Y a los quince meses, resucitó...
Cuando a las siete de la tarde se abrió la puerta de cuadrillas, y José Tomás apareció, haciéndose esperar, como parece preceptivo en las grandes figuras, el torero conseguía su primer gran triunfo; el más íntimo, el más difícil y deseado: vestirse de nuevo de luces tras haberle visto las orejas al lobo de la muerte. Cualquiera sabe lo que pasaría por esa cabeza cuando la plaza puesta en pie le rindió honores con una cariñosa y atronadora ovación mientras una nube de fotógrafos inmortalizaba la cara fría y hierática de un torero que alguna vez pensó, seguro, que nunca más volvería a pisar el amarillo albero de una plaza de toros.
Sin duda, su recuperación es un milagro. Al fin y al cabo, Tomás es un dios...
No es fácil abstraerse de la emoción colectiva que supone contemplar el paseíllo de un héroe, que decidió un día revolverse contra los designios oscuros del destino, superar la adversidad y hacerle frente a la vida.
La vuelta de José Tomás encierra un mérito extraordinario. Ni más ni menos que el de todos aquellos que una tarde se estrellaron contra los ardientes pitones de un toro que se empeñó en pasaportarlos a la otra vida. Por eso, estos señores son héroes, aunque la sociedad de hoy no lo reconozca, y la mayoría de ellos se empeñen en explotar una comodidad que solo a ellos mismos y a la propia fiesta perjudica.
El compromiso de José Tomás encerraba una dificultad añadida: debía responder a las expectativas de una figura de leyenda. Esa misma plaza que, encendida de amor apasionado, lo hizo salir del callejón para tributarle un homenaje cariñoso al dios revivido, no hubiera tenido empacho en zarandearlo si el héroe decide vivir el papel de villano.
No en vano la expectación había subido a los cielos: los trenes, los hoteles, restaurantes y tiendas diversas, llenos hasta los topes de gente llegada de todos los rincones para comprobar que el dios sigue siendo divino, que el mito sigue vigente, que un toro no podría vencer a la leyenda.
Y allí está el torero, tras la barrera ya, en pugna consigo mismo, en una tremenda necesidad de comprobar si toda su ilusión es un sueño real. Su primer encuentro con el toro se produce en un quite en el que abrió plaza, unos delantales que no saben a nada.
Y ya en el suyo, otro quite, esta vez por gaoneras. Y surge el Tomás de siempre, el que clava las zapatillas en la arena y se dispone a morir antes que emprender la huída. Y nacen unos capotazos ceñidísimos, de ésos en los que el bufido del oponente debe llegar al alma. Y queda claro el anuncio más sonado de su reaparición: no ha perdido la seguridad.
Brinda al equipo médico mexicano que rezó con fe al tiempo que trataba de cortar aquella hemorragia incontrolable. Cuatro señores de traje oscuros salieron al albero, escucharon al torero y apretaron su mano.
Y llegó la parte dura del examen. Después de quince meses; después de un trance tan difícil, no es exigible mucho más de lo exhibió el torero: valor, torería, disposición, búsqueda de la pureza. Y a fe que lo consiguió con la mano derecha, encelando al toro, imantando la embestida, embebiéndola en largos sorbos que supieron a gloria.
Deleitó en el quinto con unas personalísimas chicuelinas. Brindó ceremoniosamente al público y llegó el tremendo topetazo inesperado que lo dejó conmocionado. Y no era para menos porque el golpe fue de órdago. Pero los héroes son inmortales. Y a fe que éste lo es: no se arredró, ni un solo paso atrás, valentísimo siempre, volvió a plantar cara a la ortodoxia y salió victorioso de verdad.
Este José Tomas parece el mismo que hace quince meses hizo el paseillo aquella tarde aciaga de Aguascalientes. Este José Tomás parece que viene para quedarse. Y ojalá que esta corta temporada no sea más que el preludio de otras que lo eleven a las alturas para las que ha nacido.
Qué pena, sin embargo, que este grandísimo torero no quiera ser un líder, y rehúse encabezar la defensa que esta alicaída fiesta merece. Que pena que se escude en un incomprensible silencio, y en esa soledad tan respetable como censurable. Él prefiere esconderse en la comodidad del mito antes que afrontar la dificultad de encabezar una cruzada que exige protagonistas de su marcada personalidad.
Nadie sabe lo que deparará el futuro. Nadie lo sabe, pero está claro que lo de ayer, señoras y señores, fue una resurrección, para honor y gloria de los héroes y de esta bendita fiesta que ha recuperado a un hombre y a una figura de la leyenda.
Bienvenido sea José Tomás; bienvenida la emoción, el valor, la pureza, la victoria sobre el infortunio. Bienvenido el héroe...
Babelia
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