La poesía es un hueso duro de roer
Los poetas no concitan colas en las ferias, pero muchas veces una palabra suya cae sobre un estanque y se arma un alboroto
Los que organizan esta Feria del Libro de Buenos Aires se quejan de que no vienen grandes; vienen, pero no todos. Han estado Fernando Savater, Juan José Millás, entre los españoles que viajan, y hay muchos extranjeros. Henning Mankell, que es una atracción indudable, y P. Vierci, a quien se debe la exitosa La sociedad de la nieve; y está J. Butler, a quien le arrebatan de las manos ¿Quién le canta al estado-nación, e incluso están los que relatan el drama de los supervivientes de los Andes. La poesía, ante esas competencias multitudinarias, se concentra en pequeños lugares, o no tan pequeños, pero son sitios donde los poemas se susurran y ahí la gente no se mata por tocar a los poetas.
En los otros casos sí, la gente se mata por tocar a los autores. Pasa aquí, y pasa en todas partes. El fan tiene una apresurada pulsión porque le firmen, y por tocar al escritor. En este recinto, donde en abril hay autores y en julio hay vacas, se forman colas multitudinarias para todo..., pero no tanto para la poesía. Pero ahí estuvimos, escuchando poemas.
El asunto es que desde hace cuatro años una aguerrida poeta argentina, Graciela Aráoz, de la provincia de San Luis, ganadora de los premios Vicente Aleixandre y Carmen Conde, congrega a poetas de todo el mundo, y los pone a leer. Parecen una peña, y son una piña.
Estuvimos escuchando a algunos, porque hay muchos. Entre ellos, los españoles Benjamín Prado y Ricardo Belleveser; y la argentina Luisa Futoransky; y la cubana española argentina Aitana Alberti, cuya procedencia es sin duda un atractivo añadido a su propia poesía. Ellos han venido, y no han podido venir los mexicanos. Jorge Volpi, novelista y periodista, y José Emilio Pacheco, el legendario poeta, se tuvieron que quedar en su país, atormentados por la nueva frontera de la fiebre.
La sustancia de la literatura es la poesía; lo extraño es que siempre parezca que corresponde a un rincón de la literatura. Pero esa es la percepción que hay, también en las ferias. Así que ahí los ves, a los poetas, regocijados con sus hallazgos, que son verdaderamente abrumadores muchas veces. No concitan colas, a no ser que sean cantantes además de poetas, pero muchas veces una palabra suya -de Vallejo, de Hierro, de Sabines, de Gelman- cae sobre un estanque y se arma un alboroto.
Esa sensación se pudo sentir algunas veces en el recital en el que estuve. Escuché, por ejemplo, a Liliana Mundani, cordobesa de la Córdoba argentina, sociosemiótica, autora de Reserva salvaje, poeta, dramaturga y novelista, autora de Frutos del país.
Mundani representa en sí misma (como muchas veces Ángel González, o Jaime Gil de Biedma, e incluso Blas de Otero) la poesía paradójica, a la que se le cuela el humor como una muesca más de la melancolía. Antes de recitar, algo que hizo siempre sonriendo, miró a la gente y dijo: "Estoy como delante de un hueco". Y por ese hueco coló versos como estos: "Arenques procedentes de Finlandia/ hablan color rubio", o como estos: "Si hubiera un lugar tan protegido como el manicomio". Por ese humor secreto que a veces los poetas ponen de manifiesto se impone la crónica de la vida, y eso hizo Liliana: "Él quería escribir un poema/ pero el verano, los políticos, el alquiler... / Cualquier cosa con tal de escribir un poema/ pero un poema es un hueso duro de roer".
Un hueso duro de roer el poema. Ella lo dijo: la poesía, como todo, es una labor íntima, la crónica de la gloria y del suicidio al mismo tiempo. Un verso suyo redondeó su propia apreciación de la poesía: "Tan como Vallejo/ desnudo en el alero". Y Vallejo (César) otra vez: "Esto que llaman vida/ o aguacero". Antes había escuchado a Nora Hall, profesora de castellano y de latín, enseña en Rosario, y quiere mantener la poesía "fuera de la quincalla cotidiana".
Seguían recitando y me fui afuera; ya estaban concentrados los firmantes y sus fans, tenían en sus manos libros grandes, historias grandes, y ahí estaban los poetas, hablando de la quincalla y los aguaceros, con sus libros de papel humilde, pequeñitos, seguros de que su arte es la verdadera esencia de los libros, pero ellos se mantienen alejados como si tuvieran en las manos la fórmula secreta de una pólvora.
Cuando íbamos a dejar la pólvora nos sobresaltó un himno, el himno nacional español. Uf, tan lejos, y sin venir a cuento, un himno así presagia cualquier cosa. Lo explicó el jefe de la banda: es el himno español ahora, pero fue el himno de los granaderos, y ellos lo tocan para revindicar "que es de acá, pero viajó allá". Después tocó la banda El cóndor pasa y ya pareció que se disipaban los entorchados diplomáticos que el himno español puso en el ambiente.
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