Un hotel en la Toscana
Una comedia escrita por Imogen Edwards-Jones sobre dos mujeres, enemigas irreconciliables, que establecen sendos hoteles en un valle de la Toscana
Ya a la venta
1
Belinda Smith suda en abundancia. Tiene la cara congestionada por el esfuerzo de fingir que entiende el italiano. Habla por teléfono muy despacio y en voz alta, mientras sus dedos recorren con frenesí el minidiccionario de italiano.
—¿La grippa? —pregunta—. ¿Tienes la grippa? —repite. Pone el auricular debajo de la barbilla, moja las yemas de los dedos y pasa las finísimas páginas para ver si entiende por qué Giulia se encuentra tan mal.
—Oh —exclama de pronto, enderezándose—. Dices que has cogido la gripe. —Un quejido suave y febril le responde al otro lado del auricular—. ¡Qué pena! Che pecorino! —dice—. Che pecorino!2 —Asiente con energía, felicitando a Giulia inconscientemente por la excelente calidad de su queso de oveja—. Bueno Tú quédate donde estás, entonces. No vieni Casa Mia, te veré cuando tutto va bene para ti —grita, mientras sonríe ante su propia generosidad—. Hum Ciao —añade, y ladea la cabeza tras colgar el teléfono de golpe.
—Genial, es increíblemente perfetto —murmura. Se pasa la mano por la frente para limpiar el sudor producido por el esfuerzo de la conversación, y suspira—. La gripe, la gripe, la maldita gripe. No entiendo por qué esa estúpida no puede trabajar con gripe. Pasa hambre con resfriado, come con fiebre, trabaja con gripe. Es un dicho famoso —afirma, clavando los pequeños ojos azules en el cielo—. Todo el mundo sabe que Todo el mundo —Belinda se deja caer, agotada, en el sillón favorito de su ex marido, extiende los brazos regordetes y comienza a rascar la tapicería con las uñas pintadas de rosa.
Aunque ha engordado desde el día en que descubrió a su media naranja comportándose como un terrier con su querida amiga y vecina, Belinda parece mucho más joven que antes. La permanente ondulada ha sido sustituida por un tono castaño y una melena corta más bohemia, que hace que su cabello se parezca al de Einstein sólo los días en que se lo lava. También han desaparecido las camisas abotonadas hasta el cuello y las faldas tiesas que restregaba con tan buen provecho en Safeway los viernes por la tarde, y ocupan su lugar faldas de vuelo más acordes con el estilo italiano y vestidos estampados. Atrás han quedado los zapatos sin cordones de color azul marino; pero la colección de chinelas de colorines, sandalias divertidas y vistosos zapatos de tacón no para de crecer. De hecho, quien no la conozca pensará que Belinda Smith se ha pasado la vida, y no sólo los últimos cinco años, visitando galerías de arte y comiendo ajo.
Belinda se remanga la falda azul marino con flores rojas y blancas, y estira las secas canillas frente a la puerta abierta de la terraza, para calentarlas al sol. Con los ojos entrecerrados y un gesto de enfado en el rostro nada feo, repasa la agenda de faenas caseras que Giulia debería estar haciendo si no fuera italiana y tan informal: barrer, fregar, limpiar el polvo, desalojar las arañas de sus cuarteles de invierno, retirar los escorpiones muertos, indicarle la salida a los lagartos desorientados; eran las labores que todas las temporadas le asignaba a Giulia. Este año, con un par de belgas que vienen el fin de semana, esas cargas han recaído sobre Belinda, que no tiene mucho apego a la naturaleza. En realidad, no soporta los bichos ni los gusanos que pululan por la casa. Sin embargo, no va a permitir que la calidad se resienta. Sin más opción que la de ponerse unos guantes de goma industriales, da un manotazo en el brazo del sillón y se levanta, decidida a mantener el ánimo bien alto para enfrentarse a la tarea. Cuando se dirige a la cocina, su férrea determinación es interrumpida, afortunadamente, por el teléfono. El sonido extranjero —un tono largo seguido por un intervalo corto— la coge siempre por sorpresa.
—Pronto —dice, tras dejar que suenen seis tonos—. Pronto? —repite con los labios apretados, ladeando la cabeza para adoptar la postura de una anfitriona elegante—. ¿Casa Mia, dígame? —pregunta, alzando la voz con tono optimista al final de cada frase.
—¿Mamá? —Es la respuesta apagada y lejana, como si pasase a través del polvo acumulado durante una década sobre un auricular de la estación de ferrocarril de Florencia.
—Pronto? —repite Belinda, frunciendo el entrecejo con un estudiado gesto de confusión.
—¿Mamá? Soy yo, Mary. ¿Me oyes? Estoy en la estación de Florencia —grita Mary por encima del ruido de una locomotora diésel.
—Oh, Maria, cariño —responde al fin Belinda, tras una pausa ficticia—. Cariño —repite—. Siento mucho no haberte entendido. —Se ríe—. ¡Hablas inglés!
—Ya, claro, perdón.
—Sí, bueno —dice Belinda, con un matiz de irritación en la voz—. ¿Cuándo llegas? ¿A qué hora llega tu tren?
—Hum —farfulla Mary, mientras se oye un crujido lejano de papeles.
—Espero que sea a una hora normal. Estamos pasando una gran , come si dice , crisis. Giulia tiene grappa3, y no hay nadie que limpie la casa.
—¿Qué? ¿Ha estado bebiendo? —pregunta Mary, que parece desconcertada.
—No. ¿De qué hablas? —inquiere Belinda con mala cara—. No seas ridícula. Está muy enferma, así que es mejor que vengas cuanto antes. Hay que hacer las camas y limpiar las habitaciones.
—Entonces no iré de compras —comenta Mary—, y cogeré el tren que sale antes.
—Oh, grazie, Maria, ¿de verdad, cielo? —pregunta Belinda, sonriendo al teléfono.
—Tendré que pasarme una hora en la estación porque el tren acaba de salir.
—Oh, no me digas. Bueno —Belinda hace una pausa—. Nos vemos después de las dos. Arrivecielo!
—Arrivecielo? —repite Mary, muy despacio.
—Arrivederci, arrivecielo —bromea Belinda—. Es un chiste nuevo.
—¡Ah! —exclama Mary.
—Arrivecielo! —responde su madre con una risita, y cuelga el auricular.
Una nueva energía alienta los pasos de Belinda, que se dirige a la tetera que está junto a la polvorienta cafetera Gaggia. La visita de su hija, su única hija, no podía haberse producido en un momento más oportuno. Belinda se permite el lujo de sonreír con especial regocijo al apretar el botón, y en su rostro se dibuja la expresión que suele reservar para sus pequeñas victorias sobre Barbara, la esposa de Derek. Porque eso no sólo significa que Mary podrá ayudar con las comidas desde el principio de la temporada, cosa para la que ella no servía antes debido a la presión del trabajo, sino que sustituirá a Giulia mientras esté enferma. Y así, la llegada de Mary salva a Belinda de tareas ingratas como hacer las camas, fregar el suelo o limpiar arañas. Es perfecto. Decide premiarse con una taza de Nescafé en la terraza y un po'di su CD favorito de Russell Watson, La Voz, para celebrarlo.
Mientras las vertiginosas interpretaciones de Puente sobre aguas turbulentas y de Nessun dorma! llenan el valle y se cuelan por las ventanas abiertas de la trattoria de Giovanna, Belinda se relaja con un ejemplar de hace un año y un mes de la revista inglesa Vogue que dejó algún huésped, y con una taza de café con Hermesetas. Su idea de la mañana absolutamente perfecta consiste en sentarse en la terraza, entre las grandes macetas de terracota con geranios rosa pastel y los tiestos con hortensias de color turquesa, para broncearse al sol del mediodía; y con la ayuda de sus infalibles prismáticos espiar o, como ella prefiere decir, mantenerse al tanto de lo que sucede en el valle.
Como todos los valles de la Toscana, el Val di Santa Caterina es más bien pequeño. Tiene unos ocho kilómetros de largo y un kilómetro y medio de ancho, y desciende suavemente hacia el fondo, donde hay un arroyuelo casi siempre seco. La carretera de tierra blanca que se dobla al pasar por la casa de Belinda y atraviesa el valle está bordeada, en parte, por cipreses que se yerguen firmes como brillantes plumas verdes. Sobre el pobre terreno rocoso de las cimas de las montañas sólo crecen arbustos o algún que otro árbol, pero debajo hay fértiles pastos, verdosos y exuberantes bajo la tibia luz de principios del verano. Las tierras bajas del Val di Santa Caterina, cultivadas con gran aprovechamiento y cuidadosamente escalonadas, se han ganado lo que tienen. Los campos de girasoles, maíz, trigo, tabaco, las viñas y los olivos pugnan por un espacio en las laderas, como si fueran una especie de fértil centón. La impresión de conjunto es la de un valle dedicado plenamente a la agricultura, que, aunque resulta de lo más cautivador, no ganaría un concurso de belleza según los cánones toscanos. Esto, añadido a su proximidad al pueblo de Poggibonsi, que sufrió grandes daños durante la guerra y es bastante feo, hace que las casas no sean tan inaccesibles como las de la elegante zona de Chianti.
Enfrente de Belinda, en el margen oriental del valle, viven Derek y Barbara, una de las primeras parejas de expatriados que honraron el lugar.
Llevan diez años arreglando su nada despreciable plantación de tabaco. Descarado, uña y carne con la pasta, a principios de los noventa Derek ganó mucho dinero con la ropa interior femenina; había comenzado en los ochenta con las «bragas grandes de nailon con refuerzo transpirable», y fue uno de los primeros fabricantes de confección de Manchester en subirse al carro de los sujetadores con aros y los tangas. Tras ganar dinero suficiente levantando y separando a la nación, Barbara y él habían optado por jubilarse prematuramente y trasladarse de forma permanente a lo que antes era su casa de vacaciones. Y desde entonces la han estado arreglando con ampliaciones, cambios, reformas, el añadido de una piscina, el ensanchamiento de la entrada, la replantación de los olivos, nuevas hileras de cipreses y la siembra de césped. Derek es uno de esos hombres que no pueden parar quietos, y desde su llegada al Val di Santa Caterina ha desempeñado un papel decisivo en la implantación y organización de la pantomima navideña y en la creciente participación británica en la Festa di Formaggio. La aparición de Belinda lo ha liberado de ambas responsabilidades, lo cual le permite dedicar el tiempo a otros proyectos y diversiones.
Más abajo, en el mismo margen oriental del valle, se encuentra la gran villa del granjero local, con sus construcciones anexas, casitas y graneros, que aloja no sólo al signor y la signora Bianchi, sino también a la madre del signor Bianchi, a sus tres hijos, dos de los cuales están casados, y a tres niños pequeños. Uno de los hijos, Gianfranco Bianchi —Franco para los amigos—, es el atractivo manitas que ayuda a las señoras del valle con los complicados arreglos de la casa y los problemas de bricolaje. Es motivo de gran consuelo para ellas en los momentos difíciles y, al parecer, no le va nada mal el negocio, sobre todo en fechas como las Navidades y su cumpleaños, en que lo obsequian con chucherías caras de todos los rincones del valle.
Casi enfrente de los Bianchi, bajando desde Casa Mia, se encuentra la trattoria de Giovanna. El eje de lo que pasa, la fuente de los chismorreos, el epicentro de lo que ocurre en el Val di Santa Caterina está abierto todo el día y durante todos los días, excepto los domingos por la noche y los martes, y ofrece para comer, entre otras cosas, panino, bollos con lonchas de prosciutto y tragos de café mortal para los riñones; para cenar hay metros de brillante pasta casera y pizzas como ruedas de carro de queso fibroso, además de una sorprendente variedad de jamones curados en casa y platos condimentados, como las flores de calabacín rellenas. Sobre la barra se apilan botellas de Montepulciano, Orvieto, Chianti elaborado en el valle y cajetillas de cigarrillos. Es el segundo hogar de Howard, el escritor que funciona con alcohol y que vive más allá de la casa de Belinda, en la montaña. Delgado como un palo, con cabellos rubios que parecen estropajo metálico y la cara roja como el vino que bebe, Howard Oxford tiene cuarenta y cuatro años, y alcanzó el éxito literario en los ochenta con el libro El sol brillaba en su cara. Era una romántica historia de amor ambientada entre siglos en el centro de Gales, que la BBC llevó a la pantalla en un programa especial de dos horas. Howard se hizo famoso. Se emborrachó, se tiró a casi todo Londres y, a continuación, contrajo clamidia y el bloqueo del escritor. Aunque, por suerte, ha vuelto a ser fértil; desgraciadamente, continua bloqueado, tan bloqueado que lo único que ha escrito en los tres años que lleva en el valle es un comunicado de prensa para el Spectator sobre la cosecha de enebrina de la ginebra Gordon's, y una versión de El gato con botas para la pantomima navideña.
En el otro lado del valle, tras pasar la Casa Padronale, que está vacía, y su capilla, en las que Belinda ha puesto sus ojillos azules con vistas a una futura ampliación, está el Monastero di Santa Caterina. La impresionante finca, situada en un lugar sublime, con vistas excepcionales y una antigua vía etrusca que llega hasta allí, se vendió hace dos años a una cooperativa de lesbianas de Sydney. La venta causó bastante sensación: la idea de que el valle pudiese ser invadido por asociaciones de lesbianas hirsutas dedicadas a sus tendencias sáficas puso a todos como furias, como verdaderas furias.
Sin embargo, cuando al fin hubo movimiento de chicas, las lesbianas se instalaron de forma rápida y tranquila, y no pasan demasiado tiempo en esta parte del hemisferio. Si honran el valle con su presencia, tienden a encerrarse en sí mismas. Aparecieron sólo una vez en masse en la trattoria, después de un partido de voleibol contra otro grupo de la comune. Pero esa única ocasión sirvió para que el valle tuviese de qué hablar durante semanas. A decir verdad, Belinda no está demasiado au fait de las idas y venidas del Monastero di Santa Caterina. Pues aunque presume de que puede ver todo desde la tumbona de su terraza, tal afirmación no es absolutamente cierta, como muchas otras de Belinda. Por mucho que se asome sobre el borde de su finca y se ponga de puntillas, lo único que ve con los prismáticos son las escaleras de la parte frontal del edificio y ni un centímetro del jardín que se extiende al otro lado del muro del monasterio, lo cual resulta muy fastidioso.
Belinda, repantigada en la cama solar a rayas verdes y blancas, bebe el café a sorbos y dirige suavemente con la mano derecha a Russell La Voz Watson, al tiempo que se ocupa de no apartar la vista ni los prismáticos de la granja de los Bianchi. Tres nietos corren por el jardín en pos de lo que podría ser un lechón o un cachorro. Belinda no lo sigue con la rapidez necesaria para saber de qué se trata. En el extremo más alejado del huerto, Franco corta leña sin camisa. El sol amarillo juguetea sobre su espalda bronceada, y el sudoroso brillo del trabajo resplandece en los hombros. Belinda no tarda en perder el interés por los niños para seguir los balanceos masculinos, con la punta de la lengua colgando entre los labios deshidratados.
Cuando se extinguen los tonos de la maravillosa versión que Russell Watson hace del éxito de Ultravox Viena, Belinda oye el ruido de un coche. Es tal el aislamiento del valle y su forma, que el motor de un coche resuena con cada cambio de marcha y llama la atención. Por lo general, como Casa Mia está muy cerca de la única carretera, ningún vehículo llega o se marcha sin que Belinda se entere y lo distinga. Si se concentra, incluso puede discernir los modelos y las marcas. La furgoneta BMW de Derek y Barbara ronronea como un gatito cuando sube por la montaña. El monovolumen de la cooperativa lesbiana se sacude como un yonqui traficante de recetas cuando sortea los baches de la carretera blanca. El cansado Renault de Howard casi nunca sale de su puerta, pero los Apes, Cinquecentos, tractores y Pandas de los Bianchi carraspean y lanzan ventosidades, como si fueran viejos incontinentes, cuando doblan la esquina de la casa.
Sin embargo, el sonido de este motor es distinto: elegante, chic, caro, respetuoso con el medio ambiente y en buen estado de mantenimiento. Belinda registra las curvas de la carretera blanca para localizarlo, pero parece como si la evitase. Sigue las vueltas y giros que parten de su casa, descienden por la montaña hasta el arroyo, cruzan el fondo del valle en dirección a la propiedad de Derek y Barbara, y nada. Cuando está a punto de dejarlo, lo localiza en el camino de entrada de la Casa Padronale. Belinda enfoca los prismáticos. Sus manos regordetas giran rápidamente, pero el destello del sol le impide ver a través del parabrisas.
—Maldita sea —murmura, girando la tumbona mientras sigue el elegante todoterreno azul de tracción integral que baja la ladera de la montaña y luego sube hacia su casa. Belinda se apoya en un costado, con un muslo encima del otro, y continúa escudriñando, pero es incapaz de husmear a través de los cristales ahumados—. ¡Buff! —se queja, y tira los prismáticos con fastidio—. Es una desconsideración.
Se levanta, entra en casa rápidamente y se dirige al teléfono. Marca un número corto con unos cuantos clics de la uña rosa del dedo índice y espera.
—¿Diga? —responde una voz masculina del norte, casi sin aliento, como si estuviera en las fases iniciales de un enfisema.
—Pronto —dice Belinda, arrastrando la «r» y haciendo estallar la «p» con su mejor acento italiano—. Soy la contessa.
—¿Quién?
A través de la línea se percibe el ruido que hace alguien al rascarse la cabeza.
—La contessa —repite Belinda, sonriendo al calendario recuerdo de los Uffizi que cuelga de la pared. Se produce una pausa larga y desagradable—. Francamente, Derek. —Suspira y ladea la cabeza—. Tú me bautizaste con ese nombre.
—¡Oh, Belinda! Mi contessa. —Suelta una risita—. Pues claro. Te ruego que me perdones ¿Cómo estás en esta preciosa mañana?
—Oh Fa caldo —responde, abanicándose con la mano libre—. Fa molto caldo.
—Aquí siempre hace un calor de mil rayos, cariño —comenta Derek, carraspeando—. Barb ya ha salido a pescar el cáncer. Está despatarrada boca arriba, con un tanga sobre el chocho, dispuesta a conseguir un bronceado integral a toda costa.
Se parte de risa, hasta que las carcajadas guturales desembocan en una tos áspera, y se suena con el pañuelo sonoramente, de forma teatral.
—Sí, ya, lo que tú digas —replica Belinda, alejando el auricular de la oreja—. Pero lo que sé muy bien es que cuando se tiene una piel tan delicada como la mía, no es aconsejable tomar el sol. Y por otro lado, Barbara es una mujer con mucha suerte —continúa Belinda, con la voz teñida de desprecio—. Me refiero a que lleva aquí tanto tiempo que se ha vuelto casi como los nativos. —Se ríe—. Es tan morena que resulta difícil distinguirla de las trabajadoras del campo.
—Bueno, con algo tiene que entretenerse —comenta Derek, y se aclara la garganta de nuevo—. ¿Qué puedo hacer por ti, contessa, querida?
—Se trata sólo de una pequeña questione, Derek —dice Belinda—. ¿De quién es el coche azul que está en la Casa Padronale? ¿Y qué hace allí?
—¿Qué coche azul?
—¿Cómo que «qué coche azul»? El coche azul que sube por mi mitad del valle mientras hablamos —responde, entrecerrando los ojos para seguir el avance del automóvil desde la ventana de la cocina.
—Ah El todoterreno azul —reconoce Derek.
—No hace falta que te pongas pedante, Derek —replica Belinda, bruscamente.
—Lo siento.
—Coche o todoterreno, todoterreno o coche, ¿qué hace ese vehículo azul en mi valle?
—No lo sé muy bien —responde Derek—, pero
—No es necesario que lo sepas muy bien, Derek —interrumpe Belinda, que presume de mantenerse al tanto de lo que pasa—, cuéntame lo que has oído.
—Pues —comienza Derek en tono alegre— la Casa Padronale se ha puesto a la venta, por lo que yo sé.
—¿A la venta? ¿A la venta? —Belinda empieza a caminar—. ¿Qué significa «a la venta»?
—Que está en el mercado, querida.
—Sé lo que quiere decir «a la venta», Derek —le espeta Belinda—. Lo que no entiendo es por qué lo sabes tú y yo no. ¿Por qué no me lo ha dicho nadie? A la venta Francamente ¿Cuánto hace que sabes que se vende, Derek? ¿Cuánto tiempo hace?
—¿Qué? Pues —Derek duda—. Hum, ¿un par de semanas?
—¿Un par de semanas? —Belinda se detiene en seco—. ¿Me estás diciendo que hace un par de semanas que sabes que la Casa Padronale está en el mercado y no me lo has contado? —pregunta muy despacio.
—Yo
—¿Quién te lo dijo?
—Giovanna.
—¿Giovanna?
—Sí, Giovanna.
—Oh —exclama Belinda, mirando el calendario de los Uffizi con una mano sobre la rolliza cadera—. Oh, Dios mío, tonta de mí —proclama de repente, agitando la mano ante el rostro sonriente mientras clava los ojos azules en el techo—. ¡Pues claro! —Se ríe—. ¿Sabes qué? También me lo contó a mí Ahora que tú lo dices, recuerdo la voz de Giovanna al contármelo Pero he estado tan ocupada estos días que se me olvidó por completo.
—¿Te lo contó? —El suspiro de alivio de Derek es palpable y audible a través del teléfono—. Estaba seguro de que lo sabías, cariño —afirma—, por eso no me molesté en contártelo. —Se ríe.
—Claro —dice Belinda—. En realidad. —Hace una pausa—. Creo que fui la primera en saberlo.
—Sí, naturalmente. Estaba segurísimo.
—Sííí —recalca Belinda.
—De todas formas —continúa Derek, cada vez más confiado y parlanchín tras superar con éxito el primer escollo—, el caso es que por lo visto hay alguien interesado en comprarla
—Oh, ya lo sé —afirma Belinda.
—Un americano.
—¿Un americano?
—Sí, un americano. —Derek se ríe—. ¡Qué fenomenal!
—¡Espantoso!
—Terrible —se apresura a corregir Derek.
—¡Un americano en este valle! —exclama Belinda, arrugando la naricilla—. Casi es tan malo como tener toda una dictadura de alemanes. En realidad, creo que es peor.
—Bueno, tal vez no llegue a comprarla —indica Derek—. Lo que he oído es que había un americano interesado. Eso no quiere decir
—Sí, sí, «sólo interesado» —asiente Belinda—. Yo también lo he oído.
—Entonces —dice Derek tras una incómoda pausa—, ¿crees que el todoterreno azul era suyo?
—Casi seguro —responde Belinda, hojeando el calendario con creciente distracción—. Los todoterrenos son unos coches muy americanos.
—Sabía que tú lo sabrías, contessa —comenta Derek—. Sabía que eras la persona más indicada para hablar de esto. Qué suerte que hayas llamado.
—Sí, ya lo sé —coincide Belinda, y lanza un suspiro lánguido y prolongado—. En fin, no puedo quedarme de cháchara todo el día. Tengo cosas que hacer.
—Vale —observa Derek—. No debo entretenerte. Una mujer tan atareada como tú.
—Sí, desde luego. Arrivacielo! —gorjea Belinda.
—Vale. Ya hablaremos. Arrivacielo!
Belinda cuelga el auricular y se queda inmóvil, sumida en sus pensamientos. Permanece con las piernas separadas mientras se estruja las comisuras de los labios con la mano derecha. Las impredecibles vueltas de la mañana la están poniendo mala. Es una cosa detrás de otra: el personal de poco fiar y una hija exigente ya serían de por sí motivo suficiente para agriarle el humor, pero hay que añadir encima su ignorancia sobre un posible nuevo morador en el valle y se siente profundamente ofendida.
—Un americano —murmura—. Un americano —repite, y entonces un escalofrío le recorre la columna vertebral—. ¡Qué cosa más horrible!
Por suerte para Belinda, tiene poco tiempo para ponerse a pensar en la desdichada posibilidad de que llegue alguien nuevo al valle, porque debe ir a la estación a buscar a alguien que llega a su propia casa. Se coloca la camisa azul marino de manga corta ante el espejo de cuerpo entero del vestíbulo, pasa un peine por el cabello castaño, se pone las gafas oscuras de montura dorada encima de la cabeza, cierra la casa con llave y se aventura bajo el sol. Retira unas páginas amarillentas del Mail on Sunday del parabrisas del coche de su ex marido, un Renault Mégane de seis años de antigüedad, y abre las puertas para que salga el aire denso y caliente del interior.
—¡Uf! —exclama, dejándose caer sobre la tapicería de velvetón negro—. Fa molto, molto caldo
Da marcha atrás en la entrada, muy despacio y con cuidado para no tocar la maceta de terracota con pensamientos morados y la pérgola de madera que está a la izquierda de la casa y que soporta una de las muchas parras muertas de Belinda. Gira hacia la derecha y baja al valle.
Conduce despacio al pasar ante el establecimiento de Giovanna y estira el cuello; preparada para saludar con la mano, escudriña bajo las sombrillas de la terraza con anuncios de Campari para ver si está comiendo Howard o algún conoscente. Gruesas parras verdes, cargadas de uvas vellosas, flanquean la terraza; sólo está ocupada una de las cuatro mesas, por una pareja de sudorosos turistas de muslos gruesos y pantalones cortos, y no se ve a Howard por ninguna parte, ni siquiera a Giovanna. Belinda cruza el arroyo, pasa ante la pequeña iglesia, ante el prado comunal en el que celebran la Festa di Formaggio, y va hacia la nueva hilera de imponentes cipreses de Derek y Barbara y hacia la granja de Bianchi. Al llegar a la verja, aminora la marcha con la esperanza de ver un atisbo de la carne firme de Franco; pero, en lugar de eso, la saluda un grupo de perros que ladran y un nieto que mueve la manita. Cuando se dirige montaña arriba, hacia el monasterio, se fija en que la barrera metálica que bloquea la entrada a la Casa Padronale está abierta y apunta al cielo. El hecho la distrae tanto que se olvida de comprobar si hay señales de vida en el monasterio. No se acuerda hasta que llega a la carretera general y, entonces, ya es demasiado tarde.
Media hora después, vira hacia el aparcamiento de la estación de Sant'Anna, con Russell Watson a grande voce en el estéreo del coche. Encuentra a su hija, que tiene veinte años, sentada sobre la maleta; sus compañeros de viaje han sido recogidos hace tiempo y ya no están en la estación provincial.
Mary, menuda y arreglada, está mucho más guapa que el año pasado. Ha adelgazado diez kilos, y sus rasgos son más afilados y definidos. Tiene la nariz pequeña y recta, las mejillas altas, el pelo largo y negro, y unas pestañas tan espesas que dan la impresión de que van a formar nudos en los extremos de los ojos. Está tranquilamente sentada en la acera, como si no oyera el crescendo coral de la operística aparición de su madre, y permanece inmóvil. Tiene el rostro levantado y los ojos cerrados para que los cálidos rayos del sol, a los que no está habituada, tuesten su piel blanca y transparente. Los bonitos labios dibujan una mueca de suave éxtasis.
Belinda se detiene con un chirrido de frenos, hace callar a Russell, sale del coche, cierra la puerta de golpe y camina hacia su hija, interponiéndose ante el sol. Mary abre los ojos.
—Hola, mamá —dice, se levanta y alisa la camisa vaquera con una sonrisa expectante en el rostro, mientras intenta sopesar el humor de su madre.
—Buon giorno, buon giorno, buon giorno! —exclama Belinda con gesto teatral. Frunce los labios y extiende los brazos como Jesucristo, mientras espera que su hija la abrace—. ¡Maria, bienvenida, cariño! ¡Bienvenida de nuevo a la Toscana!
—¿Qué tal? —replica Mary, se adelanta y besa a su madre en la mejilla.
—Come va? —pregunta la madre, que sigue con los ojos cerrados, esperando que su hija le dé otro beso—. Come va?
—Oh, bien, estupendamente —responde Mary, encogiéndose de hombros—. Me deprimí un poco cuando me despidieron, pero
—Sí, claro —comenta Belinda, abriendo los ojos—. No hace falta que lo mencionemos mientras estés aquí. —Agita el cabello corto y da la vuelta para dirigirse al coche—. Date prisa. Pon la maleta en el maletero, tenemos mucho que hacer.
—Faltaría más —dice Mary, y trota detrás de su madre, con el cuerpo doblado por el peso de la maleta—. Pero, ¿cuál es el problema concreto?
—Pues que Giulia tiene grappa y está muy enferma —explica Belinda, con las manos en las caderas, mientras observa cómo su hija levanta la maleta para meterla en el coche.
—Grappa? —gruñe Mary—. ¿Quieres decir grippa? ¿La grippa? Gripe. ¿Giulia tiene gripe? —Se vuelve hacia su madre—. Es fácil equivocarse.
—¿Has engordado? —pregunta Belinda, poniendo el dedo índice delante de la boca mientras mira a su hija de arriba abajo.
—No —responde Mary, y con un empuje final mete la maleta en el maletero—. He adelgazado más de siete kilos desde la última vez que nos vimos.
—¿En serio? —replica Belinda, arqueando las cejas depiladas—. ¡Qué raro! Debe de ser que siempre me olvido de lo bajita que eres. —Sonríe—. Como tu padre.
Las dos mujeres entran en el coche en silencio. Belinda enciende el motor, y Russell rompe de nuevo a cantar. Mary apoya la barbilla en la mano y contempla por la ventanilla los maceteros de geranios escarlata que bordean el aparcamiento.
—¿Y qué tal lo demás? —pregunta al fin, cuando su madre gira a la izquierda en la panadería y desciende la colina en dirección a la carretera principal y al valle de Santa Caterina.
—Trabajo, cariño, hay muchísimo trabajo.
—Eso es bueno.
—Sí —afirma Belinda, concentrándose en conducir—. Sí, supongo que sí.
Continúan en silencio, mientras recorren el paisaje suavemente ondulado de Chianti y pasan ante cipreses erguidos que dobla la brisa, campos de girasoles verdes que aspiran a volverse dorados, hileras de viñas jóvenes y cargadas, y alguna que otra prostituta negra que espera a los posibles clientes medio desnuda en un área de reposo.
—Ya veo que las chicas siguen aquí —comenta Ma- ry, asomándose por la ventanilla.
—Mmm —farfulla Belinda y mira sin gran interés—. La carretera de Orvieto a Todi es mucho peor. Conté diecisiete prostitutas la última vez que fui por allí.
—Ya —dice Mary—. Siempre me he preguntado cómo lo hacen ahí.
—Algún tipo con camioneta —responde Belinda.
—Ya —repite Mary, revolviéndose en el asiento.
—Aún no he visto a un italiano que utilice sus servicios —observa Belinda—. Con todos los viajes que he hecho, tendría que haber visto al menos a un hombre subiéndose la cremallera o una camioneta agitada por la pasión, pero no. Nada. Ni un solo contacto.
—Hum —replica Mary—. ¿Y qué se cuenta, entonces?
—Demasiadas cosas para entrar en ellas ahora —contesta Belinda—. Derek y Barbara piensan construir una nueva terraza debajo de la rosaleda.
—Oh.
—Sí, yo también creo que es excesivo, pero supongo que Derek tiene que gastar el dinero como sea. En cambio, Howard está tan mal de dinero que no creo que pueda permitirse ir a comer a Casa Giovanna. No estaba allí cuando he pasado por delante esta mañana.
—Dios mío.
—La verdad es que no me sorprende —dice Belinda—. Su antiguo editor estuvo aquí, y lo único que hicieron fue beber montones de botellas de vino tinto hasta que acabaron peleándose por algo. Se marchó en un vuelo de Ryanair al día siguiente.
—Dios mío.
—Sí, bueno Me parece que Franco tiene otra novia.
—¿En serio?
—¿Ves? Ya sabía yo que te interesaba el tema.
—Mamá, estás loca. No soy lo bastante mayor ni lo bastante rica para Franco.
—Claro, he oído que le hace trabajillos a la escultora del valle, la que vive en el camino de Serrana.
—Eso no quiere decir
—Ya lo sé Pero esta temporada Franco está excesivamente alegre.
—Oh.
—Y hace siglos que no vienen las lesbianas.
—¿De verdad? ¡Qué lástima!
—Es cierto. Pensé que tenían idea de pasar mucho tiempo aquí, sobre todo porque gastaron un montón de dinero en la casa.
—¿Sí?
—Oh, sí —Belinda asiente—. Franco me contó que habían traído mármol de Carrara, como el de Miguel Ángel.
—Ya.
—Aunque no sé dónde lo han puesto.
—Ya.
—Ah, y por lo visto hay un americano husmeando por la Casa Padronale —informa Belinda y se detiene en el cruce de la carretera.
—¿En serio? —pregunta Mary.
—Hum —musita su madre, mientras mira primero a la derecha y luego a la izquierda.
—Animará un poquitín las cosas.
—¿Tú crees?
—Claro que sí —responde Mary, con una sonrisa.
—¿De verdad? —replica Belinda bastante sorprendida—. No se me había ocurrido pensar que fuese a cambiar nada.
Venerdi (viernes)
Clima: fa caldo (¡calor, calor y más calor!)
La vida en la Toscana está llena de sorpresas maravillosas, como los girasoles que dan la vuelta lentamente durante el día para mirar al sol, los sencillos platos de pan con aceite de oliva que sabe a gloria, la hermosa sonrisa que ilumina incluso a los campesinos más feos y bajitos cuando los saludo.
Pero también hay un montón de pequeños percances, como los lagartos que salen de las grietas de los muros y los escorpiones que se esconden debajo de las piedras. Y ayer, sin ir más lejos, me enteré de que un americano ha estado mirando la Casa Padronale, que se encuentra en la parte menos soleada del valle, frente a Casa Mia.
Ese interés por la Casa Padronale no ha sido una sorpresa (a pesar de su estado ruinoso, su pequeño tamaño y los horribles frescos modernos de la capillita lateral), pues en mi rincón del Paradiso hay muchas idas y venidas; pero sí que sea un americano el que ha estado allí. Por suerte, no abundan los americanos en la Toscana. Sin ánimo de ser grosera, creo que no es sitio para ellos. Está lejos de la comodidad y la comida rápida de los McDonald's, y seguramente encuentran que hay demasiadas montañas y verdura. Más bien tienden a apiñarse en las ciudades como Florencia. Por eso me sorprendió un poco saber que uno se había aventurado tan lejos de la urbe. Derek se quedó atónito cuando lo llamé para contárselo. Pero tuve el gusto de informarle de que el americano sólo estaba echando un vistazo, y que no creía que se quedase mucho tiempo cuando se diera cuenta del enorme trabajo y esfuerzo que requiere reformar una casa para que alcance el nivel de la mía. ¡Habrá vuelto derechito a Nueva York o a dondequiera que viva!
En un plano más superficial, mi hija ha llegado al fin de Inglaterra. Ha logrado tomarse un respiro en su apretada agenda de trabajo y en su carrera en el mundo de la comunicación para venir a ayudarme durante el verano o, tal vez, un poquito más. Está fenomenal, aunque bastante blancucha. Supongo que estoy muy acostumbrada a ver gente de aspecto saludable y no a pálidos habitantes de Londres, así que no es de extrañar. Pero siempre alegra ver a alguien del país natal con quien poder hablar. Es divertido enterarse de los cotilleos y ponerse al día con las noticias importantes.
Maria me ha contado que el mes de abril fue el más lluvioso de la historia. ¡Qué lástima! Sufrieron horribles riadas y todo tipo de desgracias. Aquí, en cambio, el mes pasado lució el sol. La verdad es que no me acuerdo de cuándo llovió por última vez, y me refiero a llover como Dios manda, porque en este país no llovizna. La lluvia italiana es mucho mejor que la inglesa. Resulta más nutritiva y también es más necesaria. Las resecas faldas de las montañas se convierten en ondulados pastos de la noche a la mañana. Es algo natural.
Maria también me ha contado que en Inglaterra la gente sigue hablando del euro. ¡Increíble! ¡Qué mal ejemplo del pi-ccolo talante inglés! Se me hace raro. Como europea me parece asombroso que tonterías como la moneda y la soberanía sigan siendo tema de discusión. Aunque, bueno, a veces viene bien que le recuerden a una los motivos que tuvo para marcharse.
La presencia de Maria ha sido valiosísima desde que llegó ayer. Giulia, mi asistenta, ha tenido el típico detalle de los italianos y no se ha presentado a trabajar (dice que está enferma, pero en este país nunca se sabe); y Maria ha sido de gran ayuda arreglando las cosas antes de que Casa Mia abra sus puertas este fin de semana, en que se inicia la temporada. Es el cuarto año que me ayuda y, con el curso de tres semanas que hizo en la Escuela de Hostelería de Swindon, no sólo resulta útil a la hora de arreglar la casa, sino que se defiende muy bien en el zoo de la cocina. Y en generosa respuesta, como siempre sucede, a los discretos anuncios que he insertado en periódicos de alto nivel como el Spectator, Sunday Times y Sunday Telegraph, ¡tenemos casi todo reservado hasta el otoño!
Risotto di Casa Mia e Giovanna
En mi jardín crecen tantas hierbas que a veces me encanta despilfarrarlas en este delicioso plato que descubrí por casualidad comiendo en el maravilloso y recomendable establecimiento de Giovanna, un local al que suelen ir, indistintamente, expatriados, campesinos y turistas. Es una receta caliente y reconfortante que me recuerda todo lo que hay de sano y verdadero en la Toscana.
Hervir una olla o un cazo de agua y añadir un puñado de setas porcini secas (¡son caras, pero valen todos los euros que cuestan!). Trocear y sofreír unas cebollas y ajo en aceite de oliva. Añadir cuatro tazas de arroz risotto (esta receta es para cuatro comensales, pero con la tendencia de las mesas italianas a crecer espontáneamente, suelo tomarme la libertad de añadir más arroz por si aparece gente sin avisar). Cocerlo en caldo de pollo o de verduras, o en el agua utilizada para las setas (escurrirlas bien escurridas). Cuando el arroz esté firme y gordo, como el brazo de un bebé, incorporar las suculentas setas y generosos puñados de romero, tomillo y menta troceados de forma rústica.
Servir entre amigos prolíficos y grandes botellas de vino rojo rubí.
Babelia
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