Vivir mientras los otros duermen
Las dos heroínas de 'La Oceanada', la novela más tierna de Réjean Ducharme, parecen alcanzar su propósito liberador. Pero el escritor de Quebec retoma la lengua de Rabelais para reflejar el amargo vacío de su destierro adolescente
Cabría reunir una historia de la literatura que descree de la literatura. Sus principios serían la apostasía del contrato de fe entre autores y lectores, la denuncia de la supuesta verdad de la ficción, el cuestionamiento de la autoridad de las palabras, el rechazo de la solemnidad intelectual en favor del espíritu lúdico. Entre sus escuelas se contarían la nonsense literature anglosajona, el surrealismo francés, el grupo OULIPO; su panteón destacaría los nombres de Luciano de Samosata, Diderot, Laurence Sterne, Edward Lear, Raymond Queneau, Enrique Vila-Matas y Réjean Ducharme. Sus filiaciones no respetarían la cronología convencional: Luciano puede leerse como un invento de Diderot y Ducharme como un personaje de Vila-Matas.
El capítulo consagrado a Ducharme informaría de que Joseph Réjean Gilles Ducharme (la ristra de nombres propios es típica de su Quebec natal, cuya literatura tiene a Rabelais como dios tutelar) vio la luz en 1941, el día de Santa Clara de Asís, en la pequeña aldea canadiense de Saint-Félix-de-Valois. Su carrera literaria comienza a los quince años, cuando recibe como regalo una máquina de escribir. El adolescente apunta ideas durante el día y escribe durante la noche: nueve años más tarde, en 1966, muestra al presidente del Círculo del Libro de Montreal el manuscrito de La Oceanada, que el severo académico le devuelve, diciéndose interesado por obras futuras pero “menos extensas y más controladas”. El joven intrépido envía entonces su novela, junto con otras dos más, a Gallimard en París, la más prestigiosa de las editoriales francesas. Al año siguiente, aparece bajo ese sello El valle de los avasallados, que es presentada al Premio Goncourt, obtiene el del Gobernador General y convierte a Ducharme en el autor más admirado del Canadá francés. Fiel a su futura condición de personaje vilamatino, deja de conceder entrevistas y, algunas novelas más tarde, deja de escribir del todo. “No quiero que se sepa cómo es mi cara”, dice. “Mi novela es propiedad pública: yo no. No quiero ser conocido ni que me tomen por un escritor”.
La Oceanada es la más tierna, la menos cínica de las novelas de Ducharme. Cuenta la historia de dos muchachas que, con ardor adolescente, rechazan el mundo de los adultos (en el francés de Quebec, se oponen a su “niaserie”, aquello que Flaubert llamaba “bêtise”, “estupidez”) y emprenden un laborioso peregrinaje al mar, primero en un Montgolfier que las lleva balanceando “entre pájaros y peces, entre nubes y olas”, guiadas por “la cola de una estrella fugaz tan lenta como un caracol”, y más tarde como tradicionales peregrinas, “con un bastón en la mano”. “Caminaremos sin descanso”, dice una de ellas, “hasta perder las plantas de los pies, hasta que nuestras piernas se desgasten por las rodillas y los demás queden atrás, en la lontananza”. Este es el resumen de toda su aventura, y también de su propósito vital, la razón de su existencia, aquello que las separa de la convencionalidad de los otros: “Caminar, vivir, mientras los otros duermen”. Por fin las dos peregrinas llegan a los bordes del océano, pero su meta resulta ser no el romántico thalassa color vino de Homero sino algo más parecido al mar verde moco de Joyce, un mar que “apesta de tal forma que se nos tapona la nariz; hasta nuestros pies extiende un manto transparente repleto de piezas de pescado podrido que en seguida vuelve a tragar”. De frente a la obscena realidad de este océano maligno, las resignadas aventureras se exclaman: “Lo alcanzamos. ¡Unámonos a él!”. La Oceanada concluye así con un eco de aquella otra epopeya acuática y adolescente, Le bateau ivre, en la que Rimbaud hace decir a su barca protagonista: “¡Oh que mi quilla estalle! ¡Oh, que yo alcance el mar!”. Diciendo sentirse “desmoronadas” (o “estalladas”) las dos heroínas de Ducharme alcanzan aquello que Rimbaud llama “el poema lactescente del mar” y declaran: “¡Adiós salvación! ¡Adiós redención!”. Como almas perdidas o condenadas por haberse rebelado contra el gran dios burgués de la convencionalidad, el lector siente que las dos aventureras, contra toda expectativa y de forma casi secreta, han logrado su gran propósito liberador. La Oceanada acaba con esta espléndida nota triunfal.
La Oceanada
Réjean Ducharme
Traducción de Miguel Rei
Ediciones Doctor Domaverso . Madrid, 2012
270 páginas. 18,30 euros
Parecería imposible verter el intrincado francés de Ducharme al castellano, pero Miguel Rei ha logrado este alegre milagro. Ducharme retoma y renueva la lengua de Rabelais, aún viva en partes de Canadá, una lengua que llegó con los primeros colonos franceses en los albores del siglo diecisiete, ennoblecida al principio y menoscabada después de la hegemonía británica. Apunta Rei, en una nota de prólogo, que el título original, L’Océantume, juega con el vocablo francés “amertume”, donde “mer”, “mar”, yace en la mitad de la palabra “amargura” para arrastrar al lector “con toda la corriente de su lirismo en un viaje a la tierra madre, un viaje sin fin a lo largo del precipicio al que fuimos arrojados”. Y concluye: “Con La Oceanada he intentado transferir el amargo vacío de un epopéyico destierro, el de una lengua abandonada en mitad de un continente”. Tan lograda es esta “transferencia” al castellano que sorprende no ver el nombre del traductor en la cubierta. Ojalá que ediciones posteriores remeden esta injusticia.
Babelia
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