Cien mil veces Mario Bellatin
Un autor de culto, un artista de vanguardia y un monje sufí conviven en un escritor sin un brazo que solo desea escribir sin parar. El narrador mexicano, inmerso en el proyecto de editar cien obras en formato mínimo, publica ahora 'El libro uruguayo de los muertos' y participa en la Documenta de Kassel
Si el Mario Bellatin real se correspondiese con el Mario Bellatin que narra sus novelas en primera persona, esto no sería una entrevista para un suplemento cultural, sino una entrevista clínica. De acuerdo con las características que se atribuye en El libro uruguayo de los muertos, su última obra, recién editada por Sexto Piso, estaríamos ante un hombre tarado por haber crecido en una familia “malvada, funesta, miserable”, en la que su madre recogía hormigas por la mañana para dárselas a sus hijos de desayuno y donde abundaba la deformidad: por ejemplo, una hermana “que en lugar de boca tenía una especie de trompa como la de un elefante”, o un abuelo diabético, con una pierna y un brazo amputados, que a veces hablaba a solas con una foto de Mussolini colgada en el lugar principal de la casa.
Mario Bellatin sería un cleptómano de plumas Inoxcrom aquejado al mismo tiempo de “grafofobia”, y a unos metros del sofá en el que atiende esta entrevista, en su espartano hogar de Ciudad de México, habría un esqueleto llamado Agapito enterrado debajo de la plancha de cemento de la cocina.
—No pongas ahí “viene de una familia facchista” —dice con la pronunciación que debió de aprender en su familia real, de origen italiano.
—Pero es lo que pone en su libro.
—¿El libro dice así, una familia facchista, y que al abuelo lo cortaron en pedazos y todo eso? ¿Es muy fuerte, no?... Hay algo de mentira. Es verdad, pero es mentira.
A Mario Bellatin le gusta difuminar la línea entre su universo literario y el mundo cotidiano, y su propia apariencia —“mi estricto uniforme”, le llama— tiene elementos de personaje ficticio. La cabeza rapada. Una túnica negra combinada con pantalones negros y con unas aparatosas botas del mismo color que parecen más acordes a un punki londinense de los setenta que a un escritor mexicano de 52 años. Y envuelto en la manga derecha de la túnica, un antebrazo ausente desde su nacimiento que antes solía completar con una prótesis metálica con pinzas que le daba un aspecto a medio camino entre un monje y un ciborg.
Según cuenta en El gran vidrio (Anagrama, 2006) y en El libro uruguayo de los muertos, sea una verdad afirmada dos veces o una mentira repetida, en un viaje por la India terminó arrojando esa prótesis entre los cadáveres flotantes del río Ganges.
A Mario Bellatin le gusta difuminar la línea entre su universo literario y el mundo cotidiano, y su propia apariencia
Cuando se le pregunta por la veracidad de todas esas rarezas con que dibuja su figura en sus libros, Bellatin suele responder con un comprensivo pero indiferente “no importa, eso no importa”. Explica que todos esos elementos autorreferenciales, así como los temas recurrentes de su escritura, como la enfermedad, la deformidad de los cuerpos o la presencia de la muerte —que fabuló en una truculenta novelita de 1994 llamada Salón de belleza, una parábola implícita de la expansión del VIH en aquella época—, son pretextos para atraer al lector a un mundo diferente. “Yo quiero lograr transitar por una realidad paralela a la cotidiana”, dice, “y que el lector se salga del mundo real y entre a este universo que no es el mundo de todos los días, deslavado y aburrido”.
Mario Bellatin se levanta del sofá y vuelve con un cuadernillo titulado Las dos Fridas, una biografía de la pintora mexicana Frida Kahlo que le encargó una entidad pública para distribuir entre escolares. Lo abre y señala una fotografía. “¿Tú crees que esta es Frida Kahlo o no?”, pregunta. La mujer de la imagen, en efecto, con sus abalorios, su ropa colorida, su moño y sus dos cejas en una, se parece mucho a Frida Kahlo.
“Pero no es. Sabes que no es, ¿verdad?”. La señora de la foto es una comerciante de un pueblo rural a la que Bellatin fue a retratar para escribir su libro para estudiantes y que no tiene más que vagas referencias de quién fue su histórica compatriota. “Sí, ¿pero es Frida Kahlo, no?”, suelta a contrapié el escritor. “Todo esto es verdad. Esta mujer existe, no la disfracé, no le pagué. Esta mujer es la verdadera Frida Kahlo. Es la mujer que Frida Kahlo siempre quiso ser y nunca pudo ser. Esta es la original. Frida Kahlo se representaba a sí misma como una comerciante de pueblo que nació después de que Frida Kahlo se murió”.
El escritor sostiene que la pintora fue una impostora, y ciñéndose a su interpretación creativa de lo real se sintió legitimado para realizar un texto escolar que tal vez haya confundido un tanto a sus jóvenes lectores. “¿Has visto sus fotos? Todas estaban armadas, eran perfectas. En todo lo que hacía no había nada de cotidiano, todo estaba dentro de una parafernalia, y yo hice la parafernalia de la parafernalia. Y pienso que si un chico de 17 años de una escuela piensa que la mujer de la foto es la verdadera Frida Kahlo, da exactamente lo mismo. Ella se inventó todo, así como yo me inventé todo también”.
Pasado el mediodía, Mario Bellatin solo ha desayunado un café que ha dejado a medias, pero desarrolla su discurso con energía, mezclando el humor con un fondo conceptual que a veces resulta abstracto. Su perro Perezvón, un ejemplar blanco y negro de border collie con un collar en el que lleva grabado su nombre de andar por casa, Pérez, juguetea por la sala mientras su dueño expone sus ideas.
—Fuera, perro —le ordena.
Por la vivienda circula otra perra llamada Mona, aparentemente hiperactiva, que es propiedad del asistente personal de Bellatin. El escritor cuenta que fue arrojada por una ventana de una casa del centro de la ciudad cuando estaba recién nacida. Los canes son otro elemento común en sus tramas surreales, y ahora protagonizarán un documental que acaba de filmar en Los Ángeles “sobre cómo un grupo de obesos se dedica por diversión a hacer correr a galgos que mantienen después encerrados durante toda la jornada”.
La actividad artística de Bellatin desborda la escritura. Además de ese filme, actualmente está terminando la edición de una ópera que ha filmado con la compositora Marcela Rodríguez en Ciudad Juárez, el lugar más mortífero de México. Dice que es una obra sobre la violencia que trata la violencia a la inversa, sin mostrar una gota de sangre. Está basada en Bola negra, un cuento suyo sobre un entomólogo japonés que se come a sí mismo. Para el coro eligió a chicos y a chicas de Ciudad Juárez “en situación de extrema vulnerabilidad”. Según detalla, en el escenario se proyectan imágenes del muro fronterizo que separa Estados Unidos de México, de las nuevas urbanizaciones de la zona —“con casas abandonadas sin puertas ni ventanas y picaderos de droga”— o de la “miseria humana” que traslucen los talleres de maquiladoras, como se conoce en Latinoamérica a las mujeres que subsisten de la industria manufacturera, en muchas ocasiones sin un contrato formal. Mientras tanto, el coro entona una letra que Bellatin recita en su casa de manera acompasada: “Has-ta-har-tar-se / Con-su-mi-do-por-sí-mismo / De-glu-ti-do-por-sí-mismo...”.
Su carrera se desarrolló fuera de los carriles normales de la escritura, orientación que aplicó para los demás en la Escuela Dinámica de Escritores de Ciudad de México
Bola negra es parte del material que mostrará Bellatin en julio en la Documenta de Kassel (Alemania), la exposición quinquenal de arte contemporáneo. Él enfoca el musical como un cuestionamiento del rol social del autor. Bellatin está en contra del esquema “binario” del escritor como un individuo con dos opciones, usar su obra como un medio para denunciar injusticias o ser un ente puro que crea de espaldas al mundo. “Estoy de acuerdo en que la literatura es un mecanismo de cambio, pero no en el sentido de una inmediatez coyuntural, como si el texto fuese un instrumento que no se puede sostener por sí mismo, sin su contexto”.
Ya en sus inicios, según cuenta, su heterodoxia se dio de frente con otra división de categorías en la que sus propuestas no encontraban acomodo: la separación de los escritores latinoamericanos entre autores internacionales como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes y otra corriente de compromiso social regionalista. “Para las cosas que yo trataba de hacer usaban términos envenenados, como kafkiano”, recuerda. “Y yo con 18 años pensaba, guau, puta madre, kafkiano, pero en realidad me estaban diciendo ‘Muy bien, hijito; ahora, si quieres ser escritor, haz algo indígena o algo urbano que hable de lo que se tiene que hablar: del dictador, del realismo mágico o del exotismo de Latinoamérica”.
Su carrera se desarrolló fuera de los carriles normales de la escritura, orientación que aplicó para los demás en la Escuela Dinámica de Escritores de Ciudad de México, que fundó a principios de los 2000 y dirigió desde entonces hasta que la cerró hace tres años —aunque piensa reabrirla en septiembre—. La primera regla para los aspirantes a escritores era que en la escuela estaba prohibido escribir. Él hizo algo similar cuando comenzó. Estudió Filosofía en Lima (Perú), donde vivió desde los cuatro años, y a mediados de los ochenta se pasó dos años en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba. En ambos periodos se dedicó simplemente a “observar”, con el propósito transversal de hacerse con herramientas para la escritura. Finalmente regresó al país de donde nunca quiso salir, México, y completó el triple salto con tirabuzón: hacerse adepto a una comunidad sufí, una rama mística del islam.
Después de unas tres horas de conversación sobre la mentira, la verdad, el arte y los entomólogos japoneses que se engullen a sí mismos, con la media taza de café ya en el recuerdo, Bellatin, agotado y hambriento, hace un esfuerzo no del todo exitoso por dar a entender su relación con el sufismo a un periodista con una capacidad de comprensión cada vez más obtusa: “El sufismo me enseñó que todo es un todo”, arranca el escritor; “que todo forma parte de lo mismo”, repite; “que vivimos en tiempos paralelos”, dice escalando grados ontológicos; “que no hay avance, que hay circularidad, paralelismos”, continúa hasta hacer una afirmación terminante: “Que todo el tiempo, los vivos y los muertos vivimos en tiempos simultáneos, en el instante”. Se detiene un momento, se disculpa por estar “un poco descerebrado” por el cansancio y finaliza con unas palabras que tampoco cuadran en la cabeza del interlocutor: “Y ese mismo instante es lo que busca el derviche girador”.
Bellatin se considera sufí y cumple con su estética austera. El mobiliario de su hogar es tan esquemático que la casa parece casi deshabitada, o habitada por un fantasma, como dice el escritor que se siente en ocasiones. Siempre lleva su uniforme negro, y conduce un coche negro sin cambio automático ni dirección asistida, cosa meritoria teniendo en cuenta que solo dispone de un brazo. El principal foco decorativo de la sala es un minúsculo cuadro con un derviche —un bailarín sufí— congelado en un instante del giro permanente en que consiste la danza ritual de esta religión.
Esa pared, como todas las demás de la sala y del estudio, estarán cubiertas pronto por enormes estanterías en las que piensa distribuir Los cien mil libros de Mario Bellatin, una obra que también presentará en la Documenta. Se trata de otro proyecto a medio camino entre la literatura y el arte conceptual, consistente en la edición de cien libros suyos en un formato mínimo y con una tirada de 1.000 ejemplares cada uno. Los comercializará por su cuenta, sin pasar por las librerías, intercambiándolos directamente con los compradores “por un cigarro o por 1.000 pesos, dependiendo de mi estado de ánimo”. De momento ha publicado seis, y calcula que con todo lo que ha escrito durante su carrera ya tiene material para 52. “A partir de ahora quiero seguir escribiendo para llegar a 100. Pero igual me muero antes, no importa. Lo importante es que el hecho de que aquí haya 100.000 libros o no haya nada solamente depende de un deseo, y nada objetivo, externo a ti mismo, se puede interponer a ese deseo”.
Como el derviche que gira en un movimiento eterno, lo único que desean el hermano de la chica elefante, el ladrón de bolígrafos, el hijo de la cocinera de hormigas y el dueño del perro Perezvón es que Mario Bellatin permanezca siempre escribiendo.
El libro uruguayo de los muertos. Mario Bellatin. Sexto Piso. Madrid, 2012. 280 páginas. 16 euros.
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