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Columna
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Entre la imaginación y la convicción

Ningún otro escritor latinoamericano recuerda tanto a Balzac como Carlos Fuentes, en la manera de armar su propia geografía agrupando los territorios conquistados

Sergio Ramírez

A lo largo de toda su carrera literaria Carlos Fuentes llevó adelante la vasta tarea de hacer de la invención un instrumento aleccionador de la historia, o al revés, en ese constante juego de espejos que fue su escritura, hacer que las aguas revueltas de la historia entraran en el territorio ilimitado de la invención. Que la historia se leyera como una novela, y viceversa, haciendo que los acontecimientos de la vida pública cumpliera el terrible papel que tienen sobre las vidas humanas, que es el alterarlas y trastocarlas, muchas veces destruirlas, y casi nunca redimirlas. El sistemático capricho del destino vuelto literatura.

La suya fue una tarea ecuménica, y por tanto ambiciosa, libro tras libro, y ningún otro escritor latinoamericano recuerda tanto a Balzac como él, aún en la manera de armar su propia geografía agrupando en un vasto mapa personal, La Edad del Tiempo, los territorios conquistados. En este sentido, siendo un escritor de nuestra modernidad, que él mismo ayudó a crear, fue un escritor que por totalizador parece nacido en el siglo diecinueve, cuando la narración quitaba brazos y piernas a la historia misma, a la antropología, a la geografía, a la demografía, para echar a andar la novela que busca contarlo todo, decirlo todo, interpretarlo todo, y desde los acontecimientos vueltos a relatar, y desde los personajes concebidos como entes incesantes, darle un sentido al pasado, a la vida presente, y aún al futuro. Un sentido que en Fuentes nunca deja de ser ético.

Artemio Cruz mira al pasado con cinismo y busca en él lecciones que en su lecho de muerte ya nunca le podrán ser útiles, porque la revolución en la que luchó ha sido carcomida por la polilla de la retórica y ya no sirve para pensar el mañana. Pero su contemporánea, Laura Diaz, puede mirar el futuro a través de los ojos de su nieto, que se apagarán ante los fogonazos de la masacre de Tlatelolco. La historia que sigue traicionándose a sí misma. Pero en el futuro Fuentes, no sólo de México, sino toda la América Latina, será siempre una ambición desmedida, como lo es su ambición de contarla. Aunque todo haya sido contado, todo está por contar. Y su Cristóbal Nonato es un relato para mirar al futuro, lo mismo que lo es La silla del águila.

Fuentes inscribió la imaginación en el mapa múltiple de América Latina, y una novela como La Campaña cumple esa ambición tan suya del recorrido total por el continente. En tiempos del fragor de las luchas por al independencia, Baltasar Bustos, el intelectual ilustrado, salta de un país a otro, encandilado, y podemos verlo como la reencarnación del propio Fuentes en el pasado, y el mismo Fuentes encarna a Bustos para el futuro.

Pese a las malas lecciones, el libro de la historia seguirá abierto para ser reescrita. Y la lección es que toda lucha es incesante. Los ideales no terminan nunca de cumplirse pero siempre valdrá la pena pelear por ellos, y la escritura lo único que hace es tratar de navegar en las aguas agitadas del curso de los acontecimientos. Ideas, sueños, acciones, todo va siempre desbocado. Baltasar Bustos persigue a través de América a Ofelia Salamanca, una mujer que a la vez es la historia, la historia donde los próceres terminan siempre en el pudridero, o sus cabezas de bronce cubiertas por los excrementos de los pájaros en la plaza pública.

De Fuentes, en la hora de su muerte, me queda el haber aprendido mi devoción por la narración total e incesante que él quiso seguir haciendo sin tregua hasta la última hora, sabiendo que debía robarle tiempo al tiempo, viajando de un lado a otro del continente, como Baltasar Bustos, con la imaginación encendida a cuestas. Y me queda su ejemplar devoción, no menos incesante, por la ética, convencido de que las convicciones existen para defenderlas, y que uno tiene la obligación de no callarse nunca. Fuentes queda de cara al futuro, de pie en esa frontera entre el papel del escritor y el papel del ciudadano, entre la imaginación y la convicción.

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