Escuchar con los ojos
Me he pasado las últimas horas en mi biblioteca, sentado frente al estante donde están los libros de Carlos Fuentes —todos los que he leído y algunos que pronto leeré: en estos últimos años, creo yo, muy pocos habrán logrado seguirle el paso a su producción prolífica—, y me ha sorprendido darme cuenta del tiempo que he vivido en compañía de su obra. A Fuentes lo conocí hace cinco años, y han sido años ricos, muy ricos, por los que nunca dejaré de considerarme favorecido; pero mi relación con sus libros, según el repaso de bibliotecario que acabo de hacer, data de 1992, cuando leí La muerte de Artemio Cruz y también Aura y también Geografía de la novela. No he perdido nunca la costumbre de anotar en la última página de mis libros la fecha de su lectura, y ahí están estos testimonios: han sido, pues, veinte años con Carlos Fuentes. Otra manera de decirlo: cuando lo conocí, en el verano de 2007, llevaba 15 años leyéndolo como se lee a un clásico, y entonces esta admiración literaria se convirtió en el privilegio de su amistad, de su compañía y su conversación, de su rara curiosidad. Ese tránsito, que en tantas ocasiones no lleva más que a decepciones lamentables, en su caso fue una fortuna y una alegría.
Lo vi en octubre pasado, lo vi en enero, pero no lo veré en noviembre. La idea me resulta irreconciliable con el último recuerdo que tengo de él: en los últimos años, frecuentarlo fue asistir a la sorpresa recurrente de su longevidad. No la física, que ya era bastante milagrosa, sino la mental: su memoria inverosímil, que le permitía citar el reparto entero de cualquier película de los años sesenta; su humor inmediato, capaz de desbaratar de un plumazo cualquier solemnidad. El magisterio de Fuentes es inagotable. Varias generaciones aprendieron con él lo que es la literatura latinoamericana. Yo aprendí que esta literatura es lo contrario de la literatura local, y que el novelista latinoamericano se abre al mundo, acepta todas las influencias, devora todos los temas. Aprendí a leer, también: a Cervantes, a los cronistas de Indias, a Broch, a Musil. La obra de Fuentes nos regaló una idea de la ambición, nos mostró que la vocación no es esconderse del mundo, sino llamarlo y transformarlo. Y aprendí la generosidad, que nunca lograré practicar como lo hizo él.
Cuando lo conocí, llevaba 15 años leyéndolo como se lee a un clásico
Hace unos meses, por iniciativa de alguien más y por razones que no vienen al caso, le escribí a Fuentes para preguntarle cuáles eran sus difuntos. La pregunta se refería al poema de Quevedo:
Retirado en la paz de estos desiertos,
Con pocos, pero doctos libros juntos,
Vivo en conversación con los difuntos
Y escucho con mis ojos a los muertos.
Unos días después llegó su respuesta. Su caligrafía, que conozco desde antes de conocerlo a él (la he visto en facsímiles, en dedicatorias), se había vuelto difícil, pero el mensaje era tan diáfano como puede ser: “Mis difuntos, imagínate, son todos los antepasados que recuerdo (muy pocos) y todos los que no puedo recordar (la inmensidad). Soy quien soy —y tú eres quien eres— gracias a ellos”. Y ahora no puedo no pensar que se ha convertido en uno de esos difuntos; y tras el lamento y la tristeza, frente a la biblioteca donde se acumulan los doctos libros juntos, pienso que en adelante viviré en conversación con él, que ahora lo escucharé con mis ojos.
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