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CAFÉ PEREC
Columna
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Lo moderno

Dickens o Kafka nunca presumieron de cambiar la historia de la literatura y, sin embargo, la cambiaron

Enrique Vila-Matas

Hay que ser absolutamente moderno”, dijo Rimbaud. Y siglo y medio después sufrimos aún las consecuencias. Esa frase, además de intimidatoria, comenta Calasso en La Folie Baudelaire, ha dejado innumerables víctimas, numerosos “escritores con frecuencia mediocres, pero decididos a todo, con tal de seguir la consigna de lo que los había cegado”.

En los últimos tiempos recibimos noticia constante de gente no consciente de que de nada sirve que sean ellos mismos quienes digan que son innovadores, pues a la larga, si son revolucionarios o tecnoplastas, lo habrá de juzgar el digital tribunal del tiempo, siempre implacable. Dickens o Kafka nunca presumieron de cambiar la historia de la literatura ni la historia de nada y sin embargo la cambiaron. Es una prueba de que para transformarla no se necesita ir vestido al último grito. El futurista Julien Gaul presumió de ponerlo todo patas arriba y hoy nadie le recuerda. Si mi generación murió de Thomas Bernhard, algunos sectores de las siguientes van camino de asfixiarse de tanta pesadez, inercia y opacidad del mundo que se adhiere a la escritura de sus campanudos teóricos de lo nuevo.

En su momento, solo Baudelaire estuvo a la altura de las circunstancias y quizás por eso hoy es el único moderno que no nos parece anticuado. Brummell nos enseñó que la cumbre de la elegancia es la “simplicidad absoluta”. Y Baudelaire que la modernidad máxima se alcanza no siendo moderno y limitándose uno a aborrecer el movimiento interno del mundo en el que vive, aunque reconociéndole una “utilidad misteriosa”.

De hecho, la revolución de Baudelaire, sugiere Calasso, fue de carácter “conservador”. Baudelaire había leído a Joseph de Maistre y a Chateaubriand, y de ellos aprendió, como ha escrito Christopher Domínguez Michael, “el secreto de la innovación anacrónica, la capacidad de traducir aquello que parece provenir de una lengua muerta”. De hecho, mentalmente, fue más fiel al pintor Ingres y a la Edad Media que al romántico Delacroix. Y no puede decirse que teorizara demasiado sobre la modernidad, más bien buscó averiguar su esencia, aislarla como elemento químico, registrar el peculiar, incesante bramido nervioso que la corroía y exaltaba desde siempre. No la leyenda de los siglos, sino la leyenda del instante, en su volatilidad precariedad; la leyenda de un presente que percibía que cada vez comunicaba más con la decadencia y el vacío. Y en el vacío, ya es sabido, siempre acaba uno topándose con algún célebre desconocido. Un día, le mostraron a Baudelaire un fetiche africano, una pequeña cabeza monstruosa tallada en un trozo de madera por un pobre negro. “Es realmente fea”, le dijo alguien. “¡Cuidado!”, dijo él, inquieto. “¡Podría ser el verdadero D ios!”.

En la última página de La Folie Baudelaire (Anagrama, excelente traducción de Edgardo Dobry), en la descripción de un instante, Calasso parece apresar el secreto de “la innovación anacrónica” y la estremecedora y verdadera índole de lo moderno: “El rumor continuo de los troncos cayendo sobre el empedrado de los patios. Eran descargados de las carretas, casa por casa, ante la inminencia del frío. La leña cae al suelo y anuncia el invierno. Baudelaire vela. No tiene necesidad de ninguna otra cosa que no sea ese sonido, sordo, repetido…”.

Casi oímos ahí, mezclada con la caída ahogada de los leños, la laboriosa respiración del poeta ante el invierno. Baudelaire vela y se prepara para escribir —con el nervio de su elegante simplicidad absoluta— unos versos que hoy son leyenda, pero también —por pertenecer a nuestro más rabioso y patético presente— lo más moderno que uno puede leer en estos días en los que comprobamos que nada es nuevo y todo se repite trágicamente en el incesante bramido que nos exalta desde siempre: “Escucho temblando cada tronco que cae. El patíbulo que erigen no tiene eco más sordo”.

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