Sydney Wignall, aventurero entre cumbres y abismos
Tras espiar en Tíbet con el pretexto de una expedición alpinista, se dedicó a buscar pecios de la Armada Invencible
Del techo del mundo a las profundidades submarinas, Sydney Wignall se entregó a las más extraordinarias aventuras. En Tíbet participó en un moderno envite del Gran Juego representando un papel digno de Kim de la India: bajo la cobertura de alpinista espió a las tropas chinas y, atrapado, fue a dar con sus huesos en la cárcel. En el mar, años después, reciclado en investigador subacuático, encontró dos de los barcos de nuestra armada supuestamente invencible, el Santa María de la Rosa y el Gran Grifón. También bajo las olas buscó el legendario Revenge, el galeón insignia de 47 cañones de Francis Drake, infructuosamente obsesionado con hallar el ataúd de plomo en el que el célebre marino (y para los españoles rematado pirata) fue sepultado en las aguas panameñas en 1596, con su armadura completa.
Nacido en 1922 en Wallasey (Cheshire), Wignall, fallecido el pasado 6 de abril a los 89 años, inició la que sería la gran peripecia de su vida en 1954 en un bar galés donde, arrastrado por la efervescencia de las copas y el entusiasmo de la reciente conquista del Everest, se le ocurrió organizar y capitanear lo que bautizó como Primera Expedición Galesa al Himalaya. El objetivo era el Gurla Mandhata, de 7.694 metros, en Tíbet, ocupado cuatro años antes por los chinos.
Según explica el propio aventurero en el libro que le dio fama, Espía en el techo del mundo, al inicio del viaje fue reclutado por una facción de los servicios secretos indios, dirigida por el famoso general Kodendera Subayya Thimayya Timmy (el único militar de su país que mandó una brigada en el ejército británico durante la II Guerra Mundial), para espiar los movimientos del ejército chino durante su expedición. Provisto de una pistola automática Browning en vez del canónico rosario para contar pasos de los viejos pundits del Raj, Wignall se dirigió a conquistar la montaña con el mismo amateurismo con el que espiaba. Pensaba plantar en la cima tres banderas: la galesa, la de Naciones Unidas y ¡la pirata con la calavera y las tibias!, como manifestación del espíritu aventurero que animaba la empresa. En octubre de 1955, la expedición entró ilegalmente en Tíbet.
Los chinos no tardaron en detenerlos, a él, a su compatriota John Harrop y a un enlace nepalí, Damodar Narayan. Encerrado en una celda miserable y gélida (el té se solidificaba), Wignall fue interrogado y torturado psicológicamente por sus carceleros chinos, aunque consiguió llevar un diario en trozos de papel higiénico —un sacrificio cuando sufres de disentería— y envoltorios de chocolatinas. Los chinos querían que Wignall confesara que era de la CIA. “Qué más hubiera querido yo”, decía, “hubiera sido una promoción”. En diciembre de 1955, los chinos soltaron a los tres cautivos, con muy mala idea, en un paraje infernal, el paso del Urai Lekh, proclive a las avalanchas. Consiguieron salvarse tras grandes penalidades. Wignall no reveló ni a sus compañeros hasta 25 años después que, mira por dónde, sí había sido un espía.
Cansado de montañas pero aún no escarmentado de aventuras, nuestro hombre se dedicó a partir de su regreso de Tíbet al mar. Aprendió a bucear, se hizo investigador submarino y se entregó a la búsqueda de los barcos de la Armada Invencible, un tema que le obsesionaba. A finales de los sesenta e inicios de los sesenta descubrió y excavó los galeones Santa María de la Rosa y Gran Grifón, con permiso de las autoridades españolas. Siempre conservó su espíritu aventurero. En una ocasión, al acabar una campaña, pegó fuego al viejo barco que habían empleado, remedando un entierro vikingo. Wignall no carecía de sentido del humor. A sus captores chinos les contó cosas como que la expedición al Everest había plantado en la cima un sistema de vigilancia atómico o que el poema Kubla Khan de Coleridge contenía códigos secretos.
Babelia
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