Hola, Mariano; soy Leandro
En la entrega de hoy el fantasma Leopoldo relata su primer encuentro con Rajoy en el Palacio de la Moncloa
Para esto de las apariciones hay que tomarse su tiempo. Porque ya he comprobado que ninguno de los presidentes le ha informado a su sucesor de mi existencia. No, si yo lo entiendo. Si se tienen la tirria que se tienen, a ver en qué momento se introduce en la charla del relevo, si es que la hay, eso de verás, Leopoldo, o verás Felipe, o verás Aznar —que no José María, ya lo expliqué— o verás José Luis, o verás Mariano, es que aquí, en La Moncloa, hay un fantasma que se llama Leandro y se nos aparece a los presidentes. Así que tengo que enfrentarme a cada uno de ellos a pecho descubierto, que ya se imaginan que es una manera de hablar, que ni puedo descubrirme esa zona ni, si a eso vamos, cualquiera otra de mi invisible anatomía. Así que primero observo y luego actúo.
Con Mariano me decidí por el método de las voces. Es una manera demasiado clásica de iniciar la relación entre un fantasma y un mortal, lo sé, pero es efectiva a la par que elegante. Busqué la ocasión con cuidado. Elegí justo el momento en el que abandonaba el despacho Cristóbal Montoro, el ministro de Hacienda, que aun siendo más bien escuchimizado, habla y gesticula como si fuera el coro entero de la Ópera de Viena ensayando el Carmina Burana. Rajoy, por cierto, entiende lo mismo de una cosa y de la otra: nada.
Así que consideré que ya había llegado la hora, que llevaba días con ganas de meter baza, que si uno no puede intervenir, ya me contarán para qué se es fantasma:
—No te fíes, presidente, que este tío nos lleva a la ruina.
Así, al pronto, ni se dio cuenta, porque debió creer que se oía a sí mismo, que ya llevaba él varias semanas dándole vueltas a la misma conclusión. Esto es un desastre, Cristóbal me mata, se decía por las escaleras y los largos pasillos.
Presidente, Aquí me tiene usted para servirle y ayudarle en lo que pueda para acabar con tanta sanguijuela"
—Y además te lía, presidente —volví a decirle—, que entre este y el Guindos, mientras se despedazan, te van a hundir en la miseria.
Ahí ya se quedó como pasmado, que no es que yo le viera así por primera vez, qué va, pero ya me di cuenta de que me había oído. Lo noté también porque hizo ese acto reflejo que hacen todos de girar la cabeza hacia atrás con un movimiento a derecha a izquierda, con precaución, para saber de dónde llegaban las voces. Ese día, que no hay que abusar, lo dejé ahí. Para que se fuera entrenando.
El ectoplasma de Aznar, que es como una mosca cojonera, me regañó airadamente de inmediato: más fuerte, Leandro, tenías que haberle entrado más fuerte. Que eres un tipo sin sangre y él es aún peor. Ni caso le hice, que le tengo comida la moral, y según se pone impertinente me acerco a él, le agarro del hombro y se queda hecho polvo, que tiene que mirar hacia arriba porque lo mismo le saco 20 centímetros. Le sienta fatal, que lo veo. ¿Has crecido un poco estos días, chiquitín?, le digo. Así que ceñudo como siempre, se zafa del abrazo y se va a una alfombra —será por alfombras, que para eso estamos en palacio— y se lía a hacer flexiones.
Esto de ir paso a paso en los comienzos lo aprendí a la primera. Cuando me presenté a Adolfo, que aunque solo por unos días, incluso por unas horas, quise mostrarle mi admiración. Una experiencia. Que aprender a palos te educa en la prudencia. Ilusionado como estaba por saludar a mi héroe, cual grupi adolescente, me puse enfrente de él el mismo 24 de febrero, que andaba el hombre recogiendo las carpetas. La mitad, vacías. Eso también. Nervioso, pero marcial en forma y fondo, le espeté:
—Presidente, se presenta el fantasma (recuerden que entonces no tenía nombre). Aquí me tiene usted para servirle y ayudarle en lo que pueda para acabar con tanta sanguijuela.
No les voy a decir que se quedó tal cual, no. Pero reaccionó como un rehilete:
—¡Me c*** en todo lo c******, que el CESID me ha metido un espía, y tú vas ahora mismo a saber con quién te juegas los cuartos, que me sobran c****** para eso y para más, que para chulo yo, y para defenderme, mi primo!
Dicho lo cual, sacó del primer cajón a dicho familiar, un hermoso pistolón, y con gesto un punto teatral lo puso encima de la mesa. Reconozco que me dejó así como parado, que a ver cómo reaccionas ante tan contundentes razones.
—No, si a mí no me manda ningún militar, acerté a balbucir, anonadado ante sus palabras. Y ante la Browning, la verdad, que las armas las carga el diablo.
—¡Peor!, se encaró Adolfo, levantándose del sillón presidencial. ¡Entonces!, gritó, ¡es aún peor: te mandan los democristianos! ¿Cuánto te paga Óscar Alzaga? Confiesa, truhán, confiesa. Esos santurrones meapilas, chupacirios, ratas de sacristía…
De lo que deduje que no confiaba mucho en los democristianos. Opté por la desaparición, que ya sé que es cosa de fantasmas cobardes, pero yo sí creo en eso de avances estratégicos sobre la retaguardia, máxime si enfrente tienes a un milhombres enfadado, que ya les conozco a los que son como él. Así que Adolfo y yo no empezamos con buen pie, pero poco a poco, buscando los intersticios de la complicidad, acabamos siendo buenos amigos en aquellas últimas horas de su presidencia sin nada que presidir. Todo lo amigos, es verdad, que pueden ser un presidente y su fantasma. Al final nos parecíamos mucho Adolfo y yo. ¡Estaba tan solo! Los dos acabamos siendo transparentes, inasibles y absolutamente prescindibles. Él me lo decía.
—Tú es que eres así, y ya estarás acostumbrado, pero a mí me jode que me traspasen por la zona del bajo vientre, como si no me vieran y no tuviera cuerpo, ¡Me c*** en tal y cual...!
… que le pongo yo un respeto a sus palabras, porque él se sabía perfectamente los nombres de a quiénes invocaba.
Les decía de Mariano. Aún estamos en esa fase de conocernos, que solo le he dejado verme en contadas ocasiones, que ya pueden decir conmigo que no es fácil charlar con él, que lo mismo —y perdonen el chiste consabido— sube que baja. Y es que está muy preocupado, que no le dan las horas del día para atender a tanto ministro y ni le dejan ver el Tour con comodidad ni nada.
Ayer, por ejemplo, vino el ministro de Defensa en plena etapa de los Alpes. Le vi la cara a Mariano, que yo también había bajado a ver a los esforzados de la ruta, y me temí lo peor.
—¿Vamos a atacar a Rusia?, le preguntó a Morenés, que cada día está más estirado.
—No, presidente, claro que no. ¡Cómo se te ocurre!
—¿Y algún otro país va a declararnos las hostilidades? ¿No? Pues entonces hemos acabado la reunión y decide tú lo que hayas venido a preguntarme, que a ver si te crees que se te ha hecho ministro para que me des el coñazo. ¡Media vuelta, ar!
Que eso sí tiene Mariano, que cuando está enfrascado en complejos asuntos de Estado no se le puede ni molestar.
Ya les cuento otro día cómo lo llevo con Soraya Sáenz de Santamaría, que es que con ella tengo delirio. Viene así, pizpireta y arrebolada, repasando los apuntes, y le pego unos sustos de muerte.
Me pongo al lado suyo en un pasillo y con voz tonante —a los fantasmas se nos da muy bien poner voz tonante— le suelto: “Soy Rubalcaba y vengo a robarte el alma para hacerme con ella un chalequito, que dado el tamaño no da para más”. Me encanta el gritito, y ver cómo suelta los papeles y se alborota de pies a cabeza. Bueno, la cabeza se le alborota menos, que me he apostado unos tejeringos con el ectoplasma de Felipe, que es un cachondo, a que consigo que se mueva en este semestre esa melena de hormigón que corona a la vicepresidenta y ya veo que lo tengo crudo.
¿Utilizará superglue?
Mañana, siguiente capítulo: Ataca Soraya.
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