Bellocchio y su Italia de medias tintas
El cineasta repasa con 'Bella addormentanta' el caso de Eluana Englaro La joven, tras 17 años en coma, fue desconectada de las máquinas por decisión paterna
Marco Bellocchio, un director italiano que a finales de los setenta y principios de los ochenta regaló al cine algunas películas magníficas (entre ellas Il gabbiano) recibió el año pasado el León de Oro a la carrera por parte de la Mostra. Cierto que el realizador había sido un incansable buceador en territorios experimentales, consecuencia quizás de sus tiempos en Roma y que el conjunto de su obra es mas que apreciable pero lo cierto es que hoy, con Bella addormentata, no se ha lucido demasiado.
Su película es una especie de tríptico sobre la historia reciente de Italia y en particular sobre la monstruosa polarización que sufrió la sociedad del país con el caso de Eluana Englaro, la chica que después de pasar 17 años en coma fue desconectada de las máquinas que la mantenían con vida por decisión paterna. Un conflicto que enfrentó al presidente del Consiglio (Berlusconi) con el presidente de la Repubblica (Napolitano), a los laicos con los católicos, a la derecha y a la izquierda, y a Italia consigo misma.
Así pues el tema daba para entregar un inmenso fresco que analizara la gran complejidad de la sociedad del país que un día alumbró a Dante, Giotto o Leonardo, una película importante, valiente, incluso irreverente, que pudiera explicar porque lo que debía de ser una decisión individual en el marco de la libertad de conciencia, amparada por la propia Constitución Italiana (que Berlusconi se propuso cambiar para impedir al padre de Englaro proceder a la desconexión de su hija) acabó siendo una batalla pública en la que el Vaticano, los poderes fácticos y la sociedad civil se enfrentaron en duelo a muerte.
Bellocchio opta por vertebrar la historia en tres frentes: el de una chica católica y su padre, senador por Forza Italia (el partido de Berlusconi), el de una actriz retirada por culpa de la enfermedad de su hija y el de un médico y su paciente heroinómana. Aparecen también por allí un joven, se supone que de izquierdas, el hijo de la citada actriz y su marido. Todo un panegírico italiano, con sus dimes y sus diretes, con las luchas diarias y con mucha densidad (o algo parecido) en la narración.
En realidad el problema empieza por los básicos: un guión de opereta donde el dibujo de los personajes es más bien un garabato. La actriz, interpretada por Isabelle Huppert, que tiene tres criadas a las que hace rezar el rosario a voz en grito (literalmente); la chica católica, que tan pronto está levantando una vela por Eluana y declamando el avemaría como yéndose al catre con un tipo al que acaba de conocer (después de que el hermano de este le tirara un vaso de agua); el político atormentado por votar lo que quiere su partido pero no lo que quiere él. La contradicción humana, prueba fundamental de su condición, dirán algunos… pero es que los personajes de Bellocchio son tan obvios, sus acciones son tan fútiles, están tan reseguidas sus intenciones, tan subrayadas sus palabras, que solo falta que se indique al respetable cuando debe aplaudir. Al final lo que tendría que ser profundo pasa a ser tedioso y la reflexión se convierte en discurso y el director acaba –inevitablemente- pontificando.
Bellocchio necesita usar una –insoportable- música rimbombante, una fotografía de máximos (esa habitación donde reside la chica en coma, donde hay hasta un señor tocando piano, la insoportable levedad de la burguesía se supone), unos diálogos hiperexplicativos y hasta ese recurso del monólogo en su versión más afectada, y todo para que uno note que se está hablando de la épica del dolor, para que se sienta lo mal que lo pasan sus criaturas. El problema es que a base de insistir (el papel de Huppert es especialmente flagrante) lo que parecía un abanico de emociones que se abría acaba siendo un muro en el que darse cabezazos. Es la falta de sutilidad, la ausencia de delicadeza, la idea de que cada culpable debe de tener su coartada, de que no se pueden dejar espacios en blanco para que el espectador meta la cabeza. Tampoco es que los actores ayuden mucho porque dejando de lado a Toni Servillo (siempre excelente) todos los demás, empezando por esa alma de cántaro llamada Alba Rochwacher (la apatía llevada al extremo), son incapaces de insuflar aire a una trama que se deshincha a toda mecha.
Lo peor de esta película no es que huela a radiografía, a luz y taquígrafos, cuando todo lo que necesitaba era alma. Lo peor de Bella addormentata es que podía haber sido un filme relevante, una mirada a vista de pájaro de los tiempos en los que Italia sangraba por cada poro. Cualquiera que hubiera pisado el país en aquella época y echado un vistazo a los periódicos o las televisiones hubiera llegado a la conclusión de que allí dentro había dos mundos distintos y esa moneda al aire nunca llegó a aterrizar. Bellocchio hubiera podido decidir si era cara o cruz pero en lugar de eso ha preferido jugar al solitario. Esas ganas de ser ambiguo y al mismo tiempo didáctico lastran el filme y lo acaban arrastrando al fondo. Una auténtica pena.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.