Tomárselo en serio o no, esa es la cuestión
María Valverde consigue que su vestido de Dior la enfatice sin eclipsarla Eduardo Noriega, de marrón, o Daniel Sánchez Arévalo, de verde al menos demostraron una mínima intención, al contrario que sus compañeros
Decía Valentino, acaso uno de los diseñadores que más sabe de la materia, que hoy el problema con las actrices es que cuentan con un exceso de opiniones. “La alfombra roja es muy divertida, pero esas mujeres últimamente escuchan a demasiada gente. Además del diseñador, contratan a su propio consejero, y luego, cuando ya están listas, si aparece un camarero en la habitación y les dice '¡Uh! Estás mejor con el otro vestido', corren a cambiarse. Después de 45 años, sé ver si alguien está sensacional o sólo regular”.
Valentino afirmaba eso en una entrevista con este periódico en 2007. Cinco años después ya no es solo cuestión de lo que digan los presentes en una habitación. Hay que pensar también en lo que dirá cualquiera en el gigantesco camarote de los hermanos Marx que es la Red. Es obvio que la queja de los diseñadores por su pérdida de influencia tiene algo de defensa ante el enorme poder que están amasando los estilistas. Pero en la gala de los Premios Goya 2012, era inevitable pensar que tal vez Valentino tuviera razón. La industria cinematográfica española no termina de brillar en estos actos y eso que cuenta ahora con una cantera vigorosa. Parte del problema estriba en la falta de intención estilística que exhiben sus protagonistas. En sus elecciones se ve demasiado “al camarero” y demasiado poco al autor del vestido y, lo más importante, a la persona que lo lleva.
En Estados Unidos tienen perfectamente estudiado lo que supone epatar en estas apariciones. La alfombra roja puede propulsar carreras, además de reportar lucrativos contratos de moda y belleza. En España, los premios Goya han demostrado su capacidad para reanimar la taquilla, pero todavía parece que la mayor ambición de muchos -en lo que a vestuario respecta- es cubrir el expediente y salir indemnes a las críticas. Es una actitud humanamente comprensible, pero que no favorece a la fortaleza del star system. En esta categoría encajaban, por ejemplo, los discretos trajes de María León (Lanvin), Manuela Velasco (Carolina Herrera) o Marta Etura (Gucci).
En cambio, la forma en que María Valverde conseguía que su vestido de Dior la enfatizara sin eclipsarla daba alas a su candidatura como una de las estrellas más sólidas de la industria. El camino que ha recorrido desde el ingenuo diseño que llevaba cuando recogió su premio a la mejor actriz revelación en 2004 es la expresión de lo que supone pasar de una concepción amateur de la alfombra roja a entenderla como una madura inversión profesional. También Elena Anaya exhibió su estatus y madurez con un exquisito diseño helénico de Lanvin y joyas de Bárcena. Ambas mostraron un camino que tienen que recorrer otras. Todavía hay algo de disfraz en vestidos de princesa como el de Zuhair Murrad que llevaba Michelle Jenner.
En todo caso, los que de verdad deberían emplearse en sus apariciones son los hombres. Las innovaciones de los que confiaron en Dsquared2 -Eduardo Noriega, de marrón, o Daniel Sánchez Arévalo, de verde- son pasto de comentarios fáciles, pero al menos demostraron una mínima intención. Lo realmente preocupante era lo mal encajados que estaban los trajes de Miguel Ángel Silvestre, Asier Etxeandía, Francis Lorenzo o Unax Ugalde. Si no somos capaces ni de que el traje negro ajuste…
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