacharros, ponen por la tele un fragmento de Gran Hermano en el que dos individuos mantienen el siguiente diálogo:

-Miki -dice uno-, estás irascible. ¿Sabes qué es irascible?

-¿Que no permito que me digas na?

-Que saltas por nada, eso es irascible. ¿Pero es que tú no ves tu cambio de comportamiento?

-No, es mi personalidad.

Pese al atractivo irresistible del diálogo televisivo, aprovecho estos momentos de soledad para observar las fotos que adornan la pared del salón. Todas están perfectamente colocadas y sin una mota de polvo. Hay dos o tres del día de la boda de María y Ramón. En una aparece ella sola, con el vestido de novia, sobre una escalinata que realza la cola del traje; en otra, ella y su marido, los dos de novios y con las caras muy juntas. Veo también una fotografía del niño sonriendo, travieso, a la cámara, y unos cuadros de flores, así como un espejo marroquí. En el mueble de la tele hay una Torre Eiffel de cristal que le trajo Miriam, la hija de María José, cuando estuvo en Disneyland París.

En esto aparece María por la puerta:

-Venga, que nos tenemos que ir otra vez a por Fernando. Hoy le toca psicólogo después del cole. Se lo he dicho a su padre, a ver si puede venir a llevarnos, porque, si no, tenemos que coger el autobús.

-¿Está muy lejos?

-Muy lejos no, pero hay que coger el autobús.

Entre recoger a Fernando y llevarlo al psicólogo (a las psicólogas, en realidad, pues son dos mujeres muy jóvenes) hay que hacer casi una hora de tiempo, así que María, su amiga Isabel y yo nos tomamos una infusión en una cafetería que hay dentro del propio centro escolar. María acaba de hablar con Ramón, su marido, y parece que sí, que viene a recogernos para llevarnos a las psicólogas. Fernando me enseña unos deberes que le han dicho que tiene que repetir en casa. Se trata de una plana de caligrafía que dice así: "La providencia es el cuidado amoroso que Dios tiene de todas sus criaturas, en especial del ser humano".

En esto, la providencia ha decidido que empiece a llover, y María dice:

-Pues seguro que se me ha mojado la ropa. Ayer por la noche la quité y la tendí por casa, y esta mañana estaba bien. Hoy tengo que hacer lo mismo porque he tendido el chándal del niño y mañana lo necesita.

Luego habla con Isabel del regalo que tienen pendiente todavía con uno de sus hijos, Álvaro, cuyo cumpleaños fue la semana anterior. El niño quiere los puños de Hulk, que en una juguetería que hay al lado del Alcampo cuestan 40 euros, mientras que en una tienda que hay donde Carrefour piden 52 o 56. Se lo van a regalar entre varias.

-Con la comida -añade María refiriéndose a los precios- pasa lo mismo, unas diferencias increíbles, así que tienes que estar mirándolo todo.

Al rato llegó Ramón con el coche, que su suegra le había prestado una vez más, y nos fuimos a las psicólogas, con las que tuvimos una breve reunión para ponerlas al tanto de los progresos del niño. Y no me pidan que les cuente de qué se habló porque quien padecía a esas horas el déficit de atención era yo. No me cabía más información en la cabeza ni más notas en el cuaderno. Recuerdo vagamente que, mientras el niño permanecía con las psicólogas, Ramón, María y yo nos metimos para hacer tiempo en un bar donde hablamos otra vez de la vida. También recuerdo que en un momento dado me fijé en María Tapia y me pareció que estaba sorprendentemente entera, como si no hubiera pasado por encima de ella una jornada agotadora que, sin embargo, aún no había terminado. Tras recoger al niño, me despedí de la familia, pues los ritos que venían a continuación (el baño de Fernando, su cena, la pelea para que se metiera en la cama…) me parecían demasiado íntimos.

Tomé un taxi y, al llegar a casa, pedí al taxista una factura con la idea de cargársela al periódico en concepto de gastos. Al hacerlo recordé las horas gratis que lleva a cabo María, que llevan a cabo todas las Marías del mundo, también llamadas, no siempre con el debido respeto, marujas. Por la noche, al poner la tele con el objeto de narcotizarme un poco, busqué el programa que estaría viendo María, y luego resistí heroicamente para ver el principio de Crónicas sabiendo que ella estaría haciendo lo mismo, sólo para ver un rato a su adorado e hiperactivo Boris Izaguirre antes de irse a la cama.

Tres o cuatro días más tarde sonó mi móvil y era María Tapia.

-Juanjo, que el lunes operan a Fernando de las anginas.

Ese lunes amaneció lloviendo a mares. Los coches, en la M-40, parecían barcos. Cuando llegué al hospital de Getafe, sobre las diez de la mañana, encontré en la habitación a Ofelia mirando por la ventana. Me dijo que María había subido para estar con el niño y que Ramón había vuelto a casa a por un cuento. Llevaban allí desde la siete de la mañana. Al poco regresó Ramón con el cuento y con un juguete, pero María y su hijo tardaron todavía un rato en bajar. Dedujimos que estaban esperando a que se le pasaran los efectos de la anestesia. Al fin se abrió la puerta y apareció Fernando sobre una cama con ruedas. A su lado, María. El niño nos miró como si fuéramos parte de un sueño, se dio la vuelta y cerró los ojos. La abuela le acercó una toalla, por si vomitaba. En esto volvió a abrirse la puerta, y aparecieron, solidarias, las madres con las que María desayunaba habitualmente. La habitación estaba llena, así que decidí darle un beso a Fernando y marcharme con la música a otra parte. Al inclinarme sobre él abrió los ojos y me dijo que el avión de papel se le había colado por detrás del mueble del salón. Le faltaba otro diente.

TINO SORIANO

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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